Recuerdo muy bien que supe que Camilo José Cela había recibido el Premio Nobel de Literatura correspondiente a 1989 una mañana al llegar al Instituto de Filosofía del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, en el que pasé tres años con permiso de mi universidad, la Autónoma de Madrid. Creo que fue Reyes Mate quien, alegre, me dio noticia. Yo, la verdad, no me alegré tanto como él, no porque tuviese algo en contra de Cela sino porque inmediatamente pensé: “Tenían que habérselo dado a Delibes. Ahora ya nunca le tocará por eso de las cuotas lingüísticas”. En esto último no me pude equivocar más porque el año siguiente lo recibió Octavio Paz, pero entonces modifiqué mi criterio lingüístico por otro nacional. Desde entonces solo un escritor en lengua castellana ha recibido este galardón: mi admirado Vargas Llosa.
En mi santoral literario, Delibes ocupa un puesto de honor. ¡Cuánto he disfrutado leyendo obras como El camino, Los santos inocentes, El disputado voto del señor Cayo, Cinco horas con Mario, El hereje, Diario de un cazador y Diario de un emigrante. Aún recuerdo el placer con el que las leí. Apenas tengo ahora el tiempo necesario para volver sobre ellas, ante tantos nuevos conocimientos que surgen constantemente y que hay que entender y aprender.
Sí recuerdo perfectamente una dramática situación que viví, y en la que una novela de Delibes nos vino a mi mujer y a mí inmediatamente a la mente. Fue cuando un fuerte terremoto (7,6 en la escala de Richter) nos sorprendió el 14 de marzo de 1979 en la quinta planta de un hotel de la avenida de los Insurgentes de la ciudad de México. Aún puedo “ver” a mi mujer, abrazando a nuestra hija de pocos meses debajo del dintel de la puerta de nuestra habitación, mientras todo se movía y los azulejos del cuarto de baño se desprendían de la pared como si fueran piezas de un castillo de naipes. Sin decírnoslo, los dos habíamos recordado una escena de Diario de un emigrante, en la que el protagonista, un español transterrado en Chile, se refugiaba debajo de un dintel cuando le pilla un terremoto. Chile es tierra de grandes terremotos; por poco me libré del muy terrible del 27 de febrero de 2010: al día siguiente tenía que coger un avión para asistir en Valparaíso al Congreso Internacional de la Lengua Española que se iba a celebrar y que obviamente se suspendió.
Cuando fui elegido miembro de la Real Academia Española en 2003, entre las alegrías que aquella elección me suscitó fue la de que podría conocer a Delibes. Pero después de leer mi discurso de entrada y me pude incorporar a los plenos, descubrí que él ya no asistía. Tuve que conformarme —pobre consuelo— con una amable carta suya que me había enviado en contestación a la tradicional que le había escrito yo presentándome, antes de que tuviera lugar la pertinente votación para la elección de un candidato, carta que conservo con cariño por el valor que para mí tiene. Ahora me pide El Cultural que participe en el homenaje que la revista le hace con ocasión del centenario de su nacimiento. Contribuyo con placer y con no pequeño temor, porque ¿qué puedo decir yo sobre Miguel Delibes que no hayan dicho ya muchos otros? Lo primero que he hecho es leer su discurso de entrada en la RAE del 25 de mayo de 1975 y al que tanto me hubiera gustado asistir. Lo tituló El sentido del progreso desde mi obra y su editorial, Ediciones Destino, lo editó enseguida con el título más comercial —y tal vez más apropiado— de S.O.S. Si digo “tal vez más apropiado” es porque el núcleo central del discurso fue un dramático llamamiento en pro de la conservación de la biodiversidad y de nuestro planeta, un llamamiento —o mejor, una denuncia— de lo que se estaba haciendo, y que iba acompañado de una crítica, tan feroz como informada y justificada, al sentido del progreso que tenía la humanidad, y que, ¡ay!, continúa teniendo.
“El verdadero progresismo —dijo aquel día— no estriba en un desarrollo ilimitado y competitivo, ni en fabricar cada día más cosas, ni en inventar necesidades al hombre, ni en destruir la Naturaleza, ni en sostener a un tercio de la Humanidad en el delirio del despilfarro mientras los otros dos tercios se mueren de hambre, sino en racionalizar la utilización de la técnica, facilitar el acceso de toda la comunidad a lo necesario, revitalizar los valores humanos, hoy en crisis, y establecer las relaciones hombre-naturaleza en un plano de concordia”. Y señalaba que esa idea de progreso formaba parte esencial de su obra. Como ejemplo ponía a Daniel, su pequeño “héroe” de El camino, que “se resistía a integrarse en una sociedad despersonalizadora, pretendidamente progresista, pero, en el fondo, de una mezquindad irrisoria”. En algún lugar leí —no sé si será verdad— que hubo académicos a los que no les gustó el discurso de su nuevo compañero, pues pensaban que la Academia no debía ser foro de opiniones en el fondo “políticas”. No es esa mi opinión. Todo lo contrario, creo que aquel día de mayo de 1975 la Real Academia Española vivió uno de sus buenos momentos, tal vez de los mejores de su historia, porque no hay nada más noble que defender el presente y el futuro de los seres humanos, a los que los alambicados procesos de la evolución han dotado de ese maravilloso instrumento que es el lenguaje, y que en una de sus manifestaciones estudia, conserva y se esfuerza en “limpiar” la institución que honró a y fue honrada por aquel cazador que escribía. No se piense, sin embargo, que la visión conservacionista de Delibes era solo la de “un hombre de campo”.
En su discurso en la RAE mostró que estaba bien informado, algo que, por otra parte, era de esperar si se tiene en cuenta que cuatro de sus siete hijos son biólogos (uno de ellos, Miguel, dirigió durante doce años la Estación Biológica de Doñana). En Un año de mi vida (1972), incluido en el tomo VII de sus Obras completas (Círculo de Lectores Ediciones Destino, 2007), se lee “17 de marzo. Me cuenta mi hijo Miguel que el análisis de la leche de una amiga que acaba de ser madre daba una proporción apreciable de insecticida. (Esto al margen, se sospecha que el DDT determina la esterilidad en muchas mujeres). Según parece esto es ahora común a todas las jóvenes madres ya que la fruta, las hortalizas, las aguas de los ríos arrastran una carga considerable de este veneno que se transmite fácilmente al organismo”. En el discurso de entrada en la RAE elaboró sobre este punto, refiriéndose explícitamente a los perniciosos efectos del DDT de los que habla la autora de un libro inolvidable, Primavera silenciosa (1962): “Llegados a este punto, la apelación a las teorías de la naturalista americana Rachel Carson se impone. Esta señora relaciona la casi total desaparición del petirrojo y el pigargo de cabeza blanca o águila calva, en Estados Unidos, con el abuso de pesticidas”.
La muerte, el adiós definitivo, no es por inevitable bienvenido. Es escaso el consuelo que puede aportar el saber que a Miguel Delibes le evitó el desgarro emocional e intelectual que sin duda le habría producido asistir a un deterioro cada vez más intenso y manifiesto de la naturaleza, animal, vegetal y mineral, que tanto había significado en su vida, y que dio realidad y sentido a su obra. Pero su ejemplo, y no solo por su literatura, permanecen en nuestro recuerdo.
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Artículo publicado en El Cultural.
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