El pintor solitario leía a Horacio, miraba el mar y esperaba con paciencia la tarde. Ella siempre llegaba con retraso, pero no le importaba en absoluto. Lo único que tenía a esas alturas de su vida era tiempo. El reconocimiento internacional de su trabajo le permitía pasar los últimos años de vida alojado en una suite del hotel Beau Rivage con tres balcones a la Promenade des Anglais. Una cama con cabecero de espejo, un baño de mármol y un rincón lleno de lienzos en blanco, óleos y pinceles era todo cuanto necesitaba. Atardeceres dorados, palmeras esbeltas y la música de los guijarros al rodar en la orilla. Esa era la felicidad, único secreto para seguir creyendo en su trabajo, como si aún pintase en aquellos alocados años de París. Desde su atalaya privilegiada, asistía al espectáculo de cada nuevo atardecer, cuando el Mediterráneo superaba todas sus expectativas de color hasta fundirse en negro. Así fue como la conoció. Surgió de la oscuridad marítima, paseando arriba y abajo con unos ajustados pantalones blancos, el pelo trigueño corto y una juventud imposible de disimular. Caminaba sobre unas sandalias de tacón con cansancio o aburrimiento, más atenta al horizonte que a los posibles clientes de aquella noche.
Le sorprendió la descarada rapidez con la que ella aceptó la propuesta, la desenvoltura con la que posaba para él cada tarde, la luz que desprendía su cuerpo desnudo inundando aquella habitación y su vida.
—¿Qué es una odalisca, Henri?
—Si te mueves no podré terminar este cuadro nunca. Vuelve a tumbarte. Silence!
Ella se puso de pie, dejando caer la tela que le cubría parte de la cintura. Se acercó lentamente al pintor. Al fondo, el enorme cabecero de espejo le devolvía el reflejo de ambos. La tarde recortaba en rojo las palmeras de la Promenade como en un cuadro fauvista. Se aproximó un poco más, de forma que la cintura quedaba a la altura de la boca del pintor. Este trató de retenerla, como otras veces, pero ella no lo dejó. Se retiró unos pasos y se sentó en el borde de la cama abriendo las piernas y empezando a acariciarse despacio el coño. El pintor sonrió. Ni Kiki de Montparnasse lo habría hecho con más sensualidad ni la bella Lee con más clase. Enredaba los dedos índice y corazón en el vello suave, rizado y oscuro, mostrándoselo al hombre. Este pensó primero en levantarse y forzarla clavándose con violencia entre las piernas mientras notaba cómo se humedecía el camino hacia el placer de ambos al ritmo de un ahogado “no, no, no” de ella que nunca era una declaración de intenciones, sino un gemido de placer prohibido. Lo pensó mejor. Aquella mujer deseaba exhibirse y él deseaba mirar. Se acomodó como pudo la verga excitada y cogió la copa de vino disfrutando de cada segundo.
Hacía calor, la humedad salada entraba en oleadas por los balcones abiertos. La piel clara de la joven se llenó de sudor. Levantó los brazos para retirarse el pelo mojado de la nuca, y el contraste de la piel con el vello castaño de las axilas a él le pareció mucho más excitante que el coño. La acarició despacio con la mirada bajando por la curva de los brazos, deteniéndose en los senos sudorosos de pezones color caramelo, deseando acariciarlos con la polla dura frotándose en aquella humedad hasta correrse en su escote.
Ella lo miraba, adivinándolo. Se apretaba los senos moviendo un poco las caderas, sonriendo con descaro, mordiéndose el labio inferior. Entonces se tumbó, mostrando al hombre el coño abierto y mojado con gotas que resbalaban, espesas, por el interior de los muslos y el culo. Se frotaba el clítoris con una mano usando los dedos de la otra para rellenar el hueco de la vagina. Arqueando la espalda, se movía al ritmo de un deseo que parecía cada vez más ajeno a todo. Aquella mujer se había olvidado completamente de su espectador, gimiendo de placer ensimismado. Quizás por eso no oyó el aullido final del hombre corriéndose frente a ella. No sintió el chorro de semen saltando sobre su vientre; los besos de deseo tranquilo de su amante; los abrazos calientes, amorosos, tratando de atraerla hacia sí. Con los ojos cerrados, sobre las sábanas revueltas y húmedas, parecía no haberse dado cuenta de nada de aquello.
O tal vez, envuelta en su propio placer espeso, poderoso, independiente y dulce, en aquel momento singular, ni ese ni ningún otro hombre le importaban lo más mínimo.
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