Cuando los veía en los escaparates, en esas tiendas majestuosas (tan caras como apetecibles) de los museos, todo limpio, tan ordenado, al alcance de la mano, aún mareado por los cuadros de la exposición, aquí un pañuelo, allí un plato de cerámica, más allá lápices de diseño, paraguas que reproducen una merienda de Renoir, CDs, cuadernos de todos los tamaños imaginables —con y sin líneas—, sacapuntas y gomas de borrar… Decía que cuando veía esos relojes de Dalí, como sentados en el estante de una librería, ajenos al tiempo, siempre parados, olvidados por todos, tan alabados (“qué original era el tipo”) como marginados (“otro día, hoy no toca”) me parecían algo lejanos. No les veía próximos sino más bien como una ocurrencia; graciosa, pero sólo una feliz ocurrencia. Hoy quizá los haya «entendido».
Esos relojes surgieron un día como este, indeciso y lento. Nada se mueve, nada se oye. Estoy solo en el mundo. Se han ido hasta los pájaros. Ha habido un desastre nuclear y no me he enterado. No estoy seguro de si floto dentro de un sueño o dormito en el interior de un reloj parado, desmayado, de goma. Un reloj sin interior, apenas una carcasa, pura apariencia, solo las dos manecillas y los números. Este reloj nunca ha funcionado ni va a funcionar porque el tiempo no existe y yo estoy varado en la nada, en la niebla de una época que nadie conoce. Sí, como en el poema de Cernuda, “donde habite el olvido, / en los vastos jardines sin aurora; / donde yo sólo sea / memoria de una piedra sepultada entre ortigas / sobre la cual el viento escapa a sus insomnios”.
Esta mañana no tiene comienzo ni final. Esta mañana está ahogada en sí misma. Esta mañana es tan inútil como una palangana agujereada, desportillada, sin recuerdo de cuando fue algo, cuando contenía ciruelas frescas, recién lavadas, esos verdes azucarados sobre la nieve lisa y brillante, con el ribete azul que impedía que el agua se desbordara, aquella palangana encima de la mesa de hule de todos los días. Ahora la estoy viendo, lejos y cerca, en otra escena; sobre un mantel de hilo, nada solemne pero algo diferente, dando otro tono a ese paisaje interior.
Muy pequeña cosa era la palangana si se comparara con el bodegón del cuadro abombado que la está mirando desde la pared pintada de un azul casi añil un domingo de julio de hace muchos veranos, cuando aquellas palanganas casi rivalizaban con los fruteros de cristal (tan pesados, tan barrocos, algo soberbios, adueñándose de toda la estancia).
Sí. Hoy soy esa palangana agujereada por los perdigones que la atravesaron, juegos de muchachos con carabina, vamos a ver quién tiene mejor puntería. La colocaron en el hueco de un roble (qué iba a decir el roble, qué podría decir a esa hora) y no tuvieron piedad. Quién va a tener piedad de una palangana abandonada, semienterrada en la tierra, junto a trozos de ladrillo, al lado de tejas rotas de tejera, entre tierra de color teja.
A esa palangana hace años que nadie la hace caso, hace demasiado que no tiene voluntad. Esa palangana tiene aire de huérfana, de haber servido para acoger los corazones verticales de las vainas cuando a las vainas se las abría y surgían limpios, felices, unos granos de un verde clarísimo, para ser engarzados y lucir como collar en el cuello de una niña descalzada y asilvestrada, de esas de aldea, de las que se alimentan de zanahorias, moras y no entienden de horas sino de atardeceres, de sombras y de estaciones.
Esa niña que ríe como una niña sin un diente se colocaba esa pequeña palangana encima de la cabeza a modo de sombrero, a modo de casco de soldado y hacía que marchaba al frente, como los hombres del pueblo, con un palo que hacía de fusil, con su vestidito breve, los brazos morenos, los codos heridos y el pelo revuelto, pecas pelirrojas salpicándole la cara de sarampión, uno, dos, tres, cuatro, la mirada al frente, el sol estallando en la palangana aún sin acribillar.
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