Fotografía de portada: Miki Naranja.
Abro mis redes sociales. Es verano, el calor es pegajoso y el carrusel de imágenes y contenido me espabila lo suficiente como para no quedarme dormida. Veo un nombre que se repite en algunas cuentas que sigo, aparentemente sin conexión previa. Todos lo mencionan con un cariño que a veces falta en Internet. Se llama Miki Naranja. Voy a su perfil y leo: «Hacedor de poemas en grado de tentativa». En su tablón se suceden fotos en el hospital, fotos familiares y fotos de poemas que conozco y me fascinan, como ese de García Márquez en el que contrapone la novela y la poesía. Me convence. Creo que se puede conocer más a un poeta por lo que lee que por lo que escribe.
Efectivamente. Paso los días siguientes leyendo sobre él, intuyendo su poesía, tratando de adivinar qué ha venido a contarnos. No lo conozco, pero me transmite una calma absoluta. Sé que sabe que el lugar del que uno se va cuando empieza a escribir un poema puede ser radicalmente distinto cuando vuelva, y precisamente por eso corre el riesgo.
Escucho uno de sus poemas en un podcast, una suerte de haiku que le dedica a su hijo en un intento de no cortarle las alas: «No lo olvides, hijo: / tu avión de papel tiene más de avión / que de papel». Me quedo pensando en la exactitud de su mensaje mientras conduzco por la M-30 y el paisaje se amplía, igual que se amplía el futuro cuando pienso en él.
Miki —Miguel Ángel Herranz— tiene cuatro libros publicados: Palabras de perdiz, Lírica de lo cotidiano, Érase una pez y Aquí estuvo Kilroy. Es poeta y funcionario de prisiones, pero solo está de baja de lo último. Entiende lo poético como un rasgo más de la personalidad. En sus poemas habla de lo mundano, imprimiéndole una luz propia. Su voz rezuma tristeza, pero como algo asumido y en ningún modo provocado. Lee a Carver, a Iribarren, a Szymborska, a Sevilla. Está enamorado y lo pregona entre poemas y haces de luz. Es padre y lo muestra con el orgullo del que sabe que los mejores milagros a veces son los más sencillos. Cuenta su periplo actual por el hospital con la misma serenidad con la que recomienda un libro. Su neuróloga, cuenta, le ha dicho que escribir es bueno para él —aunque eso ya lo sabe— y que compartir su experiencia con la enfermedad puede ayudar a los demás. Es posible que su vulnerabilidad sea una de las cosas más humanas que he presenciado en los últimos tiempos.
Escribe: Tuve una hija que murió pronto; / tanto, de hecho, / que no llegó a ver la luz. / De vez en cuando le hablo, / y le pregunto: / del tiempo, del clima, o dónde / dejé tal o cual cosa. / Y Luz, que así se llama, / —ironías del azar— / me responde a su manera: / en silencio. Un silencio firme / que, por instante apenas, / lo ilumina todo.
Como su poesía: un destello que nos permite ver la oscuridad sin asustarnos.
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