Los dos amantes no se atreven a asomarse al balcón y permanecen tras los visillos que dan a la calle, en la que la vida estrepitosa de la capital sigue su ritmo propio. No quieren ser denunciados antes de tiempo. Hace muchos meses que no se ven, y ambos vienen con hambre atrasada. Él, Augusto, de pelo moreno, espigado, pálido y ojeroso, pero con una fuerza evidente y propia de un militar disciplinado, la ha esperado con ansia en su domicilio de la calle de la Amnistía, en el número uno. A sus 37 años —nació con el siglo— acaba de regresar del frente, después de participar en la liberación del Bilbao sitiado por los carlistas. Ha luchado con honor, como oficial de la tropa isabelina, bajo el mando del general Espartero, pero está harto de la situación. Harto de ver morir en vano a los patriotas de uno y otro bando. Saturado de una política estancada en sus vaivenes, en una España que no acaba de cambiar, y de una vida personal en la que no encuentra manera de liberar las pasiones de su alma, salvo cuando se encuentra con ella, pero entonces se convierte por fuerza en un furtivo. Es una mujer infelizmente casada. La ama inmensamente. Y esa falta de horizonte cada vez le angustia más.
Ella, Soledad, acaba de llegar, la cabeza cubierta con un mantón, al piso, después de caminar desde la Puerta del Sol, donde tenía la excusa de una comida de hermandad, y subir al trote las cuatro plantas por la amplia escalera con el pasamanos de hierro forjado. El corazón se le sale del pecho. Le ha pedido a Augusto un vaso de agua, mientras recobra el aliento junto a la ventana. De familia liberal emparentada con la nobleza, Soledad es más que un nombre porque la muerte de su madre la dejó sola en el mundo, o lo que es peor, atrapada en ese matrimonio con un empresario parvenu de lo más zafio y orondo, quince años mayor que ella. Acaba de cumplir sus treinta, morena, de pechos breves y ampulosas caderas, ágil y con los ojos color miel. Sólo Augusto la comprende, por él se siente amada y desafía el peligro de ser acusada de adulterio en el país en el que siempre unos señalan a los otros, unos apuntan a los otros, unos disparan sobre los otros.
Él la abraza desde atrás y le da besos en la nuca y el cuello mientras termina el vaso de agua. Su corazón sigue acelerado por el esfuerzo en las escaleras. Cuando recobra el aliento se vuelve y le abraza. Se besan. Hace tantos meses que se sueñan sin poder verse que el beso comienza casi formal, prudente, delicado, pero la mecha prende y pronto se devoran con deleite, vuelve la respiración agitada, las manos febriles desatan lazos y abotonaduras, sin dejar de besarse, sin mediar palabra todavía. Solo una risa pequeña, semisecreta. Van cayendo las prendas por el suelo barnizado, que cruje levemente, con un sonido que recuerda al que muy pronto hará el lecho hacia el que van caminando a pasitos, trenzando sus lenguas, acariciando sus cuerpos y respirando fuerte por la nariz.
Justo antes de caer sobre el colchón, ella se zafa de su abrazo y le quita el resto de la ropa. Le da un beso tierno entre el ombligo y el pubis y después su mano estrecha con entusiasmo el pene a media erección como si fuese la mano de un caballero. «¡Hola!». Ríen. Siempre se aman entre bromas. Juntos son muy felices. Después se desprende de la enagua, el corsé desabrochado y el resto de las prendas íntimas, que le va arrojando con mirada traviesa. Finalmente se tumba sobre la cama, totalmente desnuda. Le sonríe, provocadora. Él acaricia la seda y las cintas del sostén que le ha caído sobre la cabeza sin dejar de mirarla. Las huele y se lanza sobre el colchón —que cruje— para abrazarla de nuevo.
—¡Te he deseado tanto! Ven —le dice Soledad, y se aprieta contra él, notando la verga entre los muslos.
—Fuguémonos —responde él. La acaricia, sostiene su cabeza entre las manos, se la queda mirando. Otras veces Soledad ha suspirado con impaciencia como respuesta a esa idea romántica de su amante, como quien censura dulcemente una chiquillada. Pero esta vez le observa fijamente y le pasa una mano por el flequillo de un modo que provoca palpitaciones en Augusto. Entonces comienza a reír. Con una mano le acaricia el culo y con la otra la nuca.
—Fúgate primero a mi coño —empuja su cabeza hacia abajo, y él cede y desciende, besando su cuerpo. Comienza a mordisquearle los pechos, pequeños y blancos, con los pezones erectos. Ella se excita con el juego de las manos y la lengua que recorren su torso y su cintura. A veces las cosquillas le obligan a estirarse o a ponerse de lado. Él, de rodillas sobre la cama, disfruta más que nada con la excitación que le provoca esa risa como de agua que intensifica los besos y caricias en la cintura. Ella le pasa las manos por el pelo y le empuja la cabeza hacia más abajo, hasta su sexo, donde Augusto se dispone a batallar.
—¡Presenteeeeen armas! —grita ella, de pronto, y se lleva las manos a la cara y suelta una carcajada, en una broma inventada tiempo atrás que cada día le divierte más. Al oír la orden, Augusto se gira y se pone bocarriba, tumbado y tieso, en posición de firmes, con el pene apuntando al cielo, muerto de risa—. ¡Así me gusta, capitán!
Soledad se levanta y va en pequeños saltos hacia la cocina. ¿Adónde vas? ¡A por miel! Vuelve al instante con el bote y deja que la cuillère á miel gotee un buen chorretón sobre el glande. Él suspira. Ella deja el bote en la mesilla y se acerca para lamer meticulosamente, mientras bromea con exclamaciones de deleite, ¡hmmmm… ahmmm… ssssbrlp…! ¡Qué rico!
Augusto no puede más de excitación. Se pone de lado y ella se tumba junto a él mientras continúa la golosa felación. Él abraza sus nalgas, besa sus ingles, las recorre con la lengua y va forzando con caricias y besos la separación de sus muslos, hasta que el sexo, empapado, se abre de par en par. La lame, le chupa los labios y el oculto botón de su placer primero delicada y luego intensamente. Ella empieza a gemir, pero no deja de lamerle y recorrer con la lengua su pene desde el tronco a la punta. Besa y lame sus testículos y llega un momento en que no puede soportar el placer y sencillamente se abraza a sus piernas mientras él juega a los trabalenguas con el clítoris, tratando de hablar mientras chupa. Ella suelta una carcajada. Luego ambos se concentran en el placer un buen rato. Cuando nota que ella está a punto de alcanzar el orgasmo continúa las caricias con la mano mientras le dice:
—Ahora que no puedes hurtarme una respuesta…. ¿Nos fugamos? —y vuelve a lamerla con toda pasión
—Sí, jajajaja… ¡¡síííí!!… jajajajajajaja eso ¡¡¡síííííí!!!… —el orgasmo, monumental como una carga de caballería, interrumpe los chistes y las risas. Soledad toma grandes bocanadas de aire y casi en silencio las va soltando mientras todo su cuerpo se sacude, y finalmente entierra la cabeza en la almohada y grita sordamente mientras continúan dulces las convulsiones y los escalofríos. Cuando la marea de placer acaba, sencillamente empieza una carcajada de felicidad mientras cruza sus mejillas un torrente de lágrimas.
Recobrado el aliento, vuelve a poner su cabeza junto a la de Augusto, dándole la espalda, y se abrazan. Él sigue excitado y le indica que se ponga bocabajo para situarse encima. Al militar le gusta mucho sentirse, enjuto y fibroso como es, flotando sobre las orondas nalgas de su amante. Siente una levedad que su vida atormentada necesita, se siente seguro ante la generosidad anatómica que tanto le obsesiona cuando están separados. La dureza de la vida del militar tiene en ese cuerpo femenino el más delicioso y paradójico contraste de paz y abundancia. Ella responde con breves movimientos de cadera a uno y otro lado, que van abriendo un espacio entre los gruesos muslos, en el que Augusto va cayendo feliz y lúbrico, abandonado al tacto mientras apoya el oído contra la espalda de Soledad y escucha su corazón acelerado.
Poco a poco, el sable va encontrando su vaina y llega un punto en el que él sólo tiene que empujar para llegar hasta el fondo. Ella lo recibe con sorpresa y de inmediato levanta el trasero para entregarse totalmente. Sea porque su tipo de mujer es Soledad, sea porque está loco por ella, Augusto piensa en ese instante que una mujer de nalgas grandes se entrega de un modo muy especial, con más dulzura y deleite que las secas beatas que rodean a muchos oficiales. Muy lentamente, se va produciendo ese bamboleo sobre las carnes orondas de la mujer, en parte por sus empellones, en parte por el efecto muelle de los movimientos de ella. Flota el militar en un cielo de carne, en nalgas como nubes húmedas de lluvia, sudor y flujos después de casi veinte minutos de danza que ojalá durasen días.
Poco a poco, Augusto se acerca a su orgasmo, y ella lo siente. Se abre aún un poquito más y deja que él la atraviese con esa polla que adora y que le llega hasta el corazón. Con la mejilla apoyada en un brazo, sonriendo con los ojos cerrados, Soledad se concentra en sentir todo lo que le trae la cabalgada que su hombre despliega sobre su grupa. Puede percibir la tensión creciente en los músculos lumbares, de los brazos que sostienen su torso erguido y de las nalgas tensas de su amante, los muslos apretándose contra su cuerpo y el aliento agitado que anuncia el final. Cuando está a punto de estallar, abre sus piernas totalmente, con un leve giro que permite que él entre más aún y sienta en los testículos el abrazo de sus labios mayores, un calor irresistible que le enloquece y le hace terminar con un orgasmo bestial, musical, cósmico, mientras se corre dentro de su suavidad infinita, de su entrega sin límite, de su dulzura total, de su felicidad absoluta en ese instante. Y después queda exhausto. Y después el instante vuela y se aleja como un pájaro posado en la ventana para picotear unas migas. Ellos vuelven a las bromas humanas, a las sonrisas y los besos, imaginando por un instante que esa vida es su vida real.
La tarde ha caído entre bromas y ha llegado la noche. Después de un café con bizcochos para reponerse, siguieron hablando medio en broma medio en serio de sus proyectos difíciles: verse, citarse, tratar de hallar una salida a ese amor tan grande, a ese sexo esplendoroso que la vida se empeña en robarles cuando los años de juventud ya se han largado. A ratos Soledad cede, y piensa con algo de seriedad en la idea de fugarse. Si se atreviera… A ratos él la convence y a ratos él la comprende. Un escándalo más, un problema más no parece la solución para la felicidad de doña Soledad Zúñiga, madre de tres hijos, uno de ellos muerto, y triste esposa de un insensible desgraciado o más bien desgraciante y mezquino cabrón. Pero está Dios y el pecado y el adulterio y el párroco y el sursum corda y el rosario casi diario en una Corte cuyo futuro también está en el filo de los espadones. Y está el desierto sin Soledad.
Cuando se disponen a salir, por separado, del portal, la calle se llena de un tumulto horrendo. Gritos y carreras. ¿Qué será? Ella tiene prisa porque son más de las diez. Pero el tumulto no pasa, sino crece. Prudencia. Pasan carruajes y cascos de caballos. Se oyen ruidos metálicos que solo significan: guardias. Huele a muerte y amores olvidados, ambos sienten temor. Augusto se asoma y ve gente concentrándose en la esquina de Amnistía con Santa Clara. Con la cabeza asomada mantiene la mano extendida para pedir a Soledad que espere, pero ella también se asoma, tal es el ruido y la confusión. Ambos, sitiados por la infelicidad, permanecen juntos cuando salen a la calle, arrastrados por la hipnótica situación que presagia un accidente o una desgracia.
El militar se teme un atentado de la reacción, le susurra, porque allí al lado, en Santa Clara 3, vive José Landero, ministro de Gracia y Justicia y hombre de confianza de Espartero. Se acercan, como decenas de madrileños que vienen de la plaza de Santiago, de Ramales, de los aledaños del Palacio. El tumulto atrae a los curiosos como moscas. En efecto, es en el portal 3.
—¿Qué pasa? —pregunta Augusto a un vecino al que trata, un liberal con el que de vez en cuando habla en el café.
—¡Un tiro! ¡Se ha pegado un tiro! ¡Qué desgracia!
—¿Quién? ¿El ministro Landero? ¡Qué horror!
—¿Qué ministro ni qué ministro? ¡Larra! ¡Se ha suicidado Larra! ¡Qué desgracia de país en el que la esperanza siempre anochece!
Larra, el escritor, el periodista. Mariano José. Abandonado por todos y por todo, incluso su amor adúltero, ha puesto fin a su vida. Augusto y Soledad se miran. Los ojos de él brillan. Admira a Larra, lo lee desde hace tiempo. ¿Qué hará ahora sin Fígaro, sin el Pobrecito Hablador, sin el Duende que le mantiene alerta y con la triste lucidez acompañada? La idea le descompone, se siente mareado. Mira a Soledad y está llorando. Una mirada indescifrable. ¿Me dejarás? ¿Acabará así nuestra frágil felicidad?
Soledad le coge el brazo. Es como si fueran conscientes de lo vulnerables que son en realidad. Uno contra el otro, se apoyan casi para no caerse, o para no dejarse arrastrar por una corriente de pesimismo y luto, de llanto y podredumbre social y política que corre por la calle como un río. Augusto, que viene de luchar en Bilbao, recuerda en ese instante el último artículo que ha leído en El Español hace dos semanas. El 1 de febrero llegó a Madrid y lo compró, con la sorpresa de que Mariano José de Larra desplegaba toda su amarga ironía para contar las vicisitudes del gran homenaje que se organizaba en Bilbao entre los liberales para celebrar la liberación de la capital vizcaína. Muy lejos de la oscuridad de otro artículo «La Nochebuena de 1836», en el que no se vio reflejado porque esa noche, bajo los tiros y la artillería carlista, nada presagiaba la entrada en Bilbao al día siguiente, en una luminosa Navidad que desmentía tanta oscuridad. Espartero lo había hecho posible.
Los gritos no cesan, se ve al ministro poniéndose el sombrero y dejando la casa en carruaje escoltado por guardias a caballo. El portal permanece colapsado por los curiosos. La tristeza es violácea y huele a flores marchitas. El tiempo se detiene y se palpa, como lija. Soledad y él se alejan muy despacio del tumulto, temerosos de pronto de ser reconocidos y señalados, y esa debilidad les disgusta intensamente. La imposibilidad de ser lo que se es y vivir con el respeto de los otros. Sea usted mañana. Mientras regresan a la casa, el militar vuelve a pensar en ese último artículo y la ironía que gastaba y tanto disfrutaba. Hablar de España sin perder la sonrisa, sin dejar de amar las cosas por el desencanto continuo. ¿Qué pasó, dónde perdió pie la inteligencia? ¿Por qué darlo todo por perdido? ¿No llegaremos a vivir como las naciones dignas, siendo tantos los que lo ansiamos y trabajamos por ello?
La cuestión del último artículo, recuerda, era que el homenaje espontáneo a los héroes de Bilbao tardó casi dos meses en organizarse en el teatro en el que iba a sonar el himno de Riego, una sinfonía y una pieza que, para más sorna, encima titularon «Las improvisaciones». ¿Para qué quieres más? Y Larra sonreía. Que la titularan: «Las improvisaciones después de mes y medio» y añadía: «Si la empresa se descuida podría haberlo titulado ‘El aniversario’». Qué carcajada le arrancó, a él que había luchado con fiereza por lograr romper el sitio. Ahora mismo, el autor de esa mirada lúcida y sonriente, humana y crítica sobre las cosas de España, yacía muerto en el segundo piso, uno sobre la casa del ministro Landero, con un disparo en el pecho y una palidez cadavérica, mientras los agentes policiales levantaban atestado.
En la calle se oye de vez en cuando un grito, cada vez que alguien se acerca y se entera de la noticia. Larra, el criticado progresista que sabía aplicar moderación y era tildado de traidor por unos y por otros, moderados, progresistas y también por los reaccionarios que le habrían impedido publicar sus escritos, se había quedado sin futuro o había vislumbrado la falta de futuro en el abismo de su propio rostro. ¿Qué hacer?
—¿Qué haremos ahora, Soledad? —se sorprende diciendo Augusto ya dentro del portal, mientras le coge una mano a su amor.
—Nos vamos ya —responde ella, sonriendo y secándole las lágrimas con la otra.
—¿Te vas a tu casa? ¿Te llamo un coche?
—No, me quedo. Mañana nos vamos. ¿A dónde?
—¿Qué? ¿De verdad? ¿De verdad? —empezaron a subir las escaleras—. Tengo un amigo en Londres…
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