‘el habla contiene/ un amor y una promesa/ un olvido/ una súplica/ un lamento/ lo que se quiso’, pero esa acción puede correr rápida y escaparse al menor descuido, o por el contrario ser ejecutada y no producir efecto alguno —no en el instante— por necesitar una gran cantidad de tiempo para que se perciban sus cambios o por evidente impenetrabilidad; por causarnos una viva incomprensión, quedando únicamente su misterio como algo que se ha descolgado y se señala, sí, pero no se toca ni se piensa su motivo.
Los poemas de Todos los nombres beben se guían por la búsqueda del recorrido del agua y en su presencia la vida que ha generado silenciosamente haciendo compañía a la nuestra. Fernández Álvarez, doctor en Física, evita un irresistible tono científico que podría haber volcado en sus versos y en cambio prefiere uno potencialmente lírico, hermético, fragmentario y a su modo coloquial, tanto en el original asturiano como en las páginas traducidas. Es un poeta que apuesta por lo telúrico, por las imágenes góticas, por lo atmosférico que cala hasta los huesos y reverdece lo oscuro sin que lo deje de parecer. Hay que afinar la vista y el oído para que las palabras medren en la brevedad de su espesura: ‘corzo herido avanza/ sentido del tañer desde la iglesia/ flecha que no se detiene/ lumbre en lo más hondo/ en la quema negro/ transforma el vino/ se evapora la noche/ virgen/ en el cáliz pido agua/ en el cáliz pido/ frágil/ mineral por arraigo./ todos los nombres beben en la carne’, y es en la suya donde se fermenta y segrega lo destacable de su escritura.
Sus visiones retrotraen a ejemplos que han practicado ese toque onírico mezclado con la fuerte presencia del paisaje, como en la poesía de Julio Llamazares y Manuel Rivas y María Sánchez, o más centrado en la sublevación de la propia imagen onírica, como en los poemas de Blanca Andreu y especialmente el primer libro de Laura Rodríguez Díaz. Me atrapa su voluntad de hacer terrenal la ‘materia hiriente’. Me conmueve la sabiduría heredada y el manejo de su léxico, compartiendo el entusiasmo del prólogo de Juan Carlos Panduro, que alarga su eco con gusto y gesto pausados. Ahí está lo más convincente de Todos los nombres beben.
Sin embargo, regresando a la pregunta inicial y partiendo de una impresión obtenida de varias lecturas, considero que estos poemas quedan, prácticamente en su totalidad, saboteados por esa excesiva contención o directamente su carácter escueto que los estruja hasta relegarlos a una mínima expresión que esconde un poderío sugestivo que debería haberse dejado soltar. La personalidad que se derrama en ellos es digna de hacerse notar. Juega en su contra, por tanto, el aspecto desbaratado de algunos poemas, huidizos, irregulares, sin opción para el ritmo interno o machacado por lo cortante de los versos. No lo hace un mal libro, eso sería pasarse, pero tampoco uno del todo convincente.
Si al acabarlo uno prefiere regodearse en el buen sabor de boca, con el impacto de la navaja manchada de sangre de gallina o el orbayu acallando el corazón del bosque, mejor permanecer en sus evocaciones, todas empapadas por ese camino del agua que anega los recuerdos y refleja las arrugas de lo que a su paso ha acostumbrado a morirse, entre las babosas criadas en la oscuridad y la boca abierta de las riberas, ‘donde nacen cuernos/ y nacen alas/ se cortan y hacha/ y desgrana el cantar/ mientras la ropa/ se lava con lo frío/ a veces/ piedras de fuera […] y lo de allá arriba/ más arriba/ no hay quien lo entienda […] aun así baja/ y señala algún camino.’
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Autor: Fran Fernández Álvarez. Título: Todos los nombres beben. Editorial: Letraversal. Venta: Todos tus libros.
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