Foto de portada: Ernesto Arias como Basilio.
Pedro Manuel Víllora (La Roda de Albacete, 1968) es uno de los más prolíficos autores del panorama teatral actual. Dramaturgo con más de una veintena de obras teatrales en su haber, director de casi una decena de producciones, adaptador de Molière, Lope, Mihura o Genet, narrador, poeta, periodista durante la mitad de su vida y profesor de la Real Escuela Superior de Arte Dramático, Víllora es uno de esos hombres de teatro que encierra en sí mismo no solo el saber de una trayectoria consolidada, premiada —recientemente galardonado con el Premio Internacional de Teatro «Esquilo» 2022 por Ofelia (ed. Pigmalión) y el conjunto de su obra dramática—, y alabada por crítica y público, sino la conciencia de un artista que apela certero a su presente y que aprende, constante, de su pasado.
Al respecto de La vida es sueño, Víllora ha trabajado codo con codo con el director británico Declan Donnellan en una versión tremendamente fiel en la que se respeta el grueso de la fábula de Calderón y simplemente se recortan algunos pasajes (la versión mantiene en torno a dos mil y pico versos de los poco más de tres mil del original), sin adendas contemporáneas y en donde la vanguardia tiene más que ver con la puesta en escena y no tanto con la dramaturgia.
Una vez fallecido Peter Brook, Donnellan es el gran director anglosajón, cuya visión del clásico calderoniano me resulta de una gran inteligencia dramática, con un clarísimo objetivo teatral, en donde, ofreciéndonos la pieza como una suerte de metasueño del rey Basilio —encarnado por un gigante Ernesto Arias—, los actores se desenvuelven con la frescura y el dinamismo que necesitaba al fin el texto áureo.
La labor textual parte de un cotejo concienzudo de la versión de Madrid de La vida es sueño con la versión de Zaragoza (encomiable tarea que demuestra el respeto reverencial al texto calderoniano), ambas publicadas en 1636, aunque la versión de Madrid fue aprobada primero, en 1635. De la de Zaragoza se tomarán muchos versos, pues desde el punto de vista teatral es mucho más dinámica, al centrarse más en la acción dramática. En este sentido, siendo la acción el eje de la visión del director irlandés, la propuesta rebaja la fábula de Rosaura especialmente al entrar de lleno en el clímax político, acortando su trama como personaje. La versión es tan respetuosa con el/los original/es que ha mantenido el grueso de las referencias mitológicas, alusiones que, sin embargo, Víllora eliminó en su versión para el Albéniz.
A mediados del siglo XVI, Aristóteles se relee bajo nuevos prismas, pasándolo por el tamiz horaciano, en una singular polémica (Escalígero / Castelvetro) de enorme trascendencia en la Europa del momento, cuyos resúmenes llegarán a manos de nuestros poetas áureos y especialmente a Calderón. Nos interesa el asunto porque dicha polémica incidía en la pureza relativa de los géneros dramáticos, donde los elementos trágicos y cómicos se confunden y los personajes de altura moral se comportan en ocasiones con vileza, mientras que los populares se elevan como personajes heroicos. Así, la versión de Donnellan-Víllora parte de estas referencias cultas y propicia una relectura de esa polémica, situando su texto dentro de la tradición del tratado de Trento y la confusión genérica, exaltando la comedia con enorme acierto y poniendo en valor el nacimiento del hombre con Segismundo como símbolo, un Segismundo antiheroico y tremendamente humano —encomiable trabajo el del poliédrico Alfredo Noval como el príncipe polaco—.
Pasando de la corte de Polonia al entrañable internado de Fondo del Estanque, la versión de Los chicos del coro realizada por Víllora no se trata exactamente una traslación a la escena de la película de Barratier, sino la creación completa de un universo nuevo, que comparte obviamente concomitancias fabulares pero que amplía tramas de personaje, conflictos, tiene la mirada puesta en La jaula de los ruiseñores (dirigida por Jean Dréville, 1945) y añade y reformula escenas en el crisol del género musical. La creación de las músicas originales, la trabazón de estas con los cambios situacionales y su uso dramatúrgico para definir las actitudes, comportamientos y relaciones de los personajes, configuran a mi juicio una clase magistral de cómo elaborar un libreto para un género tan interesante como en ocasiones devaluado desde el punto de vista literario como es el de los musicales.
Víllora no solo ha ampliado el universo femenino de la obra —cuyas voces resultan fundamentales en la configuración del coro, para lo que conviene recordar que en la película original se grabaron voces infantiles de ambos géneros— sino que ha dotado de un mayor peso dramático a la figura de la madre del niño protagonista (encarnada por la genial Natalia Millán), ha creado un personaje de enorme interés como es la profesora Langlois, directora de un internado femenino, que sirve de contrapunto del soberbio y tiránico director Rachin —divertido y tronante Rafa Castejón—, al tiempo que amplía los matices dramáticos del profesor Clément Mathieu, que da vida el entrañable Jesús Castejón. Huelga decir que el elenco infantil supone el eje desde el que pivota la pieza musical, un emocionante coro de niños que hace las delicias de montaje.
A mi juicio, ambos espectáculos se han convertido en esos imperdibles de la temporada.
Añadiéndose a este dueto teatrero-musical, Víllora firma la autoría de un montaje dirigido por Alberto Frías que bajo el título María Callas: sfogato, ahonda en la figura de la gran soprano tristemente fallecida a la edad de 53 años, en un pasional e intimista retrato de la cantante estrenado en el teatro Infanta Isabel en el verano de 2022 y que se encuentra de gira por la geografía española. Podrá volverse a ver en cuatro únicas funciones los días 16 y 30 de abril, y el 14 y 21 de mayo en el Teatro Alcázar.
Sin duda, conviene seguir la pista a Pedro Víllora, dramaturgo todoterreno, siempre creador de sueños, de vidas.
Pedro Manuel Víllora. Foto: Goyo de Pacheco.
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