Dicen que mi pueblo no tiene ná. Que puedes pasar de largo por la carretera a los Chorros o a Ayna, donde sí que hay cosas pa los turistas, sin pararte siquiera a almorzar. No saben lo que se pierden. Con lo ricas que están las crestas de gallo y los montaditos de guarreta que hacen mismamente en el Oasis, los caracoles del Florida o los del Rincón, o el rabo y la oreja del Chaleco, del Valencia, el Peribolo, el Metro o el Nino. ¿Qué sabrán esos forasteros? Papa dice que aquí se come mejor que en el mejor restorán de Madrid. Que cuando estuvo allí con una carga de tierra blanca le dieron un bocadillo de calamares fritos en aceite rancio, que parecían estropajo, y un plato de crillas bravas más malas que un miserere: ni punto de comparación con los calamares que te hace la Palmira en el Moreno o las bravas del Perina.
Endemás, al laíco de Villares, enfrente de la Peña de san Blas, que no hay otra tan hermosa como ella en toa la sierra… bueno, la de Peñarrubia también es boniqueta… que luego se me enfada Papa… pos allí, en frente de la Peña, según se baja al Arroyo, está enterrao Amílcar Barca. Un romano muy famoso al que los elcheños de entonces, que eran iberos, le soltaron las del pulpo echándole encima una manada de toros con antorchas en los cuernos. Desde entonces se celebran en el pueblo los encierros con toros. Dos veces al año: por San Blas y por septiembre. Con razón dicen que somos la Cuna de los Encierros. Ya corríamos toros desde los romanos. O antes.
Para que lo sepáis: mi pueblo es Elche de la Sierra y es más hermoso que un san Luis. No sólo tenemos el pueblo, sino también sus pedanías, que, como me hizo aprender don José, son Villares, Vicorto, Peñarrubia, Fuente del Taif, Gallego, Horno Ciego y Puerto del Pino. Por aquí pasa mozo el Segura, que luego llega hecho ya un señor a una capital, pero todo lo que sabe lo ha aprendido entre el pantano de la Fuensanta y el del Cenajo. Anda que no está apañao ni ná por donde nació Mama, por el Almazarán.
En mi pueblo el agua canta. Es una gloria ir desde Peñarrubia a las Juntas, donde el Taibilla, que viene de Nerpio, se rinde al Segura; bajar desde la Poza hasta Villares por el Arroyo; ver nacer el de Vicorto en esa laguna tan preciosa y acompañarlo hasta que se junta con el Segura; beber de todos los caños de la Balsa del Pilar o pasear por el Estrecho de los Huertos cuando las ciecas borbollean preñás de agua.
Con tó y con eso, lo mejor son sus gentes. Las buenas y las malas. Son ellas las que le dan vida a sus calles y rincones. En las que coge tó: lo mejor y lo peor. En mi pueblo cabe un mundo.
Yo soy la Queta. La menor de 5 hermanicos. Mama y Papa ya no esperaban tener más hijos: eran muy mayores y Mama pensaba que se había secado, pero entonces, 10 años después de su último parto, aparecí yo. Le di mucho tormento en el embarazo y el parto. Casi me pierden, pero, como dice Papa, soy una leona, y como tal luché, y por eso soy a la que más quieren mis padres, por mucho que les chinche a mis hermanicos.
Lo que me costó nacer me hizo ser especial. Los domingos por la tarde Mama me daba 5 duros para comprarme unas golosinas en el carromato que pone la Pertola en la Plaza del Ayuntamiento e invitar al Chache al cine de las Monjas o al del París. El Chache es mi amigo del alma —él dice que es mi novio, pero yo no estoy pa novios: soy libre, como la Pippi Calzaslargas. Una miaja de roce sí nos damos, pero déjate de novios—. Él también es algo especial, un niño en un cuerpo de un zagalón de casi dos metros. Una vez uno le dijo que era el tonto del pueblo y el Chache lo levantó en peso y lo dejó colgao de una reja.
Pues bien: un domingo habíamos ido al cine de las Monjas a ver una de Tarzán. Toa la zagalería nos habíamos puesto a silbar y a patear, porque la monja que llevaba el proyector ponía la mano delante cada vez que la Jane le quería dar un morreo al Tarzán. En el descanso una pavisosa de las que iban a las monjas me llamó subnormal, mongólica. Me tiré para ella y la agarré de los pelos. Con los que le arranqué podían haber hecho una coleta para la Virgen de los Dolores. La pava no paraba de llorar. Nos tuvieron que separar. Mama me tuvo castigada dos semanas. Nunca volvieron a llamarme subnormal.
Mama y Papa no me quisieron llevar a la escuela, porque decían que los niños eran malos y se iban a meter conmigo por ser diferente. Se ve que no me conocían bien: a mí no me muge nadie. Ellos tampoco habían podido ir a la escuela, porque pasaron la guerra y la miseria era mucha, pero quisieron que sus hijos sí que tuvieran estudios. Mis hermanicos fueron a las Escuelas, pero conmigo no se atrevieron. Pero Papa se buscó las mañas para que yo pudiera estudiar. Mis hermanos se habían ido todos a trabajar a Benidorm y Muchamiel. En el pueblo no había faena. Asín que teníamos un montón de cuartos vacíos. Para ayudar a la poca pensión que Papa cobraba por haber trabajado en el Pantano, Mama alquilaba los cuartos de la cámara a algún huésped, que comía con la familia. Como fijo teníamos a don José, que una vez al mes venía unos días para cobrar el seguro del Ocaso por todos los pueblos de alrededor. Don José era murciano. Había sido maestro en la República y luchó por ella. Al acabar la guerra, los de Franco no lo dejaron seguir enseñando en su escuela y se tuvo que buscar la vida en mil ocupaciones. Pero lo suyo era enseñar. Mama llegó a un acuerdo: le haría precio especial, si me enseñaba a leer, escribir y las cuatro reglas. Don José, que ya había enseñado de gratis a leer a Papa, aceptó. El Chache también quiso apuntarse. No pudimos haber tenido mejor maestro.
Una tarde me quejé de que mis padres no me hubieran dejado ir a la Escuela con los demás zagales. Mi maestro me explicó que lo que me hacía especial era que yo tenía síndrome de Down, o sea, que tenía un cromosoma más que el resto. Con razón yo era especial: era superior, por tener un cromosoma más. Por eso sabía cosas que el resto no y veía cosas que ellos no podían: hadas que se escondían detrás de los juncos o las nogueras cuando paseábamos por el arroyo, tíos mitad cabra y mitad hombres con cuernos, que tocaban una flauta de cañas… Una vez se lo conté a don Grabiel, el cura, y se puso a gritarme con que si tenía tratos con el demonio. Cogió un vaso, lo llenó en la pila de agua bendita y me lo echó encima. Yo le solté una patada en las rodillas —quería darle en los huevos, pero no llegué— y salí corriendo. Mama me tuvo un mes castigada.
Cuando se lo conté a don José, no se rió de mí. Me dijo que lo que creía haber visto eran sátiros, que no existían, sino que eran seres de fantasía, de la mitología. No quise llevarle la contraria, para que no me tomara por loca y le fuera con el cuento a Mama. Pero si sabré yo lo que veo. Y no fue una vez sola. El Chache también puede verlos, y un día hasta hablamos con uno de ellos, aunque la mayoría salían corriendo y balando cuando nos acercábamos. Mi amiga Marieta, que también tiene superpoderes por lo del cromosoma de más, me dice que también los ha visto y que, incluso, estuvo jugando con las hadas junto a la noguera que hay en el arroyo, donde se ahorcó una vez un tiete.
Y es que mi pueblo está también lleno de magia. Lo que pasa es que la mayoría de la gente no puede verlo. Y me da mucha pena. Para muestra os voy a contar lo que nos pasó en la Casa de los Duendes.
Esa semana había sido fantástica. El miércoles habíamos celebrado las lumbres de la víspera de Santa Lucía. Todos los zagales de la calle Vía Crucis, la mía, la más mejor del mundo, nos habíamos esturreao por los montes para coger romero con el que prender las hogueras. El Chache y yo nos habíamos ido con la panda del Miguel, mi vecino del número 17, el hermanico de la Antoñica y el Goli. Habíamos llenado dos carros de los de ruedas de cojinete y los habíamos llevado a la Plaza Vieja, a la puerta de la abuela del Chache, donde nos íbamos a juntar todos. Las madres trajeron avíos para preparar un buen chusmarro: forro, panceta, guarreta, salchicheta… que prepararon los padres al oscurecer, y nos lo jalamos en amor y compaña, alegraos por las botas de vino de Peñarrubia, de la viña que Papa tenía con Antonio el de Aurelio, al lao de Peralta, que según él, si lo hubiera conocido Jesucristo, habría renegado del vino que le salió al hacer el milagro de las bodas de Canán. Todos se pusieron medio chispaetes, aunque el que más se enfollonó fue don José. Se puso a cantar villancicos, con la abuela del Chache acompañándolo sonando una botella de Anís del Mono con una cuchara y Mama con unas postizas. Los Golis, que son más rabiscos que un rabo de lagartija, tiraron media docena de petardos y dos carretillas. A don José, que no sabía que con las carretillas hay que quedarse quieto, porque, si te mueves, van detrás de ti, se le quemaron los bajos de los pantalones.
Al día siguiente los del instituto habían organizado una fiesta en la Papillón para sacar perras para el viaje de estudios. Allí que nos plantamos. Me lo estaba pasando bomba con mis amigas. Había venido de Barcelona la Mari Ester: sus padres se habían tenido que ir a vivir allí por trabajo, pero ella se sentía del pueblo y cada vez que podía se escapaba para comerse unas tortas de manteca conmigo. La Mari Carmen, que estaba empezando a salir con el Felipe, estaba divina enseñándome a bailar el Words don’t come easy to me. Éramos las reinas de la pista y nos hicieron un corro. La Pili de Ernesto, que en la Asociación para los especiales era nuestra seño y nos enseñaba maravillas que hacer con las manos, no paraba de decirme lo guapa que estaba con el conjunto que me había hecho yo misma con las telas que me compré en ca Carcelén.
El Chache y yo estábamos de morros. No sabía beber: al tercer gin tonic se ponía gelipollas —como decía el Peribolo, le faltaban estudios para ser gilipollas—. Sus amigos de la Peña del Biberón lo conocíamos y no le dejábamos beberse más de dos, pero unos esjraciaos de Ferez, que no iban al instituto, pero habían venío a mosconear por si pillaban alguna zagaleta, se habían empeñao en invitarlo a los que quisiera para chisparlo y reírse de él. El Nino, Ernesto, Felipe y el Goli habían ido a hablar con ellos para que dejaran de hacerlo, pero se pusieron gallitos y no querían armar ningún lío. El Chache había hecho el ovejo en la pista bailando el Tarzan Boy: parecía la Chita en celo. Cuando vino a darme un abrazo, le solté un estufío y me puse a bailar el Karma Chameleon con mis amigas. El Pérez, que era el pinchadiscos, me invitó a subir a la cabina y me dejó pinchar las que quise de los Bee Gees, Gloria Gaynor y Donna Summer, mis ídolos. El Chache no paraba de dar por saco pidiendo la canción esa donde unos perretes ladraban al son de una música disco. Le dije al Pérez que, si se la ponía, lo dejaba sin güevos. No se la puso. Como no le hacíamos caso, mi “novio” se puso a ladrar, con los de Ferez haciéndoles palmas. Lo hubiera matao.
Cuando llegó el turno de las lentas y bajó las luces, pedí el Ti amo de Umberto Tozzi y saqué a bailar al Nino, cuya abuela era vecina nuestra. El Nino era guapo como un pincel. El Chache se puso a mugir de celos. Ernesto y Felipe se lo tuvieron que sacar a la calle para que no la liara.
Al cabo entró el Goli avisando de que estaban tocando arrebato las campanas de la iglesia. Cuando esto pasaba es que ocurría algo grave. Bajamos todos a la puerta de la iglesia, donde estaban juntándose los del pueblo. Domingo, el alcalde, nos dijo que se había perdido el hijo de la Llanos, un nene de cinco años, boniquete como un ángel. Su madre había estado con él en el huerto de los abuelos y lo había perdido de vista sólo cinco minutos en la Balsa del Pilar, mientras hablaba con la Lumi. La Balsa del Pilar era el sitio favorito de las parejas que querían tener algo de intimidad, y a aquella hora estaba muy concurrida. Todos los que estaban allí se pusieron a buscar a la criatura de inmediato. Al no encontrarlo dieron aviso a la Guardia Civil. Ésta decidió convocar a los del pueblo y organizar partidas comandadas por un guardia o un municipal, en las que había uno de los de la Sociedad de Cazadores, con sus mejores perros: la Llanos había traído ropas de su hijo para que la olieran y siguieran su pista.
Yo corrí a hablar con la abuela del Nino: los padres del Nino tenían un bar, y algunas noches mandaban a su hijo para que durmiera con la abuela. Éste, cuando quería irse de farra con los de la peña, hablaba conmigo para que me quedara con su abuela y lo cubriera. En casa estaban acostumbrados y me dejaban siempre. La abuela nos tapaba ante nuestros padres. No tuvo problemas en decirle a Mama que me dejara dormir con ella esa noche: tenía mucho sentir con lo de la criatura perdida y no quería dormir sola. Cubierta por esa parte, corrí a juntarme con la partida del Ino, el mayor, después de la Antoñica, de los Golis. Nos tocó batir desde la Balsa hasta el huerto de los padres de la Llanos, que estaba al lao del del Moli, donde tantas veces nos habíamos juntado a hacer ajopringue o aguardiente.
A eso de las 3 nos juntamos de nuevo todos en el ayuntamiento. La Vicenta de los churros había preparado chocolate caliente para todos. Los panaderos trajeron sacos con dulces y pan recién hecho para que recuperáramos fuerzas. Ninguna pista. La Llanos y su madre no paraban de llorar. Las vecinas las obligaban a beber tila y valeriana para que no les diera un apechusque. El teniente de la guardia civil marcó nuevas zonas para las batidas, ampliando el radio.
De repente me dio uno de los pálpitos que me dan sin saber por qué: el criete no se había perdido solo. Lo habían raptado. Y yo sabía quién nos podía ayudar: la Dama. Nada escapaba a sus ojos.
En la montaña en la que estaban construyendo el instituto, en la otra cara de donde está el cementerio, se levanta la Cueva de la Encantada. Dicen que allí vive una joven encantada que todas las noches de san Juan sale a peinarse con un peine de oro sus cabellos, también dorados. Quien la ve se queda enamorado de ella y desaparece en el vientre de la montaña. Una noche de san Juan, cuando tenía 14 años, me escapé de casa y me escondí detrás de un risco que hay al lado de la cueva. Al principio no pasó nada. Creo que hasta me quedé dormida. Pero me desperté cuando noté que alguien me estaba tapando con un cobertor: hacía mucho relente, a pesar de estar a finales de junio. Una mujer, vestida como antes de los romanos, con un gorro en punta y unos rodetes como los de las falleras sobre las orejas y muy enjoyá, me miraba con mucho cariño. Era como si me traspasara el cerebro y supiera leerme las ideas. Sin hablarme, me dijo que era la Dama, que desde antes de que se fueran los dioses, después de que los echara el Señor, velaba por el pueblo y sus gentes, junto con el Viejo que vivía bajo la Peña de san Blas. Que juntos eran los señores de las bestias, fuentes, árboles y demás criaturas de aquellos parajes. Que ninfas, no hadas, y otros seres, a los que yo había visto por mis poderes, les ayudaban en su tarea. Que vivía en esa cueva, que se comunicaba con la peña de san Blas, la de Peñarrubia, el Ceño y la Cueva donde nacía el Mundo, en los Chorros, una de las bocas al mundo de los muertos. Que las gentes del pueblo, sabedoras de que aquel era un sitio preñado de magia, depositaban ofrendas al pie de la Cueva de la Encantada hasta que un cura que hubo mucho antes que don Grabiel se inventó lo de la Encantada para asustar a la gente y que no se acercara y enjalbegó con cal su entrada y su interior, poniendo una escayola de la Virgen para ahuyentar a los espíritus antiguos. Pero aún había gentes sencillas que dejaban allí unos ramos de romero, unas piedras de forma especial o un ramillete de flores silvestres. Su poder era más antiguo que la Virgen, el Señor y Todos los Santos, y ellos no tenían mando allí, por muchas imágenes suyas que quisieran colgar.
Yo podía verla, ya que era especial, y aunque creyera en Dios y fuera a diario a misa porque me obligaba Mama, que era más beata que las cuentas del rosario, mi alma estaba cristalina y abierta a todos los misterios del mundo. Mis ojos almendrados, mongolos decían los esjraciaos, eran capaces de ver lo que muchos mortales no. Existía un universo paralelo al nuestro, y sólo había que saberlo ver.
Me escaqueé de la gente que estaba en la plaza y eché a correr a pijo sacao hasta la cueva. Sentí unos pasos detrás de mí y al darme la vuelta vi al Chache:
—¿Pos qué marcha llevas, correprisas?
Estaba asfixiao de la carrera. Se le había pasao ya la chispera, pero yo aún estaba de morros por el escándalo que había montado. Seguí corriendo sin esperarlo. Se nos unió el Canelo. Canelo era un perro que Papa había salvado cuando un vecino lo iba a ahorcar porque decía que no valía para cazar. Papa no era cazador, pero le gustaba acompañar a su amigo Josete el Herrero en sus expediciones cinegéticas. Josete era muy buen cazador y siempre le daba a Papa alguna pieza de las que había cobrado. Adoptamos al Canelo y desde entonces se convirtió en nuestro escudero, agradecido por haberlo salvado de la horca.
Mientras íbamos por donde estaba el cementerio viejo, el Chache se persignó. Se las daba de valiente, pero era un cagao. Joaquinete el del Pantano, que era el encargao del mismo y amigo nuestro, siempre le decía: «Tienes más huevos que toas las mujeres de Boche», y el tonto se hinchaba como un pavo, se daba un golpe en el pecho y decía que sí que era machote.
Conforme dejamos atrás la residencia de estudiantes y las obras del que iba a ser el instituto para subir a la cueva, me acordé de que una tarde, en la que subíamos de merendar del huerto del Moli una llanda de crillas, un par de conejos fritos con ajetes y unos caracoles zapencos, don José, que estaba algo chispaete porque el Moli y sus primos los Golis le había dado a probar los cinco tipos de orujo que habían hecho en su alambique, se puso a decir que la cueva era la vagina de la montaña y que la habían depilado con la cal blanca que habían puesto en su entrada. Yo pregunté qué era la vagina y todos se pusieron a reír, menos Mama, que tampoco lo sabía. El Miguel me dijo al oído que era el ratón, el chumino. Yo me puse colorada y me santigüé, pensando que si me oía don Grabiel, estábamos frente a la iglesia, me iba a mandar diez Credos.
Llegamos a la cueva, puse la mano donde la Dama me había dicho y la llamé. El Canelo se erizó antes de que de la nada apareciera la Señora. El Chache, que debía haber sacao todos los huevos de las mujeres de Boche para acompañarme y se le acabaron entonces, se escondió detrás de una roca —luego decía que tenía ganas de mear—. Le conté a la Dama lo del chiquillo. Me dijo que eso era cosa de los Duendes.
Los duendes eran algo más pequeños que los enanos, tenían las orejas puntiagudas y eran traviesos como ellos solos. Vivían con los humanos desde la noche de los tiempos. Sólo pedían que les dejaran un cuenco de leche —se morían por ella— en las alacenas. Si lo hacían, dejaban de regalo algún objeto brillante, muchas veces de oro: las urracas, que robaban todo lo que brillara, trabajaban para ellos. Pero si la familia se olvidaba de su leche, removían toda la casa y esturreaban las cosas por todos los lados. Las abuelas de antes solían acordarse de ellos y no daban mucho la tabarra, pero la gente de ahora era más descreída y los desantendía. Por eso estaban más revueltos. De vez en cuando solían raptar un niño, para que los sirviera en su mundo subterráneo o picara en sus minas de oro. Cuando ya eran casi viejos los dejaban libres: volvían con el pelo y la piel blancuzcos y no podían mirar la luz del sol. Por el día permanecían encerrados y sólo salían de noche. En todo lo alto del pueblo, en la placeta donde está el depósito de agua y las antenas, vivía aún uno de ellos: le llamaban el Albino y era más raro que un perro verde.
La Dama nos contó que al principio del cristianismo los dos mundos habían convivido, aunque los antiguos dioses habían ido abandonando a los humanos y sólo volvían en contadas ocasiones, pero los otros seres —faunos, ninfas o hadas, duendes, gnomos y orcos— se resistían a abandonar estas tierras y se ocultaban en las frondas de los bosques, sotos de los ríos y arroyos o el corazón de las peñas. Tenían unas entradas dispersas por todos los lados que comunicaban con su mundo, subterráneo muchas veces. Los antiguos curas habían mandado poner unas cruces de piedra esculpidas en una roca donde sabían que estaban algunas de esas entradas, a fin de cegarlas, porque pensaban que los otros seres tenían miedo a la cruz. Pero ellos no la temían y se orinaban en ella. Si los pillaba don Grabiel los iba a hinchar a jaculatorias.
Cerca de la huerta del Moli, encastrá en un muro que había en la Balsa de las Mierdas, habíamos visto muchas veces una de esas cruces. Lo que no sabíamos es que era una puerta al otro mundo. En la salida a Villares había otra, y otra en la carretera de Ayna. Cuando íbamos a andar por allí, bien al Derramadero, bien a Villares, Mama siempre ponía una piedra o un ramo encima y le rezaba un Ave María.
La Dama nos dijo que, si el niño había desaparecido en la Balsa, lo habían metido por la cruz de la carretera de Villares, la que está al lado de las eras. El Chache, desde su escondite, dijo que su partida había batido esa zona con los perros del Rojete y el Miguel, los hermanos del Goli, que eran linces cazando y no habían olío ná. La dama respondió que los duendes mean sus pasos y eso hace que los perros aborrezcan su olor y se apartan de su pista. Estos duendes parece que se pasan el día meando.
Nos recomendó entrar por la cruz que nos había dicho. El Chache, que trabajaba en la Tejera de Pinocho, enfrente de la cruz, recordó que alguna vez le había parecido ver duendes alborotando por allí. La Señora nos dio unas ramas bendecidas por ella para que tocáramos la cruz y se nos abrieran las puertas del submundo y nos dio dos espadas de hierro antiquísimas: los duendes temían al hierro como a la peste.
Bajamos escopeteaos hasta la cruz. Al primer toque con las rametas de la Dama, la cruz se echó a un lao y se abrió un pasadizo no muy grande. El Chache, que llevaba mil cosas en sus bolsillos y parecía que le iban a reventar, sacó de ellos una linterna de las de pilas de petaca y alumbró el interior. El Canelo, al que se suponía que el olor a meaos de duendes espantaba, entró el primero: o era verdad que no tenía olfato y no valía para cazar o tenía más huevos que toas las mujeres de Boche.
Bajamos un buen trecho sin encontrarnos a nadie. El primer duende al que vimos era un tiete con las orejas de punta, llenas de pelos, y con la chorrineta al aire, el tío guarro: más feo que un dolor de regla. En cuanto nos vio, nos hizo frente, pero el Chache le dio una patada que lo mandó a una sala que se veía al fondo.
Llegamos allí y la vimos toda iluminada con candiles de carburo o aceite. Las paredes parecían doradas y se veían un montón de sacos de oro y cosas brillantes tirados por todos lados. En un rincón, cerca de una enorme chimenea, estaban el rey y la reina de los duendes, que eran igual de feos que los otros, pero mejor vestíos. A su vera, una viejeceta sostenía al hijo de la Llanos, que no paraba de llorar asustado. Un puñado de duendes vino hacia nosotros con cara de pocos amigos, pero el Canelo los tenía a raya con sus gruñidos. Los jodíos les tenían también miedo a los perros. Por detrás nos llegaron más. Sacamos las espadas de yerro y se pusieron a temblar tó cagaos. Cogí al nene de la Llanos de la mano y empecé a entrar por un túnel diferente al que habíamos tomado antes. El Chache y el Canelo nos cubrieron las espaldas y nos alcanzaron al poco. Los duendes tenían las patuchas muy cortetas y no corrían ná. Yo tomé en brazos al chiquillo y eché a correr como una cabra. Vi un montón de sacos de los que parecían llenos de oro y le dije al Chache que cargara con los que pudiera. Allá arribota, al final del pasillo, se veía algo de claridad que parecía venir de fuera. El sol debía de haber salido ya. Allí estaba la salvación. Casi habíamos llegado cuando de un pasillo lateral nos salió una cuadrilla de duendes que llevaban encadenao a un orco, un tío tan feo que parecía hijo de la Tía Venancia, de la que cuentan que la estatua de la Virgen de los Dolores movió sus manos y se tapó los ojos con ellas cuando la vio en la procesión de Viernes Santo. Soltaron al bicho, que tocaba el techo con sus greñas y tenía manos grandes como un pan de a kilo.
El Canelo se tiró a morderlo de la espinilla, pero la bestia le dio una patada y lo estampó en una pared, gañendo como un cachorrillo. Parecía todo perdido. El Chache dejó los sacos en el suelo. Había estado yendo al gimnasio del José Joaquín, que tenía jamones como brazos de lo macizo que estaba. Allí le habían enseñado artes marciales, de esas de los fumanchú y el Pequeño Saltamontes. Al principio se puso a dar saltetes y pataetas al aire, gritando como un gatete. Yo me persigné, porque me parecía que estaba haciendo una tontá como cuando bailaba en la Papillón. Pero dio un salto y lanzó una patada que pilló al orco en toas las criadillas: se echó al suelo mugiendo como un toro y los duendes se esfumaron en un tris.
—¿Ves como sí que tengo más huevos que toas las mujeres de Boche? Y que las de Elche… Bueno, menos que tú.
Agarró los sacos y al Canelo y echamos a correr de nuevo. Salimos por la Cruz de las Ánimas, en llegando casi a la Tumba de Amílcar Barca. Subimos para el pueblo. El nene dormía en mis brazos. En esto paró un Land Rover: lo conducía Felipe, el de la Mari Carmen. Estaba estudiando para guardarríos, o de esos que mandan más allí, y conducía uno de los coches del Icona. Con él iba mi amiga María Ester. Nos subieron al coche y nos llevaron al Centro Médico para que don Francisco y don Fernando examinaran al chiquillo. El Felipe avisó por la radio, y al poco todas las campanas comenzaron a repicar: ahora lo hacían de alegría, para anunciar que la cosa había acabado bien. Llegaron todos al Centro. Nos sacaron al Chache, al Canelo y a mí a hombros. La Llanos y su madre no paraban de darnos besos.
Al año siguiente, en las fiestas de septiembre, al Chache y a mí nos hicieron Reinas de las Fiestas. Bueno, al Chache lo querían vestir de paje, pero se empeñó en que su vestido era más feo que el mío, y como todo el pueblo sabía cómo era y los huevos que tenía, pues nadie se extrañó ni se rio cuando lo vieron aparecer vestido de reina, de tul, que entre su abuela y la del Nino le habían cosido con primor. Fueron las mejores fiestas de mi vida: nos invitaron a comer en todas las peñas y nos hacíamos los reyes de pista. Íbamos presidiendo la banda de música y hasta delante de don Grabiel en la procesión.
Cuando al cabo nos casamos en la iglesia, al Chache le volvió a dar por vestirse como yo: y de novia que me apareció. Don Grabiel se negó a casarnos en su iglesia. El pueblo casi se lo comió. Al final, el Ernesto y el Goli se trajeron al cura de Ayna, y el Barchi y el Nino encerraron a don Grabiel en la sacristía, porque decía que la iglesia era suya y allí no nos casábamos. Acabaron tirándolo con la sotana y todo a la piscina del Moreno, donde celebramos el mejor convite de toa la Sierra.
El nene de la Llanos me empezó a llamar Mama y nunca dejó de hacerlo, ni cuando tuvimos nuestros propios zagales. Yo les decía a ellos que tenían un chache más en otra familia.
El día de mi entierro fue el que más lloró. Cargó con mi ataúd junto a mis hijos y nietos desde la iglesia hasta el cementerio, sin dejar de llorar ni consentir que me metieran en el coche fúnebre en lo más duro de la subida. Fue un entierro precioso: la charanga iba delante tocando las canciones que más me gustaron en vida. El Goli y el padre del Nino me dedicaron unos solos con la caja preciosísimos. El Nino y el Pérez arrastraban un carrillo del supermercado lleno de botellas, con las que iban llenando los vasos de los dolientes, con los del Biberón vistiendo sus camisetas: así lo había pedido en mi lecho de muerte, y así lo hicieron mis amigos. No quería un funeral, sino una fiesta para celebrar la hermosura de la vida. No faltó ni el fantasma del Canelo, que no se separó del Chache y no dejó de lamerle las manos cuando lo vio triste al principio. Mama y Papa también vinieron desde su Gloria Bendita. Y don José, que había vivido más de 100 años y mantenía su misma sonrisa de luz, acudió desde el Cielo de los Rojos.
Antes de entrar por la puerta del cementerio la banda me tocó Paquito el Chocolatero, mi favorita: hasta el Chache, tó viejecico ya, se puso a bailarla. Juraría que yo misma seguía el ritmo desde la caja.
La Dama no se separó ni un segundo de mí. Cuando se marcharon todos mis amigos y familiares, los vivos y los muertos, me agarró de la mano y me llevó con ella a la Cueva de la Encantada. Tenía necesidad de mí: quería que la ayudara a velar por el pueblo, sus gentes, sus paisajes, animales y seres del otro mundo. Nadie los comprendía y quería mejor que yo. Ellos no podrían encontrar a ninguna guardiana superior a mí. Acepté encantada.
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