De la Semana Negra de Gijón, que este viernes inicia su trigésima convocatoria, se destaca siempre su carácter pionero en lo que a festivales de género se refiere. Fue la ciudad asturiana la primera que entendió que, en efecto, cabía desarrollar un andamiaje cultural y lúdico alrededor de la literatura, y seguramente fue en sus calles donde se empezó a discutir esa teoría, hoy aceptada de manera más o menos unánime, que señala a la novela policiaca como el equivalente con que el viejo género social cuenta en nuestros días. Con ser todo eso verdad, y con constituir razones suficientes para la celebración y el homenaje, no lo es menos que quizá el gran mérito de la Semana Negra, aquello en lo que no se piensa mucho cada vez que sale a colación su nombre, pero que en verdad la distingue, sea su afán por conectar dos orillas que no siempre dialogan tanto como debieran. Es justo señalar que, gracias al festival literario, Gijón fue puerto de entrada para no pocos escritores que, desde Latinoamérica, se esmeraban en la conformación de sus propios mundos sin que nadie les prestara la menor atención desde este lado del charco. Sus destinos, como es lógico, corrieron suerte desigual. Unos se desvanecieron al cabo de los años y los ecos de sus palabras tan sólo puede rastrearse hoy en librerías de viejo o mercadillos de ocasión. Otros fueron abriéndose camino y han terminado encontrando su hueco también a este lado del idioma. Un proceso perfectamente natural si se piensa que el propio padre del invento, Paco Ignacio Taibo II, presumía de doble nacionalidad. Nacido en Gijón en 1949, emigró a México junto a su familia cuando tan sólo contaba diez años. Cuando regresó a la tierra natal, ya había iniciado la renovación del policiaco en su país de acogida, gracias a las primeras novelas protagonizadas por el detective Héctor Belascoarán Shayne —Días de combate (1976) y Cosa fácil (1977)—, fenómeno que en España estaba teniendo un correlato en las obras de Manuel Vázquez Montalbán, Francisco González Ledesma o Juan Madrid sin que nadie, hasta aquel momento, llegara a establecer puentes firmes entre ambas casuísticas.
La Semana Negra lo ha venido haciendo, con acierto y constancia, desde su nacimiento hasta la fecha. Y aunque eso le haya acarreado buenas críticas por parte de determinados analistas acostumbrados a moverse entre la miopía y el lugar común, basta un mero vistazo por los nombres propios que ha hecho desfilar a lo largo de su historia para obtener una idea cabal de sus aciertos. En Gijón se descubrió para el gran público lector a autores como Jorge Franco (Rosario Tijeras), Mario Mendoza (Satanás), Santiago Gamboa (Los impostores, El síndrome de Ulises), Raúl Argemí (Penúltimo nombre de guerra, Retrato de familia con muerta, A tumba abierta), Juan Sasturain (Arena en los zapatos, La lucha continúa), Élmer Mendoza (Balas de plata, El amante de Janis Joplin) o Rafael Ramírez Heredia (La mara, Con M de Marilyn). En Gijón glosaron la extrema dureza de sus contextos cotidianos periodistas como Sanjuana Martínez o Javier Valdez Cárdenas, asesinado recientemente por los mismos individuos cuyas malas artes denunciaba en sus conferencias asturianas. También fallecía hace unas semanas, en su caso por muerte natural, el escritor mexicano Antonio Sarabia (Banda de Moebius, Troya al atardecer), que anduvo mucho por el certamen y dejó en él buenos amigos.
El recuento daría para mucho más. Por Gijón se dejó ver durante unos cuantos veranos el uruguayo Daniel Chavarría (Adiós muchachos, Aquel año en Madrid). No fue el único sospechoso habitual. Se hizo costumbre el tropezarse a primeros de julio, por los rincones más insospechados del callejero, con Eduardo Monteverde (Lo peor del horror, Carroña’s hotel), un estupendo escritor al que le salían ensayos cuando se sentaba a escribir novelas y novelas si lo que pretendía escribir eran ensayos. Y no está de más recordar, para concluir este apurado repaso en torno al papel jugado por la Semana Negra a la hora de establecer puntos de conexión entre dos continentes, que apenas nadie conocía a Leonardo Padura cuando se bajó por vez primera del Tren Negro en los andenes de la vieja estación. Hoy adorna su currículum con el Princesa de Asturias de las Letras.
También hubo quienes, de tanto venir, se acabaron quedando. En Gijón se instaló, tras conocer la ciudad a raíz de la Semana Negra, el cubano Justo Vasco (El muro, Mirando espero), que fallecería en ella allá por 2006 y al que aún se recuerda con cariño entre las bambalinas del certamen. No fue el único que optó por avecindarse en el septentrión de la península una vez conocidos los encantos de ese rincón asomado a los oleajes del Cantábrico. Tras llegar al certamen gijonés con la reputación de ser una de las plumas más afiladas del cuarto poder en México, y con sus libros Todos somos Superbarrio y La música de los perros bajo el brazo, Mauricio-José Schwarz se mudó al norte de los nortes para proseguir una trayectoria que ha tomado los rumbos de la divulgación científica, o anti-magufista, y cuyo último título, La izquierda feng-shui (Ariel), se presenta este año en el festival. También en Gijón plantó su cuartel general el chileno Luis Sepúlveda, que visitó por primera vez la Semana Negra cuando el viejo que leía novelas de amor era un fenómeno editorial y empezaba a levantar el vuelo la gaviota a la que un gato había aleccionado en el arte de surcar los cielos. También él presenta en unos días su última novela, El fin de la Historia (Tusquets), bajo las carpas que le han venido acogiendo desde entonces.
La Semana Negra, pues, abre caminos y crea, al mismo tiempo, su propia cantera. Uno de los ejemplos más recientes es el de Marcelo Luján (Buenos Aires, 1973), que empezó a acudir a Gijón cuando sus primeros libros le revelaron como una joven promesa y ganó el año pasado el premio Dashiel Hammett —uno de los galardones que concede el certamen y que merced a su palmarés han obtenido gran prestigio y reconocimiento en el ámbito internacional— con la magnífica Subsuelo (Salto de Página, 2015), una novela que se asoma a los demonios que anidan en el interior de los sujetos individuales y colectivos partiendo de algo tan anodino como sólo puede serlo un verano en una lujosa urbanización del extrarradio. La misma editorial que tuvo ojo para publicar ese título, casi una referencia para los amantes no ya del género, sino de la buena literatura, recupera ahora Moravia, una novela de escritura anterior en la que Luján dejaba ya buena muestra de su talento para la creación de atmósferas, la definición (o indefinición) de personajes y la capacidad para sacar petróleo de anécdotas que en principio pueden resultar banales o de argumentos que cabría resumir, e incluso agotar, en unas pocas líneas. Moravia parte de una pequeña narración que el autor encontró inserta en El extranjero, de Camus, y que apenas ocupaba allá un párrafo. Se propuso llevarla a su terreno dotando de biografía a quienes la protagonizaban e instigando coartadas certeras para sus acciones. El resultado es una narración que gana en interés a medida que se avanza en su lectura y que se aleja paulatinamente del mero ejercicio de estilo para alcanzar velocidades de vértigo en una espiral que conjuga equívocos y certezas hasta asumir que ningún final puede ser nunca un final feliz. Sin alcanzar la excelencia de Subsuelo, Moravia —que originalmente vio la luz en 2012— sirve para constatar que Marcelo Luján era un narrador de altura antes del Hammett, e incrementa la expectación ante lo que nos pueda deparar en un futuro cercano.
También la prosa de Tatiana Goransky (Buenos Aires, 1977) invita al optimismo. Ella estuvo por primera vez en la Semana Negra hace un año para presentar Los impecables, su primera novela editada en España. Regresa ahora con la intención de hacer lo propio con Fade out (Comba), su último y poderoso artefacto narrativo. Goransky es (o fue) cantante de jazz, y la hibridación entre lo literario y lo musical se ha venido manifestando en sus títulos de una forma que quizá alcance especial consistencia en esta novela en la que tres generaciones de mujeres se ven tocadas por el mágico y misterioso don de emitir sonidos a conveniencia, casi siempre piezas musicales que subrayan determinados episodios vitales. La peripecia de las protagonistas se narra con su propia voz, pero también con la de un biógrafo anónimo del que nada sabemos en principio y que ha sido contratado para tal fin. Él observa desde fuera lo que ellas analizan desde dentro, en una suerte de narraciones complementarias que encajan unas en otras al modo y manera de las muñecas rusas y que proponen un itinerario geográfico entre Buenos Aires, San Juan y Barcelona a la vez que plantean otro musical en el que hallan su conexión la tradición y las vanguardias, lo clásico y lo moderno, lo popular y aquello que en principio cabría considerar como elitista. Bebe Fade out (o lo parece) de las aguas torrenciales del realismo mágico, aunque no deja por ello de atender a los requisitos formales de su época o a la crudeza humana (o inhumana) del tiempo en que se ambienta, y lo hace destilando una libertad y una soltura a la hora de jugar con el lenguaje que la lectura de este libro se disfruta como una pequeña delicia.
Es evidente que vale la pena estar al tanto de lo que han hecho, y de lo que puedan hacer, Tatiana Goransky y Marcelo Luján. La pregunta es: ¿habríamos llegado a esta conclusión, tendríamos la menor noticia de su existencia, si no se hubiera encargado de difundirla un festival llamado Semana Negra? Hay mucha gente que tiene muy clara la respuesta. Otros quizá deberían empezar a meditar sobre ella.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: