El trabajo más absurdo que he tenido desde que migré ha sido el de autor de falsas reseñas en Google Maps para una academia de formación con sedes en varias ciudades de España. Debía hacerme pasar por supuestos alumnos para valorar de manera positiva cada uno de los cursos que se impartían: crear una cuenta en Gmail para cada personaje y generarles actividad para que Google no sospechara que fueron creadas sólo con ese fin. Durante meses hice que Lucia Berlin se matriculara en el curso de Intervención Social de Colectivos en Riesgo de Drogodependencia y que a Italo Calvino le encantara el curso de Estética y Maquillaje Profesional. Así estuve, recorriendo Barcelona para usar diferentes direcciones IP, por alrededor de dos años. Ese fue, en aquellos tiempos prepandemia, uno de mis principales ingresos. Tenía treinta años, más de diez de experiencia en los grandes medios de mi país y un permiso de residencia que me impedía trabajar. Cuando te vas, todo lo que has hecho antes, al menos al principio, apenas sirve de nada.
Escribo todo esto mientras leo Yo, precario, de Javier López Menacho (La Caja Books, 2022), una crónica de la precariedad laboral que existe en España. Su autor narra en primera persona sus experiencias de trabajo en la última década. Un currículo muy resumido diría que López Menacho fue mascota de una conocida marca de chocolatinas, auditor —bar por bar— de máquinas de tabaco, captador de clientes —en bicicleta— para una empresa telefónica, animador de los partidos de la selección de fútbol de España que en 2012 ganó la Eurocopa, inventarista de ropa interior para grandes tiendas y delegado sindical de una mediana empresa. Todos empleos poco remunerados y de corta duración que apenas le permitían cubrir parte de sus gastos de vivir en una gran ciudad.
Yo, precario no es un ejercicio de periodismo gonzo al uso. López Menacho no se sumerge en las empresas para contar lo que ve, como ha hecho Gunter Wallraff. No va a esos lugares para acumular material y experiencias que narrar, como ha hecho Gabriela Wiener. Él acepta los trabajos que acepta porque los necesita, porque de algo tiene que vivir, y, luego, los cuenta. Lo suyo es periodismo testimonial, y lo hace con sensibilidad y humor, como si de verdad su sueño de toda la vida hubiese sido ser mascota de una conocida marca de chocolatinas —“nadie, cuando le preguntan en clase qué quiere ser de mayor, dice que quiere ser mascota de una conocida marca de chocolatinas”, escribe en la página 30—. Mientras se lee, uno puede llegar a sentir nostalgia por las vidas que soñamos y no logramos, por lo que quisimos ser y no pudimos. Yo, precario es un golpe de realidad, como cuando un amor decide cortar todo: te quedas solo y debes seguir, como puedas, adelante. Esto es lo que hay, esto es lo que nos toca. No vas a trabajar en La Vanguardia, vas a ser autor de reseñas falsas para una academia en Google Maps.
El libro se divide en cinco partes —una para cada empleo que cuenta, unas más lúcidas que otras— y en ellas se refleja la desesperanza de su autor, primero joven, después algo mayor para optar a los empleos que ha hecho, y de un país que se ve en la necesidad de recurrir a contratos temporales, paros y trabajos en negro. Pese a todo, Yo, precario —que se publicó originalmente en 2012— no es un libro desalentador. El tono irónico con el que López Menacho lo narra, a veces burlándose de su propia suerte, rebaja la desilusión. Podría decirse que es el testimonio de un fracaso convertido en éxito: ante la imposibilidad de ganarse la vida de forma estable, sólo queda contarla, e ir tirando.
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Autor: Javier López Menacho. Título: Yo, precario. Editorial: La Caja Books. Venta: Todostuslibros
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