Explicar lo escrito
Como acaba de publicarse un libro que recoge las entradas de este dietario escritas entre septiembre de 2020 y diciembre de 2021 —es decir, las correspondientes a sus dieciséis primeros meses de andadura—, me he visto en la obligación de remontarme hasta el instante de su nacimiento y ofrecer explicaciones acerca de su origen o pertinencia y hasta de su continuidad, con el fin de explicarlas o explicarme y animar a los posibles lectores a que acudan a las librerías a hacerse con esas páginas que no dejan de ser una especie de novela narrada en presente continuo sin otro propósito —mentiría si dijese otra cosa— que el de dejar cumplida fe de esos asuntos que a menudo quedan arrollados por lo urgente y que son, con frecuencia, los que terminan por aportar una cierta coherencia al paso de los días. No es una sensación nueva: cada nuevo libro obliga a encontrar explicaciones que confieran un sentido a lo escrito y, por más que deba ser lo escrito lo que hable por sí solo, el ejercicio no viene mal porque a menudo es esa necesidad de ofrecer pautas lo que facilita que uno comprenda o crea comprender los porqués de la tarea que le mantuvo ocupado durante semanas o meses o años; es, por así decir, el momento en que uno abandona la arboleda y sube hasta una colina desde cuya cumbre echa la vista atrás para contemplar el bosque que ha estado desbrozando. Creo que fue Salvatore Quasimodo quien dictaminó que todo escritor escribe a lo largo de su vida un único libro cuyo título es Vita di un uomo, y no le falta razón porque, al cabo, no hay mejor autobiografía que la que deja tras de sí el poso de todo cuanto uno ha ido pergeñando mientras dura su tiempo en este mundo —«envejecer, morir, es el único argumento», dictaminó con elocuencia y sabiduría Gil de Biedma—. Tampoco iba desencaminado Stendhal cuando definió la novela como un espejo paseado a lo largo del camino, porque no dejan de arrojar las páginas a las que ponemos nuestra rúbrica un espejo de lo que somos, o como mínimo de quienes estábamos siendo mientras las escribíamos. Al releer superficialmente esas Notas al margen que fueron pergeñándose en primerísima persona del singular hace tres o cuatro años he ido siguiendo las migas que desperdigué por los caminos que recorría entonces, y he podido contemplar no tanto mi reflejo como el de la persona que era entonces, con sus alegrías y sus preocupaciones y sus certezas y sus dudas, y al hablar de ellas he tenido que meterme en mi propia piel pasada para dar cuenta de las razones que me llevaron a iniciarlas, refiriéndome en pasado a algo que es aún presente —estas líneas son la prueba— y que posiblemente lo sea aún durante un periodo no sé si largo o corto, pero suficiente en cualquier caso para concederle ciertas perspectivas de futuro. Quizá sean estas entradas lo más vita di un uomo que he acertado a enhebrar desde que me tomé en serio la escritura, el espejo que más conscientemente he paseado a lo largo del camino, para verme y recordarle; para intentar, quizá ingenuamente, que al final no se lo termine llevando todo el viento.
En la Colina de los Chopos
A este lugar se refirió Juan Ramón Jiménez como la Colina de los Chopos, y viene esa denominación a la mente cuando uno llega a él y contempla que, pese a los cambios que han venido operando en el siglo largo que ha transcurrido desde su fundación, algo de lo que fue en aquella época continúa vivo en el bullicio de la ciudad moderna. Cuando se fundó la Residencia de Estudiantes, esta parte de Madrid aún no estaba urbanizada y todo lo de alrededor era campo, como quien dice. Hoy los venerables edificios que tanto talento acogieron se levantan en lo que ya es pleno centro, pero las arboledas que rodean su contorno occidental y la quietud del complejo de edificios institucionales que se levanta al este les permite preservar intacta su condición de oasis propicio a la reflexión y el recogimiento. Parece mentira que la Castellana esté aquí al lado y que, sin embargo, no se advierta el rumor del tráfico incesante ni tenga uno la impresión de hallarse en el meollo de una capital que parece cada vez menos propensa a lo humano. «Qué especial es ese sitio para nosotros», me dijo Lorenzo cuando le comenté que pernoctaría aquí, arrullado por fantasmagorías amistosas que provienen de una de las mejores ideas que tuvo nunca España de sí misma. He salido del metro en Gregorio Marañón y he ascendido lentamente la suave cuesta de lo que antiguamente se llamó Altos del Hipódromo o Cerros del Viento y hoy sólo se conoce ya con los nombres de las calles que surcan lo que entonces era una ladera sin apenas desbrozar. He atravesado la barrera que protege el perímetro y he avanzado por el jardín desde el que comienza a divisarse uno de los dos pabellones gemelos y he buscado luego cobijo bajo las sombras que convierten este paraje mínimo en un vergel inesperado en pleno bochorno veraniego. Me asomo a una ventana que da a una habitación dispuesta igual que estaban las que ocuparon Luis Buñuel o Federico García Lorca, y me detengo a observar en un rincón el busto que representa a Alberto Jiménez Fraud, que dirigió esta casa en su mejor época y fue a dar con sus huesos en el exilio. Se respira paz y primavera, ahora que está a punto de entrar el verano, y ninguna de las personas con las que me cruzo parecen atenazadas por las prisas propias de la gran ciudad. La cúpula del Museo de Ciencias Naturales recorta su silueta sobre el cielo y de una cancha de baloncesto cercana llega una algarabía juvenil que es presagio de las vacaciones inminentes. A mi habitación se accede después de cruzar un pasillo subterráneo en el que varias mesas de billar se mantienen a la espera de que aparezcan jugadores y un tablero de ajedrez invita al recién llegado a proseguir una partida intermitente. Desde la ventana se observa una panorámica parcial del jardín por el que he caminado unos minutos antes, los tejados de Madrid asomándose a lo lejos y el Pirulí emergiendo aún más al fondo. «No es ninguna fonda», escribió Lorca a sus padres en una carta en la que les contaba de su estancia en estos predios. En no pocas ocasiones los hechos quedan determinados por los lugares en los que suceden, y recorriendo en silencio las dependencias de la Residencia uno cree encontrar las respuestas a algún que otro porqué, y se congratula de que, haciendo caso a aquel famoso verso, no todo se lo haya tragado aún la tierra.
Fantasmagorías bonaerenses
Las historias deciden su propia extensión y se resisten a admitir lindes más estrechas de las que requiere su naturaleza. Antonio Muñoz Molina escribió Carlota Fainberg por encargo de Juan Cruz, que le pidió un relato por entregas para publicar en El País, con la única condición de que estuviese siquiera vagamente inspirado por La isla del tesoro, y esa primera versión apareció en un libro colectivo que publicó Alfaguara en el que un grupo de autores presentaban relatos inducidos por la lectura de la gloriosa novela de Stevenson. El cuento se convirtió en nouvelle cuando Muñoz Molina lo corrigió y la amplió para una nueva edición independiente, otra vez en Alfaguara, y volvió a ensanchar sus límites hasta alcanzar su dimensión definitiva cuando, unos años después, volvió a las librerías bajo el sello de Seix Barral. Esta misma editorial recupera ahora esta última versión de la que es una de las piezas importantes de su autor, por más que acostumbre a verse relegada en beneficio de las novelas de aliento largo, y sin duda la primera en la que demostró su talento a la hora de recorrer distancias medias. Abrigada no tanto por el mencionado referente de Stevenson como por el soneto que Jorge Luis Borges dedicó a uno de sus personajes, el temible bucanero ciego Pew, la trama de Carlota Fainberg se estructura en dos bloques que oponen una Buenos Aires relatada a otra vivida y excava pasadizos fantasmagóricos que conducen de una a otra a través de la figura enigmática de cuyo nombre toma su título. La habré leído tres o cuatro veces a lo largo de mi vida y no he dejado de disfrutarla en cada una de ellas, porque la mera anécdota que propicia la acción oficia de coartada para divagación en torno a asuntos esenciales —la pervivencia del pasado en el presente, y la de la realidad en la ficción, o viceversa— y la prematura toma de conciencia respecto a otras cuestiones, como la corrección política o la progresiva invasión de los anglicismos, que en el momento en que se escribió sonaban como algo lejano y que hoy están absolutamente incorporadas a nuestro día a día. Vuelvo ahora a leer Carlota Fainberg con una fascinación muy similar a la que experimenté la primera vez que la tuve entre mis manos, y al reencontrarme con sus protagonistas y al recorrer otra vez los pasillos polvorientos de aquel hotel medio abandonado de Buenos Aires siento algo parecido a esa felicidad que embarga a uno cuando sabe que está de nuevo en casa.
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