Se me ha ido la mano en el esperar. No sé por qué, el verano dispersa la cabeza y le resta peso, o lo que es lo mismo, la hace más liviana, si cabe. Llevo tiempo sin leer. Le preguntaré a mi personaje.
—Yo tampoco he leído mucho, creador.
—Veo que estás atento, respondes sin ser preguntado, personaje.
—Escucho tus pensamientos a veces. ¡Sólo a veces!
—Te dejo que me cuentes.
—Vale. Seré breve.
He leído las listas de libros que ha publicado todo el mundo sobre lo que hay que llevarse para leer en vacaciones. Incluso yo le hice una lista a un amigo cada día más querido, como debe ocurrir cada día con los amigos, si no para qué los tenemos, para qué estamos aquí esperando a ser abrazados, agasajados, aunque sea metafóricamente hablando, quiero decir, desde la distancia.
—¿Pero tú tienes amigos, personaje?
—Naturalmente. Sigo.
Empecé recomendándole libros de primera magnitud, de esos que son para siempre, sin importar la época del año. Me dijo que de “esos” ya había leído muchos, que quería entretenimiento, pero del bueno, “con intriga”. Entonces le recordé libros que yo no he leído, pero de cuyos autores me habían hablado bien o había leído buenas reseñas en periódicos y revistas, así como entrevistas y elogios dispersos y variados.
Tras mencionar clásicos como Cien años de soledad (perdón por decir que es de García Márquez) o por libros que pueden acabar siendo clásicos, como El jilguero (Donna Tartt) y Libertad (Jonathan Franzen) (he leído los tres, afortunadamente), inicié otra vía quizá menos densa. Le recomendé otro también leído, que es magnífico —como todo su autor—, Cualquier otro día, de Dennis Lehane. Después le hablé de los no leídos, de los elegidos por otros, pues los citados no le interesaron para este verano que, por cierto, ya está de capa caída, como todo lo que termina, o como una ola que vislumbra la orilla.
Aparte de recomendar una vez más Ordesa (Manuel Vilas), que tuve la suerte de leer en su momento, el libro o libros que con más a gusto recomendé sin conocerlos fue Trilogía berlinesa, del recientemente fallecido Philip Kerr, debido a que muy buenos lectores próximos me han hablado de él, además de que le guste y mucho a Jacinto Antón, que con eso basta.
—Al grano, personaje, que ya cansas.
—Qué duro eres, creador.
—Háblame del futuro, el pasado no sirve. ¿Te lo tengo que explicar de nuevo?
—Pero los clásicos sí sirven, creador.
—No me refiero a eso. Los clásicos son el futuro. Quiero decir que hablar de lecturas del verano ya no sirve.
—Eso sí. Estoy de acuerdo.
—Te hablaré de lo que me gustaría leer en otoño, de las interesantes novedades ya adelantadas por algún periódico.
—Te refieres a lo que te gustaría que yo leyera.
—Me temo que sí.
—Bueno, eso suena mejor.
Por supuesto, los nuevos cuentos, al menos en español, de Lucia Berlin, y dos correspondencias, una largamente esperada si por fin es la que debe ser, la de Franz Kafka, que tiene previsto Galaxia Gutenberg, y la de Henry Miller, que publicará Malpaso. No se aclaran en el agradecido artículo firmado por Andrés Seoane en El Cultural sus contenidos, si son las correspondencias completas o no. Estuve a punto de llamar al periodista, pero se me echó agosto encima. Me gustaría, en el caso de Kafka, que se tratara del cuarto y último volumen, hace tiempo esperado por mi creador, de las obras completas del checo universal que Galaxia Gutenberg inició en 1999 con el primer tomo (Novelas) de las mismas, y continuó con el segundo (Diarios) y el tercero (Narraciones y otros escritos), en 2000 y 2003, respectivamente. El cuarto tomo se anunciaba con el título genérico de Correspondencia. Humildemente, uno mira a su estantería de madera y estilo carpetovetónicos y ve sin sorpresa Cartas a Felice, en una cuidada edición de Nórdica Libros (829 páginas y traducción de Pablo Sorozábal) y Cartas a Milena, editada no sin cuidado, pero menos, por Alianza Editorial (381 páginas y traducción de Carmen Gauger). Dado que sólo entre las dos superan las 1.200 páginas, el tocho que nos espera, de ser la correspondencia completa, insisto, será considerable. No hay más remedio que frotarse las manos.
—No te creas que yo soy muy fan de las cartas, personaje.
—Yo sí, creador.
—Continúa.
—Continúo.
Tendré que dejar hueco para la citada correspondencia de Henry Miller, uno de los grandes olvidados desde hace tiempo en nuestro país, de no ser por la editorial Navona, que ha editado durante los últimos años sus inéditos, aunque no todos. De hecho, Malpaso publicará Quisiera ser un gran rodeo, correspondencia de Miller. Sólo con que se incluyan sus cartas con Lawrence Durrell, una joya editada por Edhasa en 1992 (casi 600 páginas, traducción de María Faidella), y las que Miller envió a Anaïs Nin (otras 500 páginas en la impagable Bruguera Libro Amigo de toda la vida, traducción de Ana Goldar), otro tocho se nos viene encima. Sabido es que Miller escribió decenas, por no decir miles de cartas más.
Nada será mejor, ahora que las cartas se han vuelto a poner de moda, precisamente cuando nadie se escribe cartas, salvo los cuatro románticos que van quedando siempre en cada movimiento de los gustos y las modas. Hay pocas cosas más hermosas que recibir, y leer, una carta sincera y comunicativa. Si además es entre escritores, las cartas pueden llegar a considerarse obras maestras, porque muchas cosas pueden ser una obra maestra, hasta un libro con una sola palabra, como nos enseñó magistralmente Giovanni Papini.
—Sí, pero me estás aburriendo sobremanera, personaje.
—Lo sé, yo también he dado una cabezadita, pero leer requiere un esfuerzo e interesarse por la lectura un doble esfuerzo.
—¿Has leído tan poco como yo este verano?
—Casi menos que tú, creador.
Por casualidad, también, he leído esa joyita que es El arte de la ficción, del perfeccionista James Salter, que al parecer, y según las recomendaciones que George Saunders proclama en su interior, “todo aspirante a escritor debería leer este libro”. Suscribo la opinión. ¡Pero no se animen a ser escritores! ¡Ya hay muchos! Lean, lean y compren, compren a los que ya existen.
Releí Galería de fantamas, del gran Juan Luis Panero. Lo leí en su momento, cuando la poesía parecía estar cargada de futuro y el futuro resulta que es ahora su crecimiento por Internet, aunque me temo que es un ensanchamiento en cantidad, no tanto en calidad. Algo es algo, habrá que decir. Y pienso en Leopoldo María y me pregunto si alguna vez merecerá la pena ser poeta.
—Siempre merece la pena ser poeta, personaje.
—Pero si tú no sabes lo que es ser poeta, creador.
—Ser poeta es hacer de la vida un cuento de hadas con final imposible.
—Podría valer como definición. Pero eso sirve para todo lo que acaba mal.
—O el amor al refugio de los derrotados.
—Podría valer, también.
—¿Qué más has leído?
—Poco más, sólo espero que los editores me regalen joyas como las ya citadas más arriba.
—Y yo espero que me tengas informado.
Una vez conversado con mi personaje, les diré que yo, personalmente, no “personajemente”, espero con verdadera intensidad el sexto y último volumen de la vida de Knausgård. Uno nunca sabe por qué las vidas de los contemporáneos son más atrayentes para su lectura que las maravillosas vidas de tantos clásicos. Dejémonos llevar, por una vez, por la apetencia.
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