Tango de San Lorenzo
Nos ha traído Loyds a una milonga, que en este caso no es un estilo musical, sino uno de esos locales a los que acuden los porteños cuando quieren bailar tango ―me refiero al ritual auténtico, no a los espectáculos para turistas que se anuncian en las calles principales de la ciudad― y que tiene ese encanto destartalado que exhiben los cuartos traseros de Buenos Aires, como si fueran las bambalinas abandonadas de un gran teatro. Estamos en un edificio de hechuras señoriales en el que tiene su sede la Associazione Nazionale Italiana, un colectivo que formaron a mediados del siglo XIX los inmigrantes procedentes de aquel país y cuya decoración remite a las estancias señoriales que uno se puede encontrar en los palazzi más reputados de Roma o de Florencia. Gian Luca, a quien todo esto pilla por sorpresa, se aparta unos momentos del grupo y se dedica a recorrer unos pasillos jalonados por placas con textos que están escritos en su mismo idioma y recuerdan efemérides relacionadas con ciertas vicisitudes históricas de su país. Por algún giro de guion que se me escapa ―abundan por aquí esta clase de requiebros, y ya he aprendido que no hay que buscarles una explicación, sino limitarse a disfrutarlos―, el inmueble acoge en su segunda o tercera planta ―hay tantas escaleras para subir que pierdo la noción del espacio y ya no puedo diferenciar entre los pisos y sus rellanos― un amplio local donde se sirven cenas y se bailan tangos, no necesariamente por ese orden, y en el que se anuncia una actuación en directo que dará comienzo en cuanto se haya sobrepasado el límite de la medianoche. Es, más que una fiesta, una ceremonia revestida por una tonalidad casi litúrgica: en el lapso de dos o tres minutos de silencio que media entre una canción y la siguiente, las parejas se separan y hombres y mujeres aguardan por su cuenta la reanudación de los compases, sus rostros adaptan aires circunspectos, como si necesitaran concentrarse antes de regresar al centro de la pista, y cuando sus cuerpos vuelven a encontrarse parece como si sus movimientos fueran los depositarios de una solemnidad que asienta sus cimientos en una raigambre fortalecida a través de las generaciones. Ninguno de los que ocupamos la mesa al pie del escenario sentimos la tentación de unirnos a la danza, aunque sólo fuera en clave autoparódica: hay tanto sentimiento en el lance, tanta consciencia de estar asistiendo a una escenificación importantísima, aun tras su aparente liviandad, que consideramos una ofensa la mera posibilidad de mancillar la celebración con nuestras veleidades jaraneras. Empezamos a hablar de fútbol, que es la otra gran cuestión nacional argentina una vez dirimido el tema del tango, a partir de una disputa que Carolina y yo comenzamos esta misma tarde, mientras duraba nuestra alocada odisea automovilística entre los predios de la ciudad autónoma y los del conurbano: ella es hincha de River, mientras que yo, que me eduqué sentimentalmente en determinadas querencias bonaerenses y hasta pasé junto a La Bombonera la primera vez que estuve aquí, he sentido desde siempre más simpatías por Boca, aunque en esta ocasión no vaya a tener tiempo de acercarme a Caminito. Loyds, que está en nuestro mismo lado del tablero, aboga por el San Lorenzo de Almagro, un equipo del barrio de Boedo cuyo estadio, sin embargo, se encuentra ahora en el de Flores. La historia, que yo desconocía, es enjundiosa y me la cuenta el propio Loyds, que no puede evitar que aparezca en sus ojos un pellizco de emoción a medida que va avanzando su argumento. El anterior campo del equipo recibía el nombre de El Gasómetro y fue tan paradigmático que hasta se lo llegó a conocer como el Wembley porteño. Era el terreno donde acostumbraba a disputar sus partidos la selección nacional hasta que la fatídica y funesta Junta Militar forzó al club a venderlo. Dijeron que se destinarían los terrenos a la construcción de viviendas sociales, pero lo que hicieron en realidad fue vendérselo a Carrefour para que levantara allí un centro comercial. El equipo tuvo que trasladarse a la que desde entonces viene siendo su sede, pero no seguirá allí durante mucho tiempo. Tras sentirse defraudada por la irrupción de la multinacional, y después de sobreponerse a la depresión que inevitablemente sucede al desencanto, la hinchada fue haciendo acopio de fuerzas e inició un larguísimo proceso legal que ha durado años y que, después de verse secundado por manifestaciones multitudinarias que trascendieron sus fronteras naturales y se extendieron por otras latitudes de la gran ciudad, desembocaron en el objetivo que tanto anhelaron: Carrefour se abrió a negociar la recompra del solar por parte del San Lorenzo y ahora mismo la construcción de un nuevo estadio que sustituya a aquel Gasómetro del que tuvieron que exiliarse ha dejado de ser una quimera para transmutarse en horizonte. «Otros tienen títulos, pero nosotros tenemos el orgullo», rubrica Loyds. Resuena por los altavoces el eco desmayado de un bandoneón y a nuestro lado van y vienen los tangueros absortos en sus suaves desplazamientos por la pista, y nosotros levantamos nuestras copas y brindamos a la salud del San Lorenzo y de sus hinchas, que también supieron bailar hasta sus últimas y afortunadas consecuencias el sentimiento de pertenencia que les procura hospitalidad y abrigo, esa fuerza inexpugnable que lo empuja a uno a seguir pese a quien pese.
Regreso al lugar del crimen
Vengo a saldar una deuda personal que dejé incumplida con plena consciencia. Cuando hace cinco años visité por primera vez esta ciudad y, en la misma tarde de mi llegada, Fran me llevó a conocer el Barolo, me quedé tan impresionado que no pude evitar regresar a él con frecuencia. No sé si llegué a hacerlo a diario, pero aprovechaba la menor ocasión para acercarme hasta sus puertas y cruzar su vestíbulo de reminiscencias eclesiales ―en realidad, un pasaje que comunica la Avenida de Mayo con la Yrigoyen― para atender a las inscripciones en latín que adornan las bóvedas o contemplar las serpientes amenazantes que vigilan desde sus columnas. En algún momento barajé la posibilidad de apuntarme a alguna de las visitas guiadas que se ofrecían por el interior del rascacielos, pero lo deseché por una razón tan personal como discutible, incluso ante mí mismo: ya barruntaba que terminaría escribiendo algo en torno al edificio y preferí recurrir a la imaginación cuando llegara el momento en vez de contar desde el primer minuto con un referente real que pudiera trastocar o constreñir mis intenciones. Pero una vez publicada La otra orilla, y ahora que he venido a Buenos Aires justamente para hablar de esa novela puedo cumplimentar aquello que quedó irresuelto. No deja de ser una casilla más del juego: durante estos días he ido recorriendo algunos de los lugares que aparecen en la novela, y no deja de ser curioso lo que ocurre cuando uno vuelve sobre escenarios reales que él mismo incorporó a la ficción y que ahora sólo puede observar desde el prisma de lo fabulado. Me ha ocurrido con los alrededores del parque Vicente López, que por un azar afortunado está a la vuelta de la esquina del hotel donde me alojo, y también al pasar ante el teatro Picadero, tan discreto y tan coqueto a las espaldas de Corrientes. La excursión por el Barolo me depara la sorpresa de descubrir que sus entrañas, sin ser exactamente como las imaginé, tampoco difieren mucho de lo que deseé que hubieran sido. Los pasillos y los rellanos que sólo existieron en mi mente guardan semejanzas notorias con los que contemplan ahora mis ojos, y en efecto pudo ocurrir aquí lo que en el libro digo que ocurrió porque no hay excesivas divergencias entre el escenario real y el inventado. Me lo tomo como una constatación poética que quizá viniera anunciada por un presagio: como reservé la visita desde España y el asunto de las divisas argentinas puede adquirir tintes kafkianos, tuve que hacerlo con el nombre y la cuenta corriente del mismo amigo cuya identidad vampiricé para que ocupara un lugar fundamental en la novela. Venir aquí amparado por sus datos personales no deja de ser un modo de revertir lo escrito ―él es, por tanto, la persona de verdad, y yo el fantasma―, y además hay otra casualidad feliz que lleva a que este paso por el Barolo cierre una especie de laberinto circular: la muchacha que me conduce por sus recovecos y me lleva arriba y abajo por las escaleras de este gran coloso construido urdido y levantado por dos emigrantes italianos a mayor gloria de Dante Alighieri se llama nada más y nada menos que Florencia.
Idiosincrasia gauchesca
La hinchada argentina que se desplazó a Brasil para animar a su selección en el Mundial de 2014 hizo famoso el cántico con el que irrumpió en el país carioca: «Brasil, decime qué se siente al tener en casa a tu papá». En aquel momento Brasil contaba en su palmarés con cinco campeonatos del mundo y Argentina tenía tan sólo dos, pero aun así consideraban que su magisterio superaba con mucho al de los anfitriones, que asistían atónitos a aquel derroche de amor propio que se expresaba con una euforia rayana en la insolencia. Lo recuerda Reynaldo Sietecase en el transcurso de una cena a la que nos ha convocado Claudia Piñeiro y en la que una parte de la conversación se centra precisamente en ese carácter que lleva a sus conciudadanos a creerse los mejores aun en las circunstancias más adversas. Viene a cuenta porque Reynaldo repasa desde hace un tiempo la historia de la literatura argentina y anda ahora, o anduvo hasta hace poco, enfrascado en el Facundo, el libro en el que Domingo Sarmiento empleó al militar gaucho Facundo Quiroga como cabeza de turco argumental con la que arremeter contra Juan Manuel de Rojas, que gobernaba entonces Buenos Aires y encarnaba todo lo contrario a lo que defendían los exponentes del movimiento ilustrado en Latinoamérica. En un momento de la obra, Sarmiento emplea el ejemplo del gaucho: es ese tipo, describe, que va en caballo por la pampa y, cuando se encuentra con un tigre, en vez de decantarse por la opción más sensata ―agitar a su montura para que emprenda el galope en la dirección contraria―, descabalga tranquilamente, se enrolla el poncho alrededor de la mano izquierda y blande en la derecha una daga para arremeter contra la fiera. No duda ni se amedrenta porque tiene la convicción absoluta de que terminará por doblegarla. La descripción de la escena tiene connotaciones negativas: Sarmiento presenta esa actitud como aquélla que debería repudiarse, por desobedecer las razones de la lógica, pero el tiempo ha acabado por convertirla en una de las visiones más acertadas de la idiosincrasia autóctona: el argentino es ese tipo capaz de atreverse con todo porque entiende que nada será capaz de superarlo. Es admirable, pero también temerario, y quizá radique en ese ir hasta el final sin complejos ni reparos el fundamento que explica los vaivenes de un país capaz de coronar las cumbres más incalcanzables sólo para despeñarse justo después por el abismo más profundo; el vértigo de una sociedad que se columpia sin complejos entre lo sublime y lo grotesco, que no flaquea a la hora de dirigirse a Guatepeor para salir de Guatemala y vota a Milei para escapar del peronismo. Que va al encuentro con el tigre sin pensar que puede ser ella quien se lleve el primer zarpazo, y que tal vez entonces sea ya tarde para todo. Decime qué se siente.
Pues si mi estimado escritor español. Vencer al peronismo es una tarea que comenzó en 1955 bombardeando la Plaza de Mayo llena de civiles y los ministerios aledaños. No parece haber suerte. Nos secuestran, nos matan, nos tiran vivos desde aviones, y na de na. Una gran amiga española me dijo un día » yo creo que ya no existe el peronismo!»
A lo que yo le dije: Y entonces porque hay furiosos Anti peronistas?
Y cada vez más . Gorilas los llamamos.
A qué se debe? Vea usted: En 9 años de gobierno (1946-1955) el Hombre y Esa Mujer así había que nombrarlos so pena de prisión, construyeron 1 casa de trabajadores cada 8 minutos. La Salud Pública, La Educación Pública (me refiero a pública, gratuíta y laica). Los Sindicatos. No sigo, es un tendal.
Y por qué ese odio , esa desesperación por eliminarnos del mapa?
Ure (enorme director teatral) dijo que era por nuestra inclaudicable decisión de formar parte de ese país que se nos negaba. Por negarnos a ser «negros colonizados», por querer una Patria Soberana, por no ser patio trasero de nadie,. Lo dijo el escritor argentino John William Cook: » El peronismo es el hecho maldito del país burgués.»
Decime amigo mío que se siente.