Una de las frases que creo recordar de Ana María Matute —y digo «creo» porque no hay nada tan voluble como las memorias atribuidas a otros— es esa que afirma que “a veces la infancia es más larga que la vida”. Y quizá, en literatura, sea así, en muchas ocasiones. Podemos hablar de la niñez con nostalgia o rencor, reinventamos la propia y la ajena a través de múltiples relatos, y algunos nos atrevemos a asegurar que nunca la abandonamos del todo. Sin embargo, ¿qué ocurre con la adolescencia? Acaso sea un periodo larvario, limbo vital, en el que ya no tenemos excusa para seguir siendo tan solo unos niños, aunque nos falte tanto —a lo mejor toda una vida— para poder ser considerados adultos.
Si la adolescencia puede ser un embrollo de deseos, miedos y aventuras, María Zaragoza se inspira en este paisaje emocional para ofrecer un catálogo de extrañeza y fantasía, en el que podemos reconocer elementos claves como la necesidad de pertenecer a un grupo —aunque sea echando a volar como una monja rubicunda o solidarizándose con tu compañera de clase a través de embarazos múltiples y cefalópodos—, los traumas y pasiones que pueden marcar toda una vida —desapariciones en un verano infernal, flechazos monstruosos— y los conflictos con el cuerpo y la identidad que se viven con una intensidad sobrenatural. Para relatar este no-lugar de la adolescencia, María utiliza lo insólito: superpoderes singulares, unicornios que marcan la pérdida de la inocencia o metamorfosis que se anuncian en esa cita de las Metamorfosis de Ovidio que nos da la bienvenida desde la primera página. Y es que el libro muta las transformaciones propias de la adolescencia para convertir niñas en hermanas-lechuza o amigas en fantasmas que te acompañan siempre. Recursos que son un revulsivo para hablar de los complejos, de cómo nos transformamos en lo que no queremos o de cómo podemos desaparecer a causa de problemas tan reales como la bulimia o la anorexia. Todo en un catálogo de filias cinematográficas musicales, literarias, que pueden reconocerse en cada una de las historias, que además se presentan con la mejor compañía: las ilustraciones rojinegras de Ana María Alcañiz Lizcano, un juego entre artistas que disfrutamos los lectores.
Con un estilo fresco como el de las aventuras adolescentes que protagonizan los relatos, a la vez que cuidado e imaginativo —una frase hecha como cosemos novias puede ser también el origen de la inspiración— se hilan cuentos que guardan tesoros como esa frase de Matute con la que se encabezaba este texto. Muchos de los relatos poseen, además, un toque de ironía que, junto a lo fantástico, acaso sea la única forma de comprender algo tan incomprensible como la vida misma. Y de la misma forma que los muertos del cuento titulado «Treinta ovejas manchegas a ritmo de merengue» disfrutan de segundas oportunidades, este libro nos ofrece una segunda oportunidad para disfrutar de la adolescencia, que a lo mejor ya habíamos olvidado —y una tercera y una cuarta, pues ahí está la generosidad de los buenos relatos, que puedes volver a leerlos tantas veces como sea necesario para disfrutar siempre de algún nuevo detalle—. Para rememorar una época de transición, extraña y apasionante, que María Zaragoza retrata en estas historias con un toque de terror, sí, pero también de humor. Y es que, acabando con la tercera frase que María escoge al inicio del libro, “a veces jode ser feliz a pesar de todo”, y este libro nos lo demuestra. Los no-lugares o lugares-larva a los que María Zaragoza ofrece un espacio propio, reinventado y único, plagado de tentáculos, unicornios y superpoderes que nos ayudan a comprender un poco mejor ese tránsito que no se acaba nunca hacia la edad adulta.
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Autora: María Zaragoza. Título: El infierno es una chica adolescente. Editorial: Minotauro. Venta: Todos tus libros.
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