El encuentro en Esquivias entre Miguel de Cervantes y la que poco después sería su mujer, Catalina de Salazar y Palacios, fue crucial para las letras españolas, porque fue ella la que le contó la historia del famoso hidalgo, o al menos la que prendió la mecha de la imaginación del escritor. ¿Existiría el Quijote, o nos acordaríamos, por tanto, de Cervantes sin Catalina?
Es una casona castellana típica, con fachada blanca, ventanas enrejadas, portón de madera claveteada, bodega, corral y patio. En ella entra Miguel de Cervantes un día de mediados de septiembre de 1584. Lo recibe Juana Gaitán, viuda de Pedro Laínez, para que se ocupe de la impresión de más de cien poemas inéditos que ha encontrado entre los papeles de su difunto esposo.
Y en eso está Cervantes, leyendo los poemas de su gran amigo como un último mensaje que le recita desde el más allá, cuando se abre la puerta y entra Diego de Hondaro, el nuevo esposo de Juana, acompañado de una guapa jovencita de dieciocho años. La Gaitán los presenta: ella es Catalina, y él, Miguel, el escritor que viene a ocuparse del Cancionero. “¿Escritor? —resopla la joven, dejándose caer en una silla baja—. Pues tenga cuidado con leer tanto. Que del poco dormir y del mucho leer se volvió loco un tío mío”.
Cervantes dedicará los días siguientes a gandulear por el pueblo en compañía de Catalina. Ella le va contando la historia de cada vecino metijón con que se cruzan, de cada blasón, de los viñedos de donde brota el famoso vino de Esquivias o de esos terrenos de su propiedad que la familia quiere ceder para construir una ermita. Pero lo que a Miguel le interesa de verdad es la historia de aquel tío suyo al que se le secó el cerebro a fuerza de leer tanto y dormir tan poco. Era fraile agustino, añade ella. Se llamaba Alonso Quijada, y fue tanta su afición y gusto por la lectura que llegó a despreocuparse de la administración de su hacienda y a vender muchas fanegas de tierra de sembradura sólo para comprar más libros de esos de caballerías. Hasta el cura del pueblo de entonces, Pero Pérez, decidió arrojar todos aquellos libros del demonio por la ventana y hacer una pira con ellos, preocupado por su salud. La de ambos. Pues también el cura era aficionado a aquellos libros.
Y un día, en uno de esos paseos, suben juntos al cerro de Santa Bárbara. Al norte, bajo el cielo diáfano, se intuye el tráfago de la Corte. Al día siguiente, veintidós de septiembre, después de acudir a la casa del escribano y obtener los poderes que le permitirán hacerse cargo de la impresión del Cancionero, Miguel deberá regresar a Madrid. Allí están sus amigos, su familia, tantas zozobras, tantos afanes de autor, tantas malas suertes atrasadas y también una mujer casada en cuyo vientre crece una hija suya.
Entonces se vuelve hacia Catalina y se lo dice: “Creo que me estoy volviendo loco”. Ella sonríe: “Ya se lo avisé. Eso de leer tanto, y dormir tan poco, puede volver loco a cualquiera”. Él le aclara que no es por eso. Y lo suelta, sin tachaduras en la voz, con la misma limpieza y decisión con que escribirá años después su obra inmortal: “Me estoy volviendo loco por ti”.
Ella lo mira atenta, primero con perplejidad, luego sin poder contener la risa. Le produce cierta ternura este hombre extraño, procedente de Madrid, casi veinte años mayor que ella, de ojos vivos pero cansados y medio calvo, de frente limpia como los campos de Castilla, con su mano atrofiada y de conversación amena, descreída y sarcástica. Un hombre que, según le ha contado durante los paseos, ha vivido en Italia, ha combatido en Lepanto, ha estado cautivo en Argel y que ahora, de regreso en Madrid, se empecina en conquistar las letras a pesar de sus probados fracasos. Ella no se cree del todo todas esas historias, no le pueden haber pasado tantas cosas a este hombre, y todas malas. Piensa que se las inventa para fascinarla. Aunque se le ve un hombre sincero. Cuenta sus aventuras sin darle importancia, con cierta guasa y distancia, como si le hubiesen sucedido a otro, a alguno de esos caballeros andantes por cuya culpa se volvió majareta su tío.
El 12 de diciembre se casan en la parroquia de Esquivias. Al poco, Cervantes ha de partir hacia el sur por motivos de trabajo. A lomos de su rocín, mientras cruza Despeñaperros, entretiene las horas pensando en aquel pariente de su mujer que se pasaba las noches leyendo de claro en claro y los días de turbio en turbio, tratando de desentrañar pasajes que ni el mismo Aristóteles habría entendido, aunque hubiese resucitado sólo para ello. Pasajes como: “Los altos cielos que de vuestra divinidad divinamente con las estrellas os fortifican y os hacen merecedora del merecimiento que merece la vuestra grandeza…». Se sonríe Cervantes bajo la noche estrellada de Sierra Morena, de camino a su destino. Sería una buena historia, piensa. Alguien debería escribirla.
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