Los que se enrolan en causas identitarias —estamos viendo ahora— se interesan por aquello que los profesionaliza. Cuando alguien publica un libro que pudiera ser de interés para el identitarismo en boga, pero no puede ser usado por los identitarios para profesionalizarse, lo ignoran. Si no es el libro de uno de los suyos o se presta a ser usado es sencillo: lo dejan fuera. No permiten que la obra se debata o entre en el nicho de mercado —en el nicho de mercado que ellos mismos son, del que se nutren y que ellos mismos nutren—. Así ejercen poder a través de la economía, preservan el negocio (crematístico y simbólico) que su identitarismo es. El escritor, cuando es crítico, aunque toque en sus obras temas que pudieran ser de interés para un identitarismo concreto, no se deja instrumentalizar. Tampoco deja que su obra sea instrumentalizada, pues ello la convertiría en lo opuesto de lo que una obra artística crítica es, esa obra que sobre todo parece formular preguntas sin ofrecer respuestas (al contrario de las dogmáticas, que ofrecen respuestas pactadas con la causa). Del presente, los identitarios escogen y promocionan aquellas obras cuyos autores sí se dejan: aquellos que, posiblemente, también están en la profesionalización por medio del identitarismo. Pero, también, el identitario suele utilizar para su causa algunas obras de autores fallecidos, pues estos no protestan. Además —la gente lee poco—, a los identitarios les resulta sencillo tomar la obra de un autor ya fallecido e interpretarla a conveniencia para su causa sin miedo a ser contestados por el autor.
Por aventurar una descripción: poco a poco, se va abriendo un espacio ciego en el que resisten las obras literarias críticas, un espacio ciego en el que caen las obras que no participan de la polarización, a favor o en contra, que propician las causas identitarias: el identitarismo, que es maniqueo y falaz, produce bandos, dos caras de la misma moneda. Finalmente, los acríticos colaboracionistas de la causa —no importa su valor literario, ni siquiera importa si tienen obra literaria o no—, le disputan el espacio público y la difusión a los escritores de valor literario crítico. Se empieza a valorar lo propio de la causa (el valor «la causa es buena”, “la causa no se toca”) por encima del valor crítico de las obras. Va tomando el poder lo acrítico (aquello que interrumpe la crítica, que interrumpe la razón, que deja de cuestionarse las cosas en cuanto se toca la causa, y, por tanto, aquello que es irracional), y va perdiendo poder lo crítico, que es lo racional. Pierde la razón —pierde la verdad— frente a la manipulación. Nos instalamos en la sinrazón.
En uno de sus artículos de 1938, Joseph Roth alerta sobre las consecuencias de la falsedad imperante: «El círculo de fascinación de la mentira, que los criminales levantan en torno a sus fechorías, paraliza la palabra y a los escritores, que están a su servicio” (…). “En nuestros días debe uno disculparse si escribe… Y sin embargo tiene que seguir escribiendo”. La mentira detiene la búsqueda de certezas, la búsqueda de verdad, por parte de todos y en especial por parte de aquellos que deben estar activos en su consecución. La mentira es un vacío que hace dique y produce la irracionalidad social. El exceso de falsedad de hoy ¿no paraliza a los escritores? ¿No se escribe hoy para ser consumidos, algo que bien puede hacerse pasando por alto la parálisis que tanta mentira debería producir a la palabra? ¿No publica incansable hoy el que es inconsciente, el que no se paraliza porque no atiende, porque no espera, porque no se agazapa hasta saber, porque solo se preocupa por procurarse el momento de mirase al espejo a ver si ha quedado guapo? Ante el horror del Tercer Reich, Roth tiene que seguir escribiendo. Es un ejercicio de resistencia inútil, por supuesto, pero indispensable: hay que preservar la lucidez, aunque solo sea un resquicio. Ante los horrores de hoy, las incertidumbres de hoy, las mentiras de hoy, los fraudes y simulacros de hoy, ¿cuántos escritores contamos que estén resistiendo, tratando de preservar la lucidez sobre un mundo que la asfixia?
«Fue una ingenuidad por parte de los filósofos del Tercer Reich prohibir a los librepensadores y a los masones y al mismo tiempo al Dios cristiano-judío”, dice Joseph Roth en 1934, y lo que me llama la atención es que, según sus palabras, al utópico (nazi) le estorban no solo las religiones, también la libertad. Por supuesto, la libertad es un obstáculo para las utopías. Los utópicos chocan con las religiones y con los librepensadores. Ambos les estorban. Y aparte, en otro orden, cuando victimismo utópico y religión pactan y pueden ir de la mano, dan nada menos que en el terrorismo, y entonces, la libertad misma es una excusa para la lucha, para el asesinato: un uso de la idea de libertad y de la libertad de pensamiento que nada tiene que ver con pensar libremente. Así el librepensador sigue chocando con la utopía política y las ideas sagradas, entonces en el mismo bando; y el librepensador solo, en la intemperie.
La literatura, con Cervantes, se desprendió de lo religioso, se hizo crítica. Sin embargo, ahora, se produce literatura en función de una causa. La literatura así deja de ser crítica y se vuelve programática. Deja de buscar la verdad de las cosas y se pliega a un programa. Además, muchas veces se están produciendo actos literarios en función de una causa. Es triste observar cómo para tanta gente la literatura es lo de menos, mera excusa para justificar sus propagandas, para legitimar sus creencias políticas, para servirse de los presupuestos públicos, para complacer a los correligionarios y adoctrinar a tutti cuanti. En muy pocos años hemos pasado, en un primer momento, de la preponderancia de una literatura crítica a la preponderancia de una literatura que ha pactado cada vez más con el mercado: la literatura que pacta con el mercado es un vacío crítico, los vacíos son un riesgo, y si son de crítica, más. Lo que está llegando después, en un segundo momento, es la literatura programática (ideologizada, dogmática, utópica, acrítica, irracional) de las causas de nuestro tiempo. Frente a la literatura de entretenimiento, de consumo, la literatura programática parece sólida, fuerte, robusta —además cuenta con una tribu que la consume—, y se impone. Del mercado, a través del pasadizo formado por los nichos de mercado, se llega rápido a las causas, convertidas estas en nichos de mercado.
Hoy son muchos y variados los identitarismos en marcha, y no pertenecen a una única vertiente política: están presentes en la derecha y en la izquierda, en la extrema izquierda y en la extrema derecha. El catalanismo secesionista es identitario, el animalismo es un movimiento identitario, Black Lives Matter también es un movimiento identitario, los terraplanistas son identitarios, hay un ecologismo anti calentamiento global que es identitario, el populismo de Trump es identitario, el feminismo dogmático es identitario, el movimiento trans es identitario, la extrema derecha española es identitaria, el bolivarianismo del chavismo es identitario, y, en Francia, ha surgido un movimiento identitario, populista de extrema derecha, que se autodenomina precisamente así: “identitarios”, “los identitarios”, y nacen para combatir la penetración del islam en Europa; por supuesto, los terroristas islamistas son identitarios también; las religiones son identitarias también.
Esa transversalidad de lo identitario fue clave durante los ascensos del comunismo, del fascismo y del nacionalsocialismo, que produjeron millones de víctimas en la primera mitad del siglo XX. Por otro lado, todos los identitarismos citados parten de una victimización culpógena (cristianismo). Además, son utópicos, y, por lo tanto, sus causas no se detienen nunca, siempre queda trabajo. La revolución comunista, la revolución fascista y la revolución nacionalsocialista no surgieron de la nada: se trataba de ideas que las sociedades habían ido barruntando a lo largo de siglos. Del mismo modo, podemos colegir que no se trata de ideas que eclosionaran y terminaran para siempre. Al contrario, laten con distinta intensidad en muchos de los identitarismos del presente y, previsiblemente, no sabemos cuándo ni cómo, volverán a resultar catastróficas.
Abrazar una causa es todo lo contrario que pensar libremente, críticamente. Algunos ven la causa como un estilete con el que abrir camino hacia la libertad, se ven como personas críticas con el sistema y como agentes liberadores. Abrazar una causa, sin embargo, supone aceptar dogmas y ser acríticos con todo lo que tiene que ver con la causa misma. La causa es alienadora, no liberadora. Y en la causa se interrumpe la crítica hacia lo propio de la causa, interrumpiéndose la razón. Esa interrupción de la razón cuando se trata de la causa propia es la puerta de entrada a la sinrazón. A medida que la causa va ganando espacio —simpatizantes, adeptos, militantes—, el mundo se vuelve irracional.
Demasiadas muestras del irracionalismo de nuestras creencias de hoy tenemos ya como para no habernos dado cuenta.
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