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De un momento para otro

De un momento para otro

Cuando tenía cinco años, Nelly Fernández vio cómo asesinaban a su padre y a su abuelo. Unas semanas después, ante el evidente avance de las tropas franquistas, abandonó Asturias en la bodega de un barco inglés que la terminó llevando a Francia. El regreso a casa no fue tal, porque la dictadura pisaba con botas de hierro los viejos predios familiares y el calor antiguo se había contaminado por el frío de unas infamias que abarcaban delaciones, insultos y desprecios varios que tuvieron a su abuela encerrada en casa durante siete largos años, por aquello de evitar males mayores. Nelly, a sus ochenta y siete años, evocaba todo esto en una mesa redonda que se celebró el verano pasado, al calor del octogésimo aniversario del final de la guerra civil, y resumía el arranque de las hostilidades de una manera tan sencilla como estremecedora: «Creíamos que las cosas funcionaban, creíamos que éramos libres, pero todo fue de un momento para otro.»

"¿Cómo pudo ocurrir?, nos preguntamos a menudo cuando revisamos las grandes catástrofes humanas de la historia y no alcanzamos a comprender por qué nadie estuvo atento"

Sus palabras las recogió el periodista Alberto Arce en una crónica que escribió sobre aquel acto, y al releerlas ahora —casi un año más tarde, en una mañana que, ajena a la iracundia general, ha amanecido soleada— me ha venido a la mente algo que me contó Antonio Muñoz Molina a raíz de su novela La noche de los tiempos. En un pasaje del libro, su protagonista, Ignacio Abel, deambula por un Madrid lúgubre y lluvioso durante una noche de octubre de 1936. Recorre las calles vacías azorado, porque está a punto de abandonar la ciudad y antes de abandonarla quiere despedirse personalmente de José Moreno Villa y Juan Negrín. Mientras escribía este capítulo, Muñoz Molina sólo era capaz de imaginar escenarios estrechos y sombríos, marcos que simbolizaran la geografía íntima de un país que se precipitaba hacia el abismo. Cuando un tiempo después cayeron en sus manos los diarios del propio Moreno Villa, leyó cómo este reseñaba que uno de los rasgos que mejor habían definido aquellos días aciagos era su luminosidad: un sol otoñal que coronaba el azul de los cielos velazqueños; una brisa fresca que contagiaba, pese a todo, la alegría de vivir; la rutina en mangas cortas de una ciudad que acababa de dejar atrás un verano que para muchos de sus habitantes resultó ser el último.

"Siempre se nos olvida que las mayores desgracias suceden casi siempre de un momento para otro"

¿Cómo pudo ocurrir?, nos preguntamos a menudo cuando revisamos las grandes catástrofes humanas de la historia y no alcanzamos a comprender por qué nadie estuvo atento para atajarlas mientras aún se podía. Tendemos a imaginar los escenarios del pasado a partir de lo que sabemos que ocurrió en ellos, y a partir de ese conocimiento sobrevenido reinterpretamos lo que bien pudo ocurrir de modo muy distinto a como nos dicta una imaginación contaminada por el resabio. Y sin embargo, sabemos que Federico García Lorca cogió aquel fatídico tren hacia Granada porque en ningún momento creyó que se pudiera desencadenar una escalada criminal como la que terminó dando con sus huesos en el barranco de Víznar; sabemos que en Madrid la gente seguía asistiendo a las sesiones de cine al aire libre que se organizaban en el paseo del Prado, y que se continuaba sirviendo el tradicional cocido en Botín o en Lhardy, y que al caer la noche los vecinos sacaban sus banquetas a la calle para dejar pasar las horas en tertulias despreocupadas con las que acaso conjuraban por sus lugares de origen, esas raíces de las que habían tenido que desprenderse para buscar su porvenir en un poblachón manchego que se iba convirtiendo en el rompeolas de todas las Españas; sabemos que se continuaban haciendo negocios y chapuzas, y que nadie dejó de hacer planes para un futuro que no parecía muy distinto del presente; sabemos, en fin, que el 18 de julio de 1936 fue un día perfectamente normal para la inmensa mayoría de la gente, que seguía con sus rutinas sin saber que al despacho de Manuel Azaña, el presidente de la República, habían llegado informaciones preocupantes, ni que a la hora lúcida y feliz del mediodía el oficial nazi Juan Hinz mantenía en la plaza de Cibeles una reunión con militares rebeldes en la que se ultimó la entrega de armas alemanas a los conspiradores. Cómo pudo ocurrir, nos preguntamos; cómo es que nadie lo vio. Siempre se nos olvida que las mayores desgracias suceden casi siempre de un momento para otro, y que el caldo de cultivo no acostumbra a revelarse como tal hasta que ya es demasiado tarde para recomponer lo que se ha roto. Por eso, y porque las apacibles fechas estivales infundan una despreocupación que lleva a que nada parezca urgente ni importante, pocas personas hicieron caso al vendedor del Ahora que al romper el alba apareció por la Gran Vía voceando el titular de la primera plana: «Se subleva el ejército de Marruecos».

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