La autora de El huracán y la mariposa cuenta las razones que la han llevado a escribir una novela sobre una adopción fallida. Una novela de personas, no de personajes, una novela humana, demasiado humana, una gran historia de amor que deja al lector con el alma comprimida.
¿De qué color son las historias que contamos? Me lo pregunté desde el mismo día en que, después de dedicar casi treinta años a hacer periodismo, es decir, a contar lo que pasa, decidí que me iba a entregar de lleno a la ficción. Es decir, a contar lo que no pasa. Iba a escribir mi primera novela, anuncié a amigos y familia. Y prácticamente todos me preguntaron casi a coro: ¿será novela negra…?
No supe contestar entonces. ¿De qué color era la historia que quería contar? Para saberlo, debía responder antes a otra: ¿de qué color era el momento exacto en que nació su germen en mi cabeza? Lo dice muy bien en el prólogo de El huracán y la mariposa mi querido amigo Jesús Ruiz Mantilla, que, aunque más joven que yo, me aventaja en veinte años de experiencia literaria y en varios siglos de sabiduría: se me fue cociendo dentro como un monstruo, “convertido en una especie de tejido adiposo”. Y un buen día, como recuerda Ruiz Mantilla, el monstruo salió de mí.
El huracán y la mariposa habla de varias vidas encarnadas en un solo monstruo: el dolor. Quise hacerlo así después de alimentarme durante mucho tiempo de historias tan reales como tristes. Esas historias me mostraron la cara oculta de otra luna, la que no brilla o, mejor dicho, la que al brillar hacia el lado oscuro del firmamento no ilumina a nadie. Hablo en mi novela de las adopciones dolorosas, aquellas en las que los dolores reunidos de quienes buscan dar amor y los que temen recibirlo colisionan y se amalgaman en un único e inmenso dolor, porque, al final, el dolor humano es uno solo, aunque tenga billones de tentáculos.
Descarté, pues, el color rosa. Los cristales rosados engañan. Pero la experiencia también enseña que, cuando los demás dejan de mirarnos a través de esas lentes y nos ven con nuestra auténtica paleta de color, se nos crucifica sin piedad. Eso es lo que les sucede a las tres personas (personas mejor que personajes, como me señaló muy sabiamente un lector) que protagonizan la novela.
En El huracán y la mariposa cuento la historia de tres mujeres crucificadas por los otros pero, principalmente, por sí mismas. Aunque he de ser sincera: es más exacto decir que hago que tres mujeres unidas por el dolor y, sobre todo, por la culpa cuenten la historia de su crucifixión. No supe hacerlo de otro modo. El tejido adiposo convertido en monstruo que salía de mí a medida que escribía me exigía una mirada objetiva y eso solo se consigue con perspectiva. Yo elegí tres ángulos para alcanzarla.
Desde el primer momento imaginé a Ángela, la abuela adoptiva, como una mujer que se prodigó en la España del siglo pasado (¿quizá también en este?). Nacida en la posguerra, quiso estudiar y se lo impidieron. Aspiraba a ser bailarina de ballet y truncó sus sueños por el matrimonio y una hija. Nació con alas en lugar de brazos, pero cuando le cortaron las alas y le crecieron los brazos… ya no supo qué hacer con ellos. Para crear a Ángela no tuve más que recordar a mi madre y a muchas mujeres de su misma generación. Mujeres fuertes, intuitivas, inteligentes, autodidactas, cultas a su modo, libres aunque maniatadas… hubo, sigue habiendo, muchas mujeres de alas cortadas.
A Sofía, la madre adoptante, la concebí impetuosa e ingenua. Idealista pero cándida. Disfrazada de una fortaleza que no era más que una coraza de material inflamable. Hasta que ardió entera. Para crearla solo debí mirarme hacia dentro y escribir. Me puse en su piel y salió Sofía, periodista de mi edad, la indomable doblegada que quiso ser Atlas sin calibrar sus fuerzas y el peso del mundo entero le hundió los hombros hasta aplastarla.
Y después está Camila. La hija que no pidió serlo. Una niña vejada, violada, prostituida, maltratada, con rabia de serpiente enjaulada (sigo citando a mi prologuista) cuando se convierte en un huracán que solo deja un rastro de tierra baldía a su paso, y con aleteo de mariposa cuando quiere volar hacia un país entre las nubes en el que vivir sola y tranquila, alejada de todos, buenos y malos. A Camila la quise como me iba saliendo en cada página: enfadada y confusa, en su vida y en su lenguaje. Por eso escribe con palabras que mezclan coloquialismos mexicanos con jerga cani y castellano casi culto. Y por eso confiesa que dice lo que dice sin entenderse a sí misma, del mismo modo en que, a los treinta, continúa sin comprender a la niña que fue. Para crear a mi Camila herida consulté con la Academia Mexicana de la Lengua y otros diccionarios menos autorizados; vi películas y leí libros de los que entendí la mitad; hablé con psicólogos y terapeutas, los mejores, los más sabios y los más abnegados; aprendí de ellos a reconstruir la oscuridad que envuelve el alma de un niño mutilado, y después necesité cien noches en blanco y lágrimas, muchas lágrimas. No me inspiré en ninguna Camila real y, sin embargo, al poner el punto final supe que era el personaje…, perdón, la persona más real de la novela.
Lo que las tres cuentan es una historia de amor. Una historia del amor triste que nunca pudo unirlas y que al final desvió sus tres caminos de la forma más dolorosa. Para eso, para poder unirlas y después separarlas eternamente, he escuchado muchas historias reales de adopciones fallidas, de padres que han caído enfermos despedazados por el dolor al separarse de sus hijos adoptivos, de familias que nunca han conseguido rehacerse ni superar la culpa, y de niños, algunos hoy ya adultos, que son y fueron víctimas y verdugos, huracanes y mariposas…, y cuyas almas quedaron para siempre ferradas con una marca indeleble.
Todo está en El huracán y la mariposa, o al menos intenté que estuviera. Fue tanto el dolor que traté de encerrar en sus páginas que quizá me salió una novela humana, demasiado humana, sin apenas tregua para el lector, que termina de leer con el alma comprimida. Pido disculpas.
He tenido recompensas. Una lectora me mandó un mensaje para agradecerme: “Mucha gente me ha dicho que escriba un libro con la historia de mi hija adoptiva. Ya no hace falta: lo has escrito tú”. Pero soy yo quien debo estarle agradecida. Ellas, madre e hija, son la vida verdadera. Mi recompensa.
Y también gracias a ellas, hoy sé de qué color es mi novela, mi primera y humilde contribución a la ficción. Uno de mis personajes…, perdón, una de mis personas tenía los ojos del color de la tristeza: de una tarde de otoño, del cielo antes de la tormenta, de la niebla, del humo y de la plata. Así, de ese color, es el género al que pertenece este libro: gris. Sí, ya puedo responder a la pregunta de amigos y familia: El huracán y la mariposa es una novela gris. Ahora lo sé.
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Autor: Yolanda Guerrero. Título: El huracán y la mariposa. Editorial: Catedral. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro
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