Mi llegada a Elche de la Sierra coincidió con la muerte de Franco, cuando yo tenía 9 años. Por entonces cobijaba unos 5000 habitantes. Parecía una población anodina, de las que invitan a pasar de largo sin dedicarle un ápice de interés. Solo atrae su iglesia neoclásica, una joya del XVIII construida según los cánones jesuitas. Su imponente mole, con un cimborrio en ladrillo que sustenta cúpula octogonal, y sus dos torres, aureoladas de pizarra, cautivan al viajero. Poco más parece retener al no avisado.
A Elche de la Sierra le debo una infancia plena, con la hospitalidad de vecinos como Manolo y Josefa, su alma y su despensa siempre abiertas: improvisaban unas migas con caldo valiente los días de lluvia y nos invitaban. Al llegar las vísperas de Santa Lucía o San Antón, en lo más crudo del invierno, nos mandaban a la zagalería a coger romero por los montes, una aventura apasionante, para prender la hoguera en la que todo el vecindario organizaba un chusmarro. Cada familia aportaba una tira de guarreta, choricete, salchicheta o una miaja de forro, que compartíamos al amor de una bota o un porrón de vino, bajo los centenarios plátanos que bebían de la Balsa del Pilar.
Jamás olvidaré el año, uno de los primeros, en el que mi madre y las vecinas invitaron a sumarse a la fogata a un vagabundo, que se guarnecía de la intemperie bajo un plátano cercano. No pararon de servirle tajadas, mientras los hombres le pasaban el porrón. Los críos lo mirábamos con cierta prevención: sus greñas y desaliño nos impactaban. Mi madre le pidió sus ropas para lavarlas y remendarlas. Se las devolvió limpias y planchadas, añadiendo alguna prenda que mi padre ya no usaba. Manolo le ofreció dormir bajo techado. Cuando se marchó, Josefa, su cuñada Aurora y mi madre le llenaron un zurrón con viandas.
En octubre de 1990 los dioses hicieron realidad el sueño por el que venía luchando: tras haber aprobado la oposición en julio, comenzaba a ser profesor de latín. Hube de hacerlo en Galicia. Durante un trienio dos poblaciones en A Mariña lucense, Viveiro y Burela, se convirtieron en mis Ítacas. A ellas, aparte del descubrimiento de Cunqueiro, Fernández Flores, Rosalía y Torrente Ballester, les adeudo la amistad de Cari, Arturo, Mila, Bea, Eduardo, Antonio y Laura, que 30 años después es sólida como las raíces de aquellas castiñeiras testigos de nuestras andanzas. Una de mis amigas de Burela, Eva, profesora de gallego, oriunda de una aldea que cabalga el Eo, un pie en Asturias, el otro en Galicia, me contó una anécdota familiar que removió mis entrañas. Era de una familia muy numerosa —no recuerdo si de 7 o 9—, de gente de aldea, que salían adelante trabajando sus escasas tierras y cuidando el ganado. A pesar de sus penurias, en la mesa se sentaba todo trotamundo que pidiera cobijo. Un día uno de los hermanos torció el gesto y protestó por el desaseo del huésped. La matrona lo acalló de un bofetón y lo obligó a disculparse ante el indigente y a pasarle su comida.
La naturalidad y filantropía con la que mi progenitora, sus vecinas y la madre de Eva, mujeres sin estudios o solo con los más elementales, trataron a aquellos hombres, devolviéndoles su humanidad y dignidad, me remontan a lo que desde Homero los griegos consideraban sagrado: la filoxenía, el amor al extranjero, al huésped. Bajo su apariencia, aun la más mugrienta, puede esconderse un dios.
La hospitalidad está consagrada a Zeus Xenio. Atentar contra ella es un acto de barbarie, como lo demuestra el cíclope Polifemo burlándose de Odiseo y de sus compañeros, devorando a algunos de ellos, hasta que los dioses castigan su hybris, su desmesura, haciendo que el rey de Ítaca lo ciegue. Ovidio canta en las Metamorfosis que Júpiter y su hijo Mercurio, vestidos con harapos, bajaron a una ciudad a poner a prueba a los mortales sobre si cumplían con los divinos preceptos de acoger al forastero. En todas las casas fueron rechazados, a excepción de en la de dos ancianos, casi tan miserables como los supuestos pordioseros, que los agasajaron y les dieron sus mejores viandas, cediéndoles hasta su lecho. La ciudad fue arrasada por la cólera del amontonador de nubes, después de poner a salvo a la pareja. Sin haber leído jamás a Homero ni a Ovidio, mis mayores fueron dignos de lo que en sus obras quisieron transmitir.
Lo que aprendí de Manolo y de Josefa, en cuyos ojos se mira el cielo, solo lo valoré con el paso de los años. Manolo trabajaba de jornalero. En septiembre se iba con alguno de sus hijos a Francia a la vendimia. A la fresca, después de que mi madre y Josefa rociaran la puerta con unos calderos de agua, sacábamos las mecedoras a la calle. Les encantaba poner un cassette con cintas de Manolo Escobar y otros grandes de la copla. Cuando escuchaban El emigrante, de Juanito Valderrama, a doña Concha Piquer entonando En tierra extraña o a Escobar con Que viva España, se les humedecían los ojos. “No saben ustedes lo que se echa de menos tu patria cuando se está lejos. Estás tan contento en el extranjero porque estás ganando el salario pa poder pasar el invierno sin apreturas, pero te llega un paquete con salchichones o dulces del pueblo o escuchas una canción que hable de España y te entra una llorera, un sentir… Hemos acabao llorando tós los de la casa, tíos recios como el esparto, na más oír por la radio a Estrellita Castro cantando Suspiros de España”.
Por ellos me hice adicto a la copla, tanto a la clásica como a las recreaciones que artistas contemporáneos hacen de la misma. Cuando escucho a algún cooltureta despreciar este género por casposo, obsoleto o franquista, aparte de mentar a los muertos del estreñido intelectual por estirado e ignorante, recuerdo la devoción con la que mis vecinos escuchaban a Antonio Molina, Juanito Valderrama o Juanita Reina. Rememoro a Manolo sirviéndonos del lebrillo un vaso de la exquisita paloma que preparaban con anisete seco, limón, azúcar y agua bien fresqueta, cantando Yo soy minero con Molina. ¿Quiénes son esos cooltos, urbanitas pijoprogres o pijofachas —que haberlos haylos de los dos, a espuertas— para criticar lo que les iluminó la vida a quienes se deslomaban en campos y obras, fuera y dentro de España, para dejarnos una sociedad mejor, que esos mismos estirados están arrasando con su chabacanería y superficialidad materialista y mediocre?
La formación que mi Maestro —y padre en horas libres— me había proporcionado en Peñarrubia, de la que yo, inseguro y cenizo a tiempo completo, dudaba por venir de una aldea, me colocó en una posición más que suficiente para abrirme camino durante cuatro años en las clases públicas de las Escuelas. Los cimientos que aquellos maestros rurales, serios, paladines contra la ignorancia en un momento en el que muchas de las familias de sus pupilos eran analfabetas, cimentaron el edificio en el que construí mi carrera académica, con unos cimientos cuya solidez solo pude constatar al verme obligado a abandonar el pueblo para abrirme camino en la vida universitaria. Supieron cultivar mi amor por la lengua, las ciencias naturales y la historia, disculpar mi inutilidad para las matemáticas y el dibujo tras haber hecho todo lo humanamente posible para asimilarlas —loada sea doña María Luisa por ello— y dejar volar mi imaginación.
Elche de la Sierra me ofrendó el don de la amistad, personificada al principio en Sagredo, compañero del alma desde 4º de EGB. Poco necesitábamos para ser felices: un paseo a la huerta de su abuelo en el Estrecho de los Huertos, intentando identificar los pájaros que nos salían al paso; excursiones al castillo de los moros, al de Vicorto o a algún cerro de Villares, emulando el programa Misión rescate, con el sueño de descubrir alguna moneda, espada o, incluso, escultura completa que nos hiciera salir entrevistados en él.
Al sur, arroyo abajo, camino del río, a la altura de Villares, una peña colosal abraza el conjunto: la Peña de San Blas. Vista de perfil tiene la apariencia de un venerable anciano barbado. Frente a ella, en una explanada, se hallan dos tumbas antropomorfas excavadas en la roca. La tradición señala una de ellas como la de Amilkar Barca, caudillo cartaginés, padre de Aníbal, uno de los mejores estrategas de la antigüedad. Las escasas fuentes conservadas mantenían que Amilkar murió ahogado al cruzar un río, combatiendo contra el régulo oretano Orisón, que usó unos toros con antorchas en los cuernos para engañar a su rival y liberar la población de Helike, a la que aquél asediaba. La mayoría de los historiadores de por entonces defendían que esa Helike se trataría de la Elche famosa, por ser hallada allí la Dama. Pero las gentes del pueblo argumentaban que el río que atraviesa Elche, el Vinalopó, apenas tiene caudal como para que alguien se ahogue en él, indiferentes a que los cursos de las aguas cambian inexorables con los años. Los más acérrimos pontificaban que la tradición existente en toda la sierra de correr los toros por las calles en fiestas arrancaba precisamente del engaño de Orisón. Sagredo y yo soñábamos con descubrir alguna lápida que confirmara que alguno de los yacimientos que circundaban el pueblo era la legendaria Helike, con lo que demostraríamos que una de esas dos tumbas era la de Amilkar. Curiosamente, la última historiografía comienza a defender que esa Helike podría haber estado en los alrededores de Villares o, incluso, en la peña de Peñarrubia. En ambos lugares, sin excavar de manera científica y muy expoliados, hay vestigios iberos de cierta entidad y, sobre todo, el Elche que está en Alicante está muy lejos del territorio oretano, al que pertenecía el caudillo que causó la muerte del Barca.
Con Sagredo y los juegos en los que participábamos con otros colegas —a mí me llamaban Algarrobo en el que fingíamos ser la banda de Curro Jiménez—, las partidas que echábamos en los recreativos del Magao, Emilio o el Charrasco, los gusanitos comprados a la Pertola o en el kiosco, las idas al cine de las monjas o al París los fines de semana, no necesitaba más.
Pero pronto descubrí que una población que me parecía tan bucólica, cuyo aspecto, al cruzar el Collado de Hellín, era el de un belén, según nuestros maestros, en tanta belleza ocultaba un poso de putrefacción. El segundo perro de caza que tuvimos era Chico, un pachón con las narices partidas, tremendamente feo, pero listo y zalamero como él solo. Se convirtió en mi compañero inseparable. Dormía en un corral que nos prestaron Manolo y Josefa. A pesar de su fealdad era un galán impenitente: en cuanto venteaba a alguna perra en celo se las ingeniaba para escaparse y cubrirla. Decían que había dejado el pueblo cuajado de hijos suyos. Cuando mi padre se percataba de su fuga, recorría los sitios silbando y el golfante acudía. Una vez Chico no dio señales. Pasados unos días uno de sus alumnos informó a mi progenitor de que había encontrado al perro ahorcado de un almendro.
Mi padre era un maestro estricto cuando había de serlo. Eso no lo hacía muy popular entre ciertos alumnos. Como no podían meterse con él, la emprendían con mi hermana y conmigo. Nos llevaban machacados con burlas e insultos. Me motejaban el Lelo o el Memo. No pasaban más allá. Aun así, todas las tardes, al terminar la merienda, buscaba refugio en la biblioteca municipal, tan destartalada como el antiguo cuartel de la Guardia Civil que la cobijaba. Allí no iban mis acosadores. Además, estaba llena de tesoros: ejemplares de TBO, Los Cinco, Salgari y su Sandokán, Verne y sus aventuras fabulosas… Los malos no entraban allí y, si lo hacían, Sandokán y sus tigres de Mompracem, George y su Tim acudirían en mi rescate.
Una tarde de viernes, cuando regresaba con mi botín de lecturas, cinco o seis zagalones me cerraron el paso. Para mi desolación, entre ellos había varios compañeros de clase. Me iban a zurrar la badana por ser hijo de quien era. Chico se colocó a mi lado, mientras yo protegía los libros con un brazo —estaba más preocupado de si aquellos brutos rompían alguno y me hacían pagarlo a mí que de los palos que me iban a caer— y con el otro intentaba hacer un remedo de gancho, patético. Cuando se me venían encima, de la nada, como una exhalación, apareció un adolescente mayor que nosotros. Era el hermano de uno de mis acosadores: un gitano con fama de pendenciero, que dejó la escuela para ayudar a su padre recogiendo las basuras en un carro tirado por una mula. Guardaba buena memoria de cómo mi padre se portó con él. Comenzó a pegarles puñetazos y patadas a mis agresores, empezando por su hermano, berreando que al hijo de don Arístides no lo tocaba ni Dios. Ahí acabaron mis problemas. En cuanto se corrió la noticia nadie osó volver a acosarme. Anonadado por la situación, fui incapaz de agradecerle su gesta. De mi estupefacción me sacó Chico con sus lametones cuando mi salvador ya había desaparecido.
Llevo 30 años en la arena de los institutos públicos. Una de las cosas que no tolero es el acoso. Mi hermana, mejor armada psicológicamente, y yo lo sufrimos por ser hijos del maestro y diferentes. Nunca dije nada en casa. La amistad de Sagredo, Emilio José o Francis, con quien compartía juegos y sueños, la mirada siempre devota de Chico me sirvieron de escudo frente a la crueldad de algunos. Muchos de mis pupilos no cuentan con esas armas. No tienen un Chico que vea en ellos a un dios y les diga «tú vales millones de veces más que esos mierdas que te humillan», lamiendo sus lágrimas con su rasposa lengua. Por eso, aunque por desgracia no podemos llegar a todos, intento mantenerme en guardia.
Por las tardes acudía a la iglesia en donde ayudaba como monaguillo, a las órdenes de Rodrigo el Sastre, que ejercía de sacristán, por ser un año o dos mayor que el resto. Contaba que su abuelo aseguraba que la iglesia se comenzó de arriba a abajo, empezando por el vértice de las torres y poniendo los bloques colosales que conformaban el edificio según iban cavando: en aquellos tiempos no había, insistía, grúas capaces de levantar unos sillares tan pesados a la altura que alcanzaban las torres, el cimborrio y la cúpula. Tanta convicción ponía en ello que casi me convenció, hasta que lo dije en casa y mi padre se carcajeó de mi candidez.
Frente a donde vivíamos entonces se halla el Colegio de las Monjas, una institución de enseñanza concertada a la que fueron enviados mis compañeros de Peñarrubia cuando nos cerraron la escuela, porque allí tenían residencia. El patio estaba presidido por la Carrasca, una encina a la que se le calculaban 900 años. Bajo ella se cobijaron generaciones de elcheños que acudían a rendir tributo a uno de los árboles más venerables de la región. La chiquillería jugaba a su sombra compitiendo con los pájaros que en ella anidaban, en una algarabía de chillidos y trinos. Tardes enteras las he pasado oteando desde mi ventana la vida que amamantaba la Carrasca o el centenario plátano, inmediato a la Balsa, bajo el cual se cortejaban las parejas cuando la noche descorría su velo de estrellas. Hace cosa de un lustro la Carrasca, que venía avisando de que no gozaba de buena salud, se secó definitivamente. Fue saneada y solo dejaron su enorme tocón, con cuatro troncos madre. Desuela ver la ruina de un coloso que amparó durante siglos los sueños de los elcheños. Mi amigo Rodrigo García Rodríguez, Goli, uno de los pocos compañeros que apostó por quedarse en el pueblo y no emprender la diáspora que emprendimos la mayoría, es un defensor de las tradiciones de la sierra y de la provincia de Albacete. El oficio de maestro navajero o cuchillero tenía hondas raíces. Junto con su hermano Miguel y mi amigo Ernesto se formaron con uno de los pocos que aún enseña el arte. Dedican sus tardes a hacer de manera menestral navajas o cuchillos con mango de madera, asta de toro, ciervo o muflón. A mis hijos y a mí nos hizo unas navajas con el cabo de madera de la carrasca, que los tres veneramos como la reliquia que es, acariciando sus vetas centenarias.
Mi padre se percató de que algunas de sus pupilas, que debían acudir en el autobús escolar desde Vicorto, una aldea a la vera del camino al río, no lo hacían porque sus familias no tenían para costear el billete. Venían a las escuelas corriendo los 4 kms cuesta arriba que las separaba de las aulas. Algunas llegaban incluso antes que el autobús, habiendo salido de manera simultánea. El autocar se detenía en Villares a recoger más viajeros. Esto lo hacían cuatro veces al día, dos de subida y dos de bajada. Asombrado por esto, mi progenitor en primer lugar removió despachos para buscarles una beca de transporte, pero se convenció de que debía hacer algo para encauzar las cualidades atléticas de sus zagalas. En la UNED de Alcalá de Henares se formó como especialista en Educación Física en sus ratos libres, y con estos conocimientos se volcó en entrenar a sus atletas en las pruebas de campo a través. Participaron en varios campeonatos escolares provinciales. Ganaron dos y se clasificaron para representar a Albacete a nivel nacional, una vez en Cáceres y otra en Almería. Cuando regreso al pueblo y alguna mujer de mi quinta o un poco más joven me reconoce, se me acerca a hablarme de lo que supusieron para ellas, en el pozo de los primeros 80, estas competiciones y estos viajes. Para algunas fue la primera —y la única vez— que viajaron tan lejos.
Coincidiendo con las fiestas de San Blas, las menores, donde también hay un encierro con toros, se corre una afamada prueba de atletismo de considerable dureza, a la que acuden corredores de todos los contornos: la Vuelta a la Peña de San Blas. A mis hijos, que son conscientes de que su abuelo ha emprendido en la nave del alzheimer la travesía que lo alejará de su discernimiento, les gusta creer que fue su antecesor el que sembró hace 40 años una semilla de las que, junto a otras, acabaría germinando esta competición.
A principios de 8º de EGB una tragedia sacudió los cimientos de toda la comarca. Un compañero de clase, Ángel, de Vicorto, fue corneado por el carnero del rebaño familiar. Lo reventó. En el pueblo había dos abnegados médicos, don Francisco y don Fernando, que contaban con un rudimentario centro de salud. Le dieron los primeros auxilios con los obsoletos medios con los que contaban, pero no podían hacer más. Tenían que llevarlo hasta el hospital de Hellín, a 36 kms por infames carreteras. Se subieron con él a la ambulancia —sin UVI— y se volcaron para salvarle la vida. No pasaron del Collado de Hellín. Hubieron de dar la vuelta con el cadáver de nuestro amigo. Esta tragedia, que tiñó de amargura y desvalimiento nuestras almas infantiles, forzó a que el pueblo contara con una UVI móvil y a que de una vez se adecentaran las carreteras que conectaban esta porción de la Sierra del Segura con el hospital.
Hace unos años María Dolores de Cospedal gobernó Castilla la Mancha. Con el país en la ruina, alguna de ella causada por el lodazal de corrupción y podredumbre que los de la calle Génova arrastraban, mientras amnistiaban a delincuentes fiscales, la Cospe salió con la idea de desmantelar estos centros de salud con UVI móvil por considerar gravoso su mantenimiento, amén de dejar de seguir mejorando las carreteras tercermundistas que aún conducen a alguno de esos pueblos. Quiero creer que el recuerdo de la muerte atroz de Ángel y lo que aquello marcó a una generación estuvo detrás de las movilizaciones que frenaron las pretensiones recortadoras de los carroñeros.
No conocí a ninguno de mis abuelos varones. Sí pude disfrutar de dos abuelas maravillosas, de caracteres totalmente opuestos, pero complementarios. Elche de la Sierra regaló a mi infancia dos nuevos abuelos: Josete, José el Herrero, y Asunción. Eran bastante mayores que mis padres, pero se hicieron íntimos amigos ya desde Peñarrubia, gracias a Joaquinete el del Pantano.
Josete regentaba un taller mecánico. Era el mejor compañero de jarana y caza de mi padre. Al principio parecía serio y gruñón, pero a poco que escarbaras afloraba generosidad y bonhomía. La vida los había tratado con excesiva dureza: de ahí su aparentemente hosco temperamento. Era herrero en la herrería de su padre, al que conocí nonagenario en las penumbras de su taller. En la Guerra Civil fue movilizado para defender la República. Sus conocimientos lo convirtieron en mecánico de camiones y conductor de tanques. Cuando escuché de casualidad que había combatido en la Batalla del Jarama a bordo de un tanque, le pedí que me contara. Se le empañaron los ojos y cambió de tema.
Decenios después de su muerte, su hijo Pepe Luis me contó qué había detrás de su silencio. Al acabar la guerra fue encarcelado. Tardó años en volver al pueblo, donde Asunción lo aguardaba. Al volver, marcado como “rojo”, no le hicieron la vida fácil. Le retiraron el permiso de armas: eso significaba que no podía cazar perdices, liebres o conejos, la única carne de la que alimentaba a su familia, condenándolos a pasar hambre. La guardia civil acudía con frecuencia a su encuentro y de ella se llevaba alguna paliza admonitoria. Salía del pueblo solo fingiendo que iba a buscar collejas, caracoles o cualquier otra cosa. Enviaba a su hijo de madrugada, por veredas ocultas, cargando con un saco las escopetas, a un punto acordado, en el que le entregaba las armas y recogía después las piezas cobradas para llevarlas a casa. Los civiles vigilaban al adulto, al que habían visto salir de vacío. De vacío lo veían regresar.
La noche del 28 de mayo de 1964, 10 jóvenes de un grupo de cristiandad de la parroquia, a las órdenes de un comerciante local muy implicado con la misma, alfombraron con virutas de serrín tintadas las calles del pueblo por donde iba a pasar la procesión del Corpus. Francisco Carcelén había visto en uno de sus viajes a Cataluña cómo allí alfombraban las calles con flores y quiso reproducir la experiencia con los humildes medios que tenían. Inauguró una tradición que, más de 50 años después, ha conseguido el reconocimiento de Fiesta de Interés Turístico Nacional y Bien de Interés Cultural: Las Alfombras de Serrín. La noche del sábado que sucede al Corpus las principales vías del pueblo son alfombradas por más de 20 peñas en una sinfonía de colores y texturas, monumento a la fugacidad del arte, en el que la belleza estalla a cada paso.
Cuando se celebró el cincuentenario de las mismas, mi hermana y yo descubrimos para pasmo mutuo que nuestro “abuelo” Josete había sido uno de esos 10 mozos. Nos quedamos estupefactos: lo sabíamos muy poco religioso. En aquellos tiempos las fuerzas vivas ejercían de devotos del Real Madrid. Los que no comulgaban con el régimen o sus representantes defendían los colores del Barça u otro equipo. Josete era del Bilbao o del Barça si jugaba contra el Madrid. ¿Qué hacía él en una catequesis de adultos? Jamás habló de esta experiencia. Acabé entendiendo que estaba en aquel grupo de cristiandad para “limpiar” su imagen y ser aceptado en el pueblo en el que debía vivir y de cuyos habitantes dependían sus ingresos.
Recuerdo con simpatía teñida de nostalgia la tarde que él y su padre nos contaron la aventura de dos coetáneos suyos cuando decidieron ir a ver qué era eso del tren. Eran gente de dinero, hecho como tratantes de ganado y tierras, pero sin ninguna cultura. Para descubrir el tren tenían que desplazarse al pueblo con estación más cercano: Hellín, a 36 kms., cosa que no estaba al alcance de muchos. Al llegar sacaron el billete en la taquilla y salieron al andén. Echaron un vistazo. Sin esperar a que llegara el convoy bajaron a las vías. Cada uno colocó un pie en un raíl y echaron andar hacia donde sabían que estaba Albacete. A una veintena de kilómetros se miraron el uno al otro: “Tete, me parece que nos han engañao. Esto de montar en tren es un camelo. ¿Sabes lo que te digo? Yo no sigo hasta Albacete. Seremos de pueblo, pero no paletos. Yo me doy la vuelta. Pero, eso sí: me vuelvo andando. Que le den por saco: me bajo del tren”. Ambos abandonaron la vía y se volvieron caminando por los caminos aledaños a ella.
Las carcajadas con las que Josete y su padre, de normal muy circunspectos, narraban la historia, contrastada su veracidad por mí en otras fuentes, no podrán ser borradas de mi memoria.
Asunción, a pesar de la diferencia de edad, se convirtió en hermana de mi madre, que supo conservar su amistad y amor, trasladados ya a la ciudad los míos. Hace 17 años, devorada la que me dio la luz por el cáncer, a pocos días de ingresar en el hospital en el que moriría, Asunción, bastante delicada de salud, casi nonagenaria, se hizo traer por sus hijas. Al verla, mi madre se abrazó llorando a ella. Asunción la reconfortó en su regazo mostrándole lo que le había traído del pueblo. A los cinco minutos estaban las dos riéndose a carcajadas: nuestra “abuela” tenía una personalidad expansiva, vitalista, capaz de hacernos olvidar nuestra tragedia con su luz. Al despedirse mi madre le dijo con una sonrisa que la quería. Asunción se volvió y la cubrió de nuevo de besos. Era de Letur. Allí su hermana regentaba una fonda. Decía que hacía unos andrajos de chuparse los dedos. Nos habíamos emplazado decenas de veces para ir a comerlos, pero nunca encontramos la ocasión. Se despidió de mi madre animándola a ponerse buena: teníamos que ir a catar esos andrajos de su familia. Mi madre dijo que por supuesto. Lo que le agradecimos que le arrancara a nuestra progenitora la última sonrisa de su vida no está escrito.
Tiempo después de que estas dos mujeres de sol murieran aún no he cumplido la promesa que nos hicimos de saborear esos andrajos míticos. Ni siquiera sé si seguirá abierta la fonda con los descendientes de la hermana de nuestra yaya. Pero sé que he de ir a Letur y comerme allí unos andrajos en homenaje a gentes sin nombre como Asunción, Josete, Manolo, Josefa o don Fernando, a los maestros sin birrete que desde su humilde escuela me lanzaron al firmamento, a los amigos pétreos que no me juzgan, sino que se ciñen a prestarme su hombro cuando preciso cobijo o un compañero para festejar toda la vida que cabe en un pueblo a primeras luces anodino.
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