Una historia olvidada
No suelo recordar mis sueños, pero conservo una imagen vívida de la escena. Estaba en Ávila —o en un sitio que mi subconsciente identificó con esa ciudad, en la que nunca he puesto en pie—, iba con más gente y un hombre que hacía las funciones de guía dijo: «En este lugar aparecieron los amantes de la canción de Víctor Manuel». No sé si fue eso lo que me despertó o si el sueño continuó por otros derroteros y mi memoria sólo acertó a retener el eco de esas palabras. La canción es una de las menos conocidas de las muchas que ha compuesto su autor, pero es una de mis preferidas por razones puramente vinculadas a ciertas vicisitudes biográficas: estaba en una de las casetes que me llevé a Salamanca cuando me instalé allí para estudiar la carrera —Internet estaba en pañales por entonces, nada sabíamos ni esperábamos saber de plataformas, íbamos de un lado para otro con los walkman y aquellas cintas que ocupaban espacio y se atascaban a veces hasta quedar inservibles— y, aunque la había escuchado con anterioridad alguna que otra vez, fue entonces cuando le presté atención. Andaba medio enamorado de una chica de mi clase a la que acompañé en alguna ocasión a su casa por las noches, y tanto el itinerario que seguíamos para llegar a su portal —había que pasar junto a un depósito de gas y atravesar una pasarela que discurría sobre las vías del tren— como ciertos rasgos que determinaban nuestra vida universitaria en la meseta castellana —el frío atroz de los inviernos, las horas de cierre de puertas en las residencias femeninas, los libros y los apuntes convertidos en un punto de apoyo no para mover el mundo, sino para sostener nuestras efusividades— encontraban su correlato en esos versos que se referían a una historia que ocurría en una ciudad vecina, pero que al fin y al cabo también podía ser la nuestra porque no había demasiados rasgos que las diferenciaran, salvo en lo referido a la muralla que en el caso abulense es santo y seña y en el salmantino se relega a la condición de mera anécdota. Durante mucho tiempo me pregunté por el significado de esa canción —o más bien por sus motivos—, y algo de aquel interrogante debió de quedar atascado en mi conciencia, porque emergió de pronto en pleno sueño hasta llegar a desvelarme o propiciar que, de todo lo que pude haber soñado en una noche, sólo consiguiera evocar en la vigilia el eco desmadejado de una frase. Le cuento todo esto en una versión muy abreviada al propio Víctor Manuel, ahora que lo acompaño al coche que lo conducirá a su hotel tras participar en la inauguración de la Semana Negra, y le pregunto lo que quise saber hace tiempo y vuelvo a querer averiguar ahora, después de ese sueño extraño. «Fue una de esas historias que encuentro a veces en los periódicos», me dice, «una pareja joven que se tiró a las vías del tren». No precisa más y tampoco yo pregunto, la canción tiene más de treinta años y probablemente hayan transcurrido algunos más desde el suceso. Trato de rastrear la historia en los ratos muertos, busco en Google referencias que no conducen a ningún sitio e introduzco en el buscador expresiones cada vez más pintorescas por si en una de éstas hay suerte, pero todo es en vano. Parece haber engullido el tiempo la historia de ese muchacho y esa muchacha que decidieron poner fin a sus días sin sospechar que una canción hablaría de ellos, que los calendarios borrarían sus vidas y sus nombres pero quedaría el eco de la desdicha que los terminó uniendo para siempre, igual que ha quedado en mi mente el eco de unas palabras pronunciadas en un sueño, ése que indujo una letra y una música hermosas que son los últimos reductos donde se conserva su recuerdo.
Siempre la misma
Dirigir un festival de literatura tiene efectos colaterales que a veces sólo se pueden calificar de pintorescos. Me viene Lorena Nosti, nuestra avezada jefa de prensa, a decirme que tenemos que subirnos los dos directores eméritos y yo a la noria con el fin de grabar un pequeño vídeo que amenizará los ratos muertos en la Carpa del Encuentro, y hacia allá nos vamos Paco Ignacio Taibo II, Ángel de la Calle y yo para rodar y rodar en ese artilugio gigantesco que desde hace un par de décadas se ha convertido en uno de los emblemas por antonomasia de la Semana Negra y en el que llevaba yo algunos años sin subirme. La misión propicia alguna que otra revelación inesperada: Paco confiesa que nunca antes se había encaramado a sus jaulas, pese a que estuvo al frente del cotarro durante un cuarto de siglo, y tampoco Ángel muestra excesiva confianza; de hecho, tratan de evitarlo —«¿no vale con que nos grabéis delante y luego montéis el vídeo de forma que parezca que nos hemos subido?»—, pero las órdenes de Lorena pesan mucho y mi insistencia termina por forzarlos. Es curioso que me inspirasen tanto pánico los aviones y sin embargo nunca me hayan generado terror estos cachivaches. No los frecuento demasiado —me había subido por última vez a una noria en Montreal, hace un par de años—, pero tampoco los rehúyo si se presenta la ocasión o alguien me plantea el reto. Nos acompañan en la modesta odisea el fotógrafo Pedro Timón, que se ocupará de inmortalizarnos en tal trance, y el todoterreno Óscar González, quien asume la tarea de filmarlo todo para elaborar el clip en tiempo récord, así que al final somos cinco personas encajonadas en un espacio ínfimo cuando el aparato echa a andar y comenzamos a girar en una órbita recurrente y vertical que tan pronto nos asoma a una perspectiva insólita sobre la ciudad como nos aboca a planear a ras de suelo. Paco cuenta que en las tierras latinoamericanas a estos artefactos no se los llama norias, sino ruedas de la fortuna, y que la primera que se instaló en el festival era la más alta de España y procedía de Almería, donde al parecer tenía su cuartel general el propietario. Imagino que con ésta de ahora pasará un poco lo mismo que le ocurrió al barco de Teseo, que al cabo del tiempo y tras tantos recambios como le pusieron no tenía nada ya que ver con la embarcación original, pero para la gente seguía siendo el mismo barco que desde antiguo permanecía amarrado en el puerto. Operaban en tal fenómeno dos factores, la identidad y la memoria, que salvaban el abismo abierto entre el barco completamente remozado y el que había sido en origen. También aplica esa identificación con esta noria, que a la vez es y no es la misma, y con la propia Semana Negra, tan dúctil y polisémica que puede ser a la vez una cosa y su contraria, que se va haciendo cada vez más diferente, que por eso no ha dejado de ser nunca la misma.
Fotografías
Coincido en días diferentes con dos fotógrafos que quieren convertirme en objeto de sus sesiones. Jeosm me hace madrugar porque quiere retratarme en mi casa, lo que me obliga a abandonar a primera hora el hotel donde pernocto en estos días, ir a buscarlo al suyo y pasar por el domicilio en el que llevo días sin entrar y donde una maleta abierta y aún a medio hacer me recuerda el trajín que me aguarda en los días que están por venir. Me pide que le muestre mi biblioteca, pero como la biblioteca ocupa todo el piso vamos habitación por habitación y me hace posar en los rincones más insospechados, unas veces con gesto distraído y otras mirando con decisión a su cámara. Como ya nos conocemos y no es la primera sesión que hacemos juntos, despachamos el asunto en aproximadamente media hora. Unos días más tarde es Alejandro Meter quien me lleva por el recinto de la Semana Negra para tomarme unos retratos en exteriores. Ha venido desde San Diego, donde imparte clases, y trae con él un arsenal de artilugios que despliega con tanta naturalidad como pericia en medio de las calles atestadas. Es el último día del festival, faltan apenas unas horas para que las luces se apaguen y se cierren las puertas y todo cuanto ahora mismo sucede vaya quedando relegado a los confines del recuerdo. Es, también, la tarde en que la selección española terminará ganando la final de la Eurocopa, pero a él le preocupa más el partido que, en nuestra madrugada, disputarán Argentina y Colombia para dirimir el resultado definitivo de la Copa de América. Ha empezado a declinar el sol y todo adquiere un color brumoso y ceniciento, hace un calor suave y matizado por una brisa fresca que aconseja no desabrigarse del todo y quizá en las fotos que me saca se termine filtrando esa suerte de melancolía anticipada por aquello que está a punto de extinguirse. Los posados nos llevan algo más de una hora y él, puede que temeroso de que me canse o me dé por enfadarme con tanto ir de aquí para allá, me promete con cada disparo que ése será el último. Le digo que no me importa, y es cierto, porque éstas instantáneas que él me toma no dejan de ser el testimonio de una despedida, del final de una etapa que se clausura y del comienzo de otra distinta, ésa que está por venir iluminada por el fulgor irrenunciable de lo desconocido.
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