Para David Summers, digno hijo de su padre.
Manuel Summers era un artista total. Pintor, humorista, dibujante, escritor, cineasta. No es que todo lo hiciera bien, sino que en todo era genial, distinto, provocativo, entrañable, sarcástico o irónico o cruel, pero con la ternura limando enseguida cualquier aspereza o sospecha de malencaramiento. Además, era así en la vida, un tipo decente, cabal, honrado y honesto. Sin pelos en la lengua, sin más compromisos que sus ideas, siempre libres, siempre propias, su familia y sus amigos. Durante el franquismo la censura se cebaba con sus dibujos o películas y él se las componía para hacerles frente con humor frente a la hipocresía y la intolerancia, sus grandes enemigos junto con la cursilería y el aburrimiento. Luego llegó la democracia y Summers siguió igual, y de nuevo la intolerancia ideológica, esa propensión ibérica a pedir los carnets, a los ajustes de cuentas y a la calificación descalificadora volvieron a señalarle; de rojo a facha. A Manolo todo eso, seguro, le dolía por dentro, pero ponía buena cara, hacía un chiste, una pirueta, una película y seguía a lo suyo, porque callarle o imponerle qué decir, o cómo o dónde decirlo o no hacerlo se le daba una higa. Como era de esperar, le pasaron factura, y se la siguen pasando, porque siendo uno de los grandes nombres del cine español, apenas se le cita y no digamos se ven sus películas. Pues peor para las miserias del cine español, qué quieren que les diga. Yo visito con frecuencia y aprovechamiento sus películas, y sus dibujos y chistes, porque son un gran lenitivo, vitamina para estos tiempos nuestros tan miserables, tan justicieros, tan políticamente correctos, tan poco liberales y tan autoritarios en todo. Del rosa al amarillo, La niña de luto, El juego de la oca, Juguetes rotos, ¡Adiós, cigüeña, adiós!, No somos de piedra, Ángeles gordos, To er mundo é güeno o cualquiera de sus películas siempre sorprende, siempre reconforta, siempre encuentra dentro de ti algo muy tuyo, que a veces has escondido muy adentro.
Hoy les quiero hablar de Del rosa al amarillo (1963), una película prodigiosa, un hito en el confundido cine español de comienzos de los años 60, una película inesperada que se convirtió en un enorme éxito en taquilla y colocó a Summers en la primera línea de los nuevos cineastas, Saura, Picazo, Martín Patino, Regueiro, Camus, que dejaban ver una cierta ola de nuevas películas. Aunque lo de nuevas requiera, en el caso de Summers, ciertos matices. Nueva porque una película de Summers siempre es un natalicio, un descubrimiento, algo que no te esperas, pero no hay que negar que viendo Del rosa al amarillo uno rastrea la huella que el neorrealismo italiano, tanto el combativo, el intelectual como el sentimental, Rossellini, De Sica, Fellini, dejó en nuestro cine. Y de igual manera, quizás aún más, se aprecia la influencia del Truffaut de Los 400 golpes. Porque la película de Summers se pega a la piel de los tiempos, la rueda en la calle, mezclando actores no profesionales con otros que lo son junto con amigos como Antonio D. Olano o colegas como Vicente Llosá, pero no aspira a certificar nada que no sea la máxima pascaliana o de Saint-Exupéry, esa de que el corazón conoce razones que la mente ignora. Y porque rezuma sinceridad, apuntes de la vida cogidos al vuelo, enorme ternura por sus personajes, por sus vidas, lucidez a la hora de comprender que la vida son instantes que uno atesora, y si nos ponemos cursis, eso que Manolo tanto odiaba, la luz breve atravesando un cristal.
Summers había diseñado su película en tres episodios, el paso de la infancia a la adolescencia, la madurez y la despedida de la vida. El de la madurez se convirtió en una película autónoma, La niña de luto, porque Summers comprendió que poseía una entidad propia que desbordaba la concepción de la película que planeaba. Acertó en el descarte, de un lado porque La niña de luto es una obra maestra, y de otro porque Del rosa al amarillo goza tal como quedó de una completa armonía poética, algo así como la forma de encuadrar la vida, su comienzo y el final, o la curva ascendente y la descendente de las ilusiones sentimentales. Porque la película va del amor, de cómo lo descubrimos, lo intuimos, lo perseguimos, se nos escapa o lo perdemos y de cómo, si de verdad nos ha tocado el corazón, lo recordamos siempre o lo sacrificamos todo por ese amor. Si tuviera que citar a un poeta, tratándose de Summers y de Del rosa al amarillo, cito el magnético soneto de Lope de Vega antes que cualquier soneto dolorido y no menos magistral de Garcilaso de la Vega. Así están las cosas.
Porque en Del rosa al amarillo lo que de verdad importa son los personajes y lo que sienten. Ahí están las palabras del guion, frescas, directas, recién nacidas, la puesta en escena limpia, directa, sin tapujos ni trampas, y la verdad de los actores, los chavales de la pandilla del madrileño barrio de Salamanca, un corte de corteza de lo que era un barrio, estudiantes y botones, alborotada, jaranera, llena de vida, de vida al minuto, despreocupada, de juegos, de fintas de amistad o amor entrevisto, o la pareja que apura la vida en una residencia de ancianos en Toledo. Madrid y Toledo, dos arqueologías sentimentales de un tiempo, unos lugares, unas circunstancias. Un tiempo, casi solo unos instantes. Una película dividida en dos episodios que se juntan en perfecta armonía, sin cesuras, sin fracturas, porque los dos episodios, el de la instantánea juventud y el de la impaciente ancianidad, hablan de lo mismo, sienten de y por lo mismo, que lo importante es amar y ser amado, querer y quererse, el resto es nada.
Del rosa al amarillo es pura magia de cine en estado puro, obra de un alquimista genial llamado Manuel Summers. Saludos, querido y admirado Manolo.
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Del rosa al amarillo (1963). Producida por Francisco Lara y Manuel Summers. Dirigida y escrita por Manuel Summers. Fotografía, Francisco Fraile, en blanco y negro. Música, Antonio Pérez Olea. Interpretada por (Primera Historia) Pedro Díez del Corral, Cristina Galbó, Manuel Summers Rivero, Pilar Gómez Ferrer, Sergio Mendizábal, (Segunda historia) José Vicente Cerrudo, Lina Onesti. Duración: 87 minutos.
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