Vivimos tiempos convulsos. Un sindiós, dirían hasta los muy devotos. Raro es el día que no nos atufe la hediondez que emana de la cochiquera en la que hemos dejado que se convierta la vida pública. No hay más dios que el dinero fácil.
Asistiendo a su inmolación, al gesto de los aplausos con los que la ciudadanía, reclusa, fingía agradecer sus gestas desde los balcones, fui tan ingenuo que me sentí orgulloso de mi país y de sus gentes. Quise creer que de ésta salíamos mejores, más unidos, conscientes de que lo público nos sacó del infierno. Pobre iluso: en cuanto algunos periodistas, otros que se jugaron el pellejo, revelaron que personajes de mucha relevancia pública, como Mariano Rajoy, se saltaban el estricto confinamiento para ir a pasear al aire libre o que a los Aznar les importaba un bledo lo del confinamiento perimetral a la hora de viajar desde Madrid a Marbella, a su casita de veraneo, se me cayeron los palos del sombrajo. Lo de que todos éramos iguales y todos bogábamos a una era una quimera. Para más inri se fue desvelando, oculto tras mil capas de oscurantismo y cinismo, que el gobierno de la regidora de Madrid, a lo que se ve, pudo ordenar dejar morir a miles de ancianos contagiados por el covid en sus residencias, abandonados como perros, sin la posibilidad de ser trasladados a hospitales si no tenían seguros privados. “Total: se iban a morir igual”, espetó con desparpajo la mandarina años después. Aquellas sesiones fotográficas haciendo de mater dolorosa en la prensa del régimen rozan la blasfemia. ¿Cuántos de esos ancianos, dejados morir, no serían suscriptores o lectores de los diarios que actuaron de palmeros y blanqueadores de un presunto delito de lesae senectutis?
Pasados los años van saliendo a la luz como vómitos pestilentes casos de carroñeros que vieron en la tragedia una oportunidad de enriquecerse.
Los antiguos atenienses inventaron el teatro, aparte de para honrar a Dionisos, para intentar educar en los valores de la polis a los ciudadanos, la mayoría analfabetos. El compromiso que adquirían los dramaturgos con Atenas era doble: no sólo debían deleitar y estremecer a los espectadores con sus creaciones, sino también destilar con sus versos píldoras de moralidad que redundaran en el bien común. El público debía vivir cómo los dioses castigaban la hybris, la soberbia, incluso de aquellos que habían alcanzado la inmortalidad de los mitos.
Cuando vuelvo a Atenas intento honrar la memoria de los autores dramáticos en las ruinas del teatro de Dionisos, encaramado a la roca donde reina el Partenón. Sobre sus ancestros los versos de Esquilo, Sófocles, Eurípides o Aristófanes cobraron alas por vez primera.
En marzo del 441 a.C. en ese mismo lugar se estrenó Antígona, de Sófocles, una de las cumbres del teatro mundial. La tragedia trata del drama que viven en Tebas los descendientes del maldito Edipo: sus dos hijos, Eteocles y Polinices, se matan entre sí. Eteocles defendía su ciudad contra el ataque de Polinices, que había armado un ejército para recuperar el trono que le correspondía. A Eteocles le sucede en la corona su tío Creonte. Ordena dar sepultura a éste pero dejar insepulto a Polinices, como pasto de carroñeros. Esto es un atentado contra la ley divina, que prescribe dar sepultura a todos los difuntos y amenaza a sus familias con grandes males si no lo hacen. Queda sembrado, pues, el conflicto: la ley divina, ancestral, contra la ley de la polis y sus gobernantes.
Creonte dicta sentencia de muerte contra aquel que ose cumplir los ritos fúnebres con Polinices y aposta una guardia para evitarlo, guardia que es burlada por Antígona, hermana de los muertos, que, consciente del riesgo al que se expone, prefiere honrar a los de su sangre antes que al Estado.
Los guardianes se dan cuenta de que alguien ha adecentado el cadáver proscrito. Aterrorizados, dan parte a Creonte, que los incita a descubrir al culpable so pena de ejecutarlos a ellos. Pensando que alguno de los vigilantes ha sido corrompido, declama el siguiente monólogo, que podemos escuchar aquí en la prodigiosa voz de Antonio Dechent:
“Ninguna institución ha surgido peor para los hombres que el dinero. Él saquea las ciudades y hace salir a los hombres de sus hogares. Él instruye y trastoca los pensamientos nobles de los hombres para convertirlos en vergonzosas acciones. Él enseñó a los hombres a cometer felonías y a conocer la impiedad de toda acción. Pero cuantos por una recompensa llevaron a cabo cosas tales concluyeron, tarde o temprano, pagando un castigo”.
2.500 años hace que estos versos fueron sembrados al viento y deberían tocar nuestras conciencias como lo hicieron antaño. Su inmortalidad se ve reflejada en su vigencia.
Recientemente recorría la provincia de Toledo con mis hijos. El destino nos llevó a Escalona, señorío que fue del Infante don Juan Manuel y de don Álvaro de Luna. En su plaza mayor tuvo lugar uno de los pasajes más afamados de la novela La vida de Lazarillo de Tormes. El pobre pícaro, niño aún, se toma venganza de los agravios y golpetazos que el ladino ciego, al que lo vendió su madre en Salamanca, le infligió.
Y fue así que luego otro día salimos por la villa a pedir limosna, y había llovido mucho la noche antes; y porque el día también llovía, andaba rezando debajo de unos portales que en aquel pueblo había, donde no nos mojamos; mas como la noche se venía y el llover no cesaba, díjome el ciego: “Lázaro, esta agua es muy porfiada, y cuanto la noche más cierra, más recia. Acojámonos a la posada con tiempo.”
Para ir allá, habíamos de pasar un arroyo que con la mucha agua iba grande. Yo le dije: “Tío, el arroyo va muy ancho; mas si queréis, yo veo por dónde travesemos más aína sin nos mojar, porque se estrecha allí mucho, y saltando pasaremos a pie enjuto.”
Parecióle buen consejo y dijo: “Discreto eres; por esto te quiero bien. Llévame a ese lugar donde el arroyo se ensangosta, que agora es invierno y sabe mal el agua, y más llevar los pies mojados.”
Yo, que vi el aparejo a mi deseo, saquéle de bajo los portales, y llevélo derecho de un pilar o poste de piedra que en la plaza estaba, sobre el cual y sobre otros cargaban saledizos de aquellas casas, y díjele: “Tío, éste es el paso mas angosto que en el arroyo hay.” Como llovía recio y el triste se mojaba, y con la priesa que llevábamos de salir del agua que encima nos caía, y lo más principal, porque Dios le cegó aquella hora el entendimiento, fue por darme dél venganza, creyóse de mí y dijo: “Ponme bien derecho, y salta tú el arroyo.”
Yo le puse bien derecho enfrente del pilar, y doy un salto y póngome detrás del poste como quien espera tope de toro, y díjele: “¡Sus! Saltad todo lo que podáis, porque deis deste cabo del agua.” Aún apenas lo había acabado de decir cuando se abalanza el pobre ciego como cabrón, y de toda su fuerza arremete, tomando un paso atrás de la corrida para hacer mayor salto, y da con la cabeza en el poste, que sonó tan recio como si diera con una gran calabaza, y cayó luego para atrás, medio muerto y hendida la cabeza.
“¿Cómo, y olistes la longaniza y no el poste? Oled», le dije yo.Y déjole en poder de mucha gente que lo había ido a socorrer, y tomo la puerta de la villa en los pies de un trote, y antes que la noche viniese di conmigo en Torrijos. No supe más lo que Dios dél hizo, ni curé de lo saber.
Mientras hacía el ganso con mi primogénito encarnando yo al ciego y él al lazarillo, con mucho “¡sus, saltad, cabrón!” y otros aderezos, no paraba de venirme a la mente que seguimos sufriendo la maldición del Lazarillo. La intención de su anónimo autor parecía ser una denuncia de la hipocresía y del falso sentido del honor y del deber, denunciando que cada uno busca su provecho, importándole un ardite el bien común.
De nada sirvió: el mundo actual está lleno de pícaros, situados en las más altas instancias políticas y empresariales, que arriman su sardina al ascua que más calienta, prestos a vender a su madre si falta hiciera para medrar.
Como garrapatas parecen brotar Koldos, Amadores, Medinas, Luceños y hermanísimos, que, presuntamente, se forraron especulando con mascarillas, vacunas y demás, mientras el conjunto de la población sufría un férreo confinamiento, con el terror y la angustia en el ánimo. La corrupción campa a sus anchas. No hay partido ni institución que esté libre de ella. A diestra, siniestra y cabestra. Muchos son, por acción u omisión, cómplices de este estercolero.
En la región donde me veo forzado a vivir la anterior legislatura fue vergonzosa, indecente. Planteada una moción de censura para desbancar al partido que viene asolando estas tierras desde hace 30 años, una caterva de frescales traicionó a los votantes que habían votado al partido por el que se presentaban y pactaron con los gobernantes. Éstos, en vez de renegar de unir su destino a una bandada de judas, los premiaron haciéndolos consejeros. Lo de que «Roma no paga a traidores» se ve que ha mutado en lo de «el PP los face diputados o consejeros». Y estoy seguro de que en el PSOE también se podrían rastrear casos similares. El transfuguismo es un acto más, deleznable, de corrupción. La corrupción, junto al nepotismo, son unos de los cánceres que están degradando la Democracia. Unos navarros, que apostataron de las siglas que les dieron de comer desde que estaban en política y se arrimaron al grupo azul, van ladrando su rencor contra el Gobierno e intentando dar lecciones democráticas. ¡Unos judas catequizando de lealtad y probidad!
En la actual legislatura asistimos, ya sin asombro, pero sí con mucho dolor, a otro esperpento: como la ciudadanía avaló con sus votos al partido corruptor, éste insultó a los pocos ciudadanos honestos que no sucumben a sus mascletás nombrando como diputados o directores generales a niñatos, formados en las nuevas generaciones o juventudes de los partidos, sin ninguna trayectoria en lo común, aparte de haber lamido cuantas rabadillas se les ponían por delante. Alguno de ellos ni siquiera ha sido capaz de aprobar un grado universitario después de haber estado matriculado más de 8 años. ¿Qué ejemplo estamos dando a los jóvenes que se dejan la vista y la salud mental estudiando para aspirar a un futuro mejor?
Muchos de éstos, al igual que el tal Koldo, son nombrados asesores o miembros del algún consejo de dirección tan sólo por haberse arrimado a un caciquillo que, embriagado de poder, cual mafioso cutre, hace gala de un nepotismo y amiguismo escandalosos.
Cualquiera que quiera servir en el sector público, desde un bedel hasta un notario, ha de presentarse a unas oposiciones que les roban años de vida. Sólo quien se haya preparado unas sabe los sufrimientos y renuncias que conllevan. Teniendo, por lo tanto, todas las administraciones técnicos debidamente acreditados, ¿qué necesidad encuentran los partidos de contratar asesores por sus filias particulares? ¿No sería más lógico que un funcionario del ministerio de fomento, con una trayectoria y honestidad contrastada, asesore al ministro, en vez de que éste fiche a un antiguo matón de discotecas o burdeles y luego acabe dejándolo en evidencia con sus corruptelas? A no ser que lo que mueva al mandatario sea forrarse con estas últimas. Lo cual clama al Infierno.
Julio César, un personaje controvertido, pero que se toma como paradigma de militar y gobernante de la Antigüedad, comenzó su carrera política a los 30 años. Antes había ejercido cargos de responsabilidad religiosa y se había forjado sirviendo en las legiones en varias campañas, jugándose el pellejo. Con poco más de 20 consigue la corona cívica en reconocimiento a su heroísmo. Fue escalando en el cursus honorum, siendo elegido sucesivamente para cargos cada vez de mayor importancia, comenzando desde el principio, sin saltarse ninguno, por muy humilde que pareciera. Con 37 es elegido Pontifex Maximus, la máxima autoridad religiosa. Tiene en mente aspirar al consulado, la más alta magistratura política. Es consciente de que su conducta y la de los que lo rodean ha de ser impecable. En este contexto, en el 62 a.C., mientras su esposa, Pompeya, ejerce de anfitriona de las ceremonias en honor a la Bona Dea, ritos que tenían prohibidos los hombres bajo pena de muerte, parece ser que es descubierto, disfrazado de mujer, Publio Clodio Pulcro, un joven noble, disoluto y demagogo. Una criada da la voz de alarma, pero el intruso logra escapar. Cuando César es informado del caso, aunque nada señalaba que su esposa estuviera implicada en el sacrilegio, decide divorciarse de ella para alejar de él toda mancha. Pronuncia estas palabras: «La mujer de César no sólo ha de ser honrada, sino también parecerlo». Tiene claro cuáles son sus objetivos y que el poder acarrea ejemplaridad.
Hemos asistido al brote del estercolero de Koldos, Amadores, Titos Bernis, Medinas, Luceños y hermanísimos. Ninguno de los Ábalos, Sánchez, Díaz Ayuso, Almeida, Feijóo y demás ha pedido disculpas por haber engendrado esta hidra de putrefacción. Al contrario, algunos se ponen farrucos y chulean a la población, que asiste atónita a este espantajo. Lo de ejemplaridad les queda tan grande como lo de honestidad.
Ante esta desolación, uno vuelve a Sófocles:
Pero es imposible conocer el alma, los sentimientos y las intenciones de un hombre hasta que se muestre experimentado en cargos y en leyes. Y el que al gobernar una ciudad entera no obra de acuerdo con las mejores decisiones, sino que mantiene la boca cerrada por el miedo, ése me parece… que es el peor. Y al que tiene en mayor estima a un amigo que a su propia patria no lo considero digno de nada.
Quien sepa leer, que lea. Quien quiera entender, que entienda.
Que buena la imagen elegida para presentar -o representar- el ensayo. Incluso se aprecian en ella algunos parecidos físicos con los personajes de la última corrupción mascarillil. Y no la hace menos idónea el que tengamos que imaginar a los personajes en una marisquería y no en una fonda. Da igual, la mesa donde se teje el fraude, el contubernio, la mascarada (nunca más apropiado el término) y el asalto ilícito a los fondos públicos. Viene a ser la misma. Lo que hace más trágico el tema es la farsa aprovechándose del miedo, de la enfermedad y de la muerte de la población en aquellos momentos. Es el horror y la avaricia crónica, tejida con el sufrimiento, lo que nos hace soñar, pensar y ansiar la necesidad ejemplar de una guillotina pública y sangrienta en la plaza principal del reino, para castigar la falta de ética y de humanidad de buena parte de la clase política que nos dirige. Es triste pensar que el ciudadano cuando vota, si es que vota, ya no lo hace a la ejemplaridad, al más ético o más honesto o al más eficiente con los recursos que se ponen a du disposición o incluso por ideología. Por desgracia es tal ya la podredumbre que, como mucho, se vota al menos malo; al que, suponemos, menor daño hará a lo que consideramos básico y fundamental del desempeño público. La mujer del César se ha adueñado del cotarro y no encontramos la forma de divorciarnos de ella por las buenas. El bozal que se introdujo en la pandemia cada vez nos aprieta más y nos impide respirar aire sano y limpio.