Imagen de portada: Cuero y alma
Según un estudio que me acabo de inventar, el treinta y tres (33) por ciento (%) de los hombres lleva o ha llevado alguna vez una mariconera.
La obligación del artista es defraudar a su público, sostiene Sabina, así que me complace informarte de que en algún momento de mi vida la he portado. Sin embargo, fue un periodo fugaz, pues enseguida comprendí que, más allá de suponer un esteticidio que flirtea con los límites de lo tolerable, posee unas dimensiones que la hacen excesiva e insuficiente al mismo tiempo, un quiero y no puedo de la geometría euclidiana.
Porque la mariconera, en su minimalismo, quisiera ser bolsillo y, en su maximalismo, bolso de mensajero. Es como la historia de mi vida: demasiado informático para ser poeta, demasiado poeta para ser informático; demasiado jipi para ser pijo, demasiado pijo para ser jipi, etcétera: el vagar de un niño sin entrada en un parque de atracciones.
En cualquier caso, y perdona que te lo diga, si no tienes un escritorio portátil no puedes ser escritor.
—¿Por qué no, mi admirado senpai?
—Porque hay que estar preparado para la literatura en todo momento, mi querido kōhai.
Un escritorio puede ser más o menos portátil. Puede contar con un libro, un cuaderno… Hasta con un atril. En resumen: con todo tipo de objetos que pueden ser transportados en un bolso o en una mochila y disponerse sobre cualquier mesa para su empleo.
Ahora bien: si lo que deseas es contar con un escritorio portátil extremo (y tal es mi caso), entonces debes valorar mi siguiente definición:
«Llamo escritorio portátil extremo a aquel conjunto de adminículos propios de oficina que permite ser transportado íntegramente en los bolsillos y ser utilizado de pie».
Mi escritorio portátil extremo está compuesto por los siguientes elementos:
- Teléfono.
- Fichas
- Estilográfica.
Últimamente estoy leyendo bastante en formato digital; en la pantalla del teléfono. El ancho del texto se aproxima al de una columna periodística, por lo que, siendo una experiencia futurista, no deja de remitir al pasado. Y no hay que infravalorar el encanto de lo vintage.
He configurado la aplicación de lectura para que presente el texto mediante caracteres blancos (grises, en puridad) sobre fondo negro. Esta economía lumínica me resulta más cómoda para la vista.
Por otra parte, he adoptado definitivamente (¿definitivamente?) las index cards o fichas bibliográficas como única superficie de escritura. Notas, textos breves, textos largos… Todo va a parar a estas tarjetas de setenta y cinco (75) por ciento veinticinco (125) milímetros (mm) que utilizo con orientación vertical: de nuevo la reminiscencia de la columna periodística. Todos los caminos conducen al New York Times.
La estilográfica de latón continúa siendo mi herramienta de escritura. Eso sí: le he cambiado el plumín, pues el original, de grosor medio, ofrecía un flujo de tinta tartamudo. Posiblemente como consecuencia de alguna caída durante sus ya casi ocho años de existencia. Ahora utilizo un plumín de grosor fino que se desliza sobre la cartulina con la sobriedad zangolotina de una patinadora.
De modo que ahora ya no necesito llevar conmigo a todas partes el maletín del falso portátil. En mi bolsillo izquierdo, aparte de las llaves de casa y un paquete de chicles, me acompañan siempre unas pocas tarjetas y la estilográfica. En el derecho, el teléfono.
La gran ventaja de esta alternativa es que me permite leer y escribir en prácticamente cualquier situación. Y cuantos menos requisitos precise para ser productivo, más probabilidad hay de que lo sea.
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