Como ya les hemos contado en otro artículo, el historiador británico sir Antony Beevor estuvo en Madrid los días 14 y 15 de noviembre, invitado por el Festival Eñe, y aparte de los dos actos públicos en los que participó, Zenda pudo tomar parte en un «tercer acto», entrevistándolo en el Hotel Suecia, justo al lado del Círculo de Bellas Artes. Al no tener un libro específico que presentar y al que ceñirse, tanto sus charlas como nuestra entrevista tenían una mayor libertad para elegir de qué hablar, manteniéndose siempre dentro de lo que a sir Antony le ha dado justa fama: unos libros de Historia en torno a varios de los principales conflictos del siglo XX (La Revolución Rusa, la Guerra Civil Española y la Segunda Guerra Mundial), en los que los grandes protagonistas históricos comparten espacio con los testimonios de personas hasta ahora menos conocidas o anónimas. Empezamos por Paddy Fermor, seguimos haciendo trampas en archivos rusos y acabamos por la calidad del reflejo de la Historia en las pantallas grande y pequeña.
—El año pasado entrevistamos en Zenda a la esposa de usted, Artemis Cooper, sobre el tema de Patrick Leigh Fermor. Por cosas del azar, en Zenda hemos coincidido varios colaboradores interesados, por diversas razones, en él. Usted lo conoció personalmente y, como nos dijo ella en la entrevista, casi escribe usted su biografía. ¿Qué nos puede contar de él?
—Oh, Paddy, por supuesto. Me fue de gran ayuda en uno de mis libros, La batalla de Creta. Fue uno de los grandes héroes ingleses, y no solo fue un héroe de guerra, sino un gran escritor de prosa, lo cual no es una combinación frecuente. Las descripciones de sus viajes a pie desde Inglaterra hasta Estambul cuando solo tenía diecisiete o dieciocho años son de las grandes obras de la literatura inglesa. Solo por eso ya sería un héroe, pero además era un personaje extraordinario: valiente, gracioso, era una delicia tenerlo cerca. Y un guapo famoso también, tuvo muchos amores. Siempre le decíamos que si se podía convertir en píldoras, para podernos tomar una cuando necesitáramos levantar el ánimo.
—Usted fue militar y novelista antes que historiador. ¿En qué le ayudaron esas experiencias previas para escribir luego libros de Historia?
—Más que «ser novelista», intenté escribir novelas, digámoslo así. No estoy orgulloso de ellas. Pero sí que fue de ayuda, porque me animó a escribir de una manera visual, casi como si escribiera un guion de cine, porque para mí lo visual es lo que comunica la realidad de un momento determinado, así que aunque como historiador no estés inventando nada, lo hace más accesible desde un punto de vista humano. En Inglaterra tenemos la suerte de tener una tradición de considerar a la Historia como una rama de la literatura, no de la ciencia (como en Alemania o Escandinavia), así que nuestro enfoque es menos puramente analítico. Cuando mi libro Stalingrado tuvo gran éxito me venían los periodistas preguntando si la Historia era la nueva novela, y yo les decía «no, qué va, no lo es en absoluto», pero entiendo lo que querían decir. Hasta cierto punto me sentía halagado, pero habría sido una simplificación creerlo así, porque obviamente la Historia tiene que ser completamente ceñida a los hechos, no es algo que te puedas inventar. Sin embargo, sí que puedes escribirla de una manera que use la acumulación de detalles: el tiempo que hace, el ambiente, el estado de ánimo, lo que sea, procedente de cartas, diarios e incluso archivos e informes oficiales. Es cuestión de encontrar detalles que te permitan recrear ese momento en particular. ¿Cómo puede la gente de hoy saber, si no, cómo era una guerra totalitaria? Incluso los informes más aburridos que encontraba en los archivos rusos podían contener destellos de detalles humanos que comunicaban esa realidad.
—No sé si sabe que el fundador de nuestra revista es Arturo Pérez-Reverte…
—¿De verdad?… Solo hemos coincidido una vez, pero teníamos un gran amigo en común, Javier Marías, que también me ayudó en mi libro sobre la Guerra Civil Española.
—Por supuesto, son todos ustedes parte del Reino de Redonda.
—Sí, yo soy [lo dice en español] «duque de Stalingrado» y Artemis es «duquesa de Cairo».
—Pues, como le decía, Pérez-Reverte ha escrito varias novelas de ambientación histórica, y con cierta frecuencia le dicen: «Me interesaría aprender algo sobre tal periodo histórico. ¿Podría usted recomendarme una novela?». A veces le piden que recomiende libros de Historia, sí, pero a menudo le preguntan por novelas. ¿Se puede aprender Historia leyendo novelas?
—Aprender no, pero entender algo sí, siempre y cuando sea una buena novela histórica. Niall Ferguson, por ejemplo, dice que toda la ficción histórica es un horror, lo cual es un punto de vista de historiador muy estricto. Yo no estoy de acuerdo, creo que hay novelas históricas brillantes. Lo que odio, y lo encuentro en muchos casos, es que hay novelistas que usan la Historia como una fórmula facilona, que te hace pensar: «Oye, un momento, esto es para no tener que trabajártelo». Sería mejor no usar nombres históricos reales, hacer una especie de roman-à-clef, como en The Song Before It Is Sung, de Justin Cartwright, una estupenda novela sobre la extraordinaria relación entre el filósofo británico Isaiah Berlin y Adam von Trott, uno de los golpistas que intentaron asesinar a Hitler. Uno sabe que los personajes están enteramente basados en estas dos personas, pero cambió los nombres. Estaba muy bien investigada, manteniendo la esencia y los sentimientos de aquella relación, pero así te alejaba un paso de la realidad. Para mí era una novela genuina. Me inquietan las novelas donde usan personas reales y básicamente lo que hacen es inventar diálogos para que no parezca un libro de Historia, sino una novela. Hay casos, sin embargo, como el de mi amigo Robert Harris, que mantiene los nombres reales y aun así tengo que admitir que me gustan mucho sus novelas. Así que, para resumir, tengo sentimientos encontrados sobre este tema.
—¿Y las novelas históricas clásicas, por ejemplo? ¿Es Guerra y paz una buena novela histórica?
—Es uno de los grandes símbolos de la ficción literaria, pero aparte de Napoleón y alguna otra persona real, los demás personajes son inventados, así que es, genuinamente, una novela.
—En sus charlas a nivel internacional le preguntan a usted más por la Segunda Guerra Mundial y por la Revolución Rusa, pero ¿qué lecciones puede aprender la comunidad internacional de la Guerra Civil Española?
—Por cronología, tendría que haber escrito mis libros sobre la Revolución Rusa antes que el de la Guerra Civil Española, porque la evolución y conexiones habrían quedado más claras, pero la lección importante es cómo sigue el patrón que se estaba desarrollando en el siglo XX, porque los historiadores alemanes tenían razón cuando consideraban a la Primera Guerra Mundial «la catástrofe original», pero el grado de destrucción y crueldad de la Guerra Civil Rusa fue lo que creó el círculo vicioso de miedo y odio mutuo entre izquierda y derecha, rojos y blancos, comunistas y fascistas. La crueldad en la Guerra Civil Española no tuvo tanto sadismo: sí, se mataba al enemigo, pero para evitar que se recuperara y te matara a ti, fueran los nacionales en Andalucía, porque sabían que estaban en minoría y por lo tanto usaron la crueldad como arma de guerra, o los republicanos en Madrid. Pero no se llegó al grado de tortura sádica de la Revolución Rusa, que luego se extendió hasta cierto punto por España y después por Europa con la Segunda Guerra Mundial. Y esta dicotomía existe aún hoy en día, aunque es más de autocracias contra democracias.
—Un historiador español, durante sus investigaciones para escribir su libro La Guerra Civil Española (The Battle for Spain), le dijo a usted: «Las palabras no matan». Usted respondió que sí matan, porque conducen a la violencia en la fase anterior a los conflictos armados. ¿A partir de qué momento en el caldeado discurso político de un país debe uno sentirse preocupado? En España ya estamos empezando a pasar de palabras a insultos, de insultos a amenazas y de amenazas a hechos.
—Eso es lo preocupante de las redes sociales, que ayudan a aumentar el miedo y el odio al no ver siquiera a la gente con la que tratas. No me gusta predecir nada, pero es un peligro existente, por supuesto, como el hombre ese que quiso matar a Nancy Pelosi, por ejemplo, y acabó golpeando a su marido con un martillo. Se deshumaniza al oponente y se lo convierte en un enemigo. Tim Berners-Lee, el inventor de internet, pensaba que iba a ser una gran manera de que la gente pudiera hablar la una con la otra y ha acabado siendo una forma de odiarse mutuamente. Me parece terrorífico. Y eso que luego, si hablaras en persona con esa misma gente cara a cara jamás te dirían cosas así. Ya pasaba antes por carta o artículos de prensa, pero ahora se ha exacerbado con las redes sociales.
—Al hablar de su experiencia entrevistando a gente en Rusia para su libro sobre la Revolución dijo usted que le parecía que las mujeres resultan ser testigos más fiables que los hombres.
—Muy cierto.
—¿Es esto algo que ha notado en más lugares, España por ejemplo?
—Particularmente en Rusia, porque en su caso el sistema soviético humillaba con su totalitarismo la imagen masculina del hombre como cabeza de familia que tomaba las decisiones de la casa, pero luego sabía que en realidad no tenía ningún poder. Las mujeres simplemente aceptaron la situación y mantuvieron la boca cerrada… pero los ojos abiertos. Anne Appelbaum, la autora de Gulag, comparaba notas conmigo y notábamos lo mismo. Los hombres que habían estado en el gulag intentaban luego imponer su versión de la historia retocando sus testimonios de una manera favorable a su manera de ver las cosas, pero las mujeres no hacían eso. No estaban interesadas en reescribir nada, no tenían ese narcisismo masculino, o lo que fuera, que impulsaba a muchos testigos varones a intentar tomar un control a posteriori que en realidad nunca habían tenido. En España o Alemania hablamos con menos mujeres porque había menos de ellas en posiciones decisivas a nivel histórico, así que no podría afirmar lo mismo con confianza.
—La primera versión de su libro sobre la Guerra Civil Española se publicó en 1982, pero ¿cuándo empezó a documentarse?
—Más o menos en 1975. Llegué a España poco después de la muerte de Franco para documentarme para una novela que, afortunadamente, nunca se publicó. Me dan mucha vergüenza mis novelas, no eran buenas, estaba aprendiendo a escribir aún, pero fue a raíz de ese intento de novela cuando mis editores me dijeron que, ya que yo tenía experiencia militar, por qué no escribía historia militar. Sin embargo, al historiador militar solo le interesa el movimiento de tropas sobre el terreno, mientras que al historiador de guerra, que es lo que yo soy, le interesa todo el espectro bélico, incluyendo el efecto sobre la población civil y su sufrimiento. Fue ese el momento en el que pasé de la ficción a la Historia. Pero en 1982 yo no tenía los recursos financieros para investigar lo suficiente. Fue solo después de mis libros sobre Stalingrado y Berlín cuando mi editor español, Gonzalo Pontón, me dijo: «Tu libro sobre la Guerra Civil Española no es malo, pero podemos hacerlo mejor». Y aunque yo no pude a ir a Rusia entonces, Lyuba (Vinográdova), mi estupenda colega, encontró gran cantidad de material de archivo sobre el papel soviético en la España de entonces. Lo cual llevó a un incidente curioso: cuando el libro se publicó en español fui a Estados Unidos, y Antonio Muñoz Molina, del Instituto Cervantes de Nueva York, me pidió hacer una «presentación» [dice la palabra en español]. Durante ese acto, dije que había averiguado en los archivos rusos que los soviéticos planeaban en 1937, si ganaban la guerra, convertir a España en un estado satélite suyo, como después lo fueron varios otros del este de Europa tras la Segunda Guerra Mundial, y entre los asistentes había un miembro de las Brigadas Lincoln que se puso a gritar en medio de la charla, aunque después se disculpó, porque «publicar eso daría munición a la derecha fascista».
—Supongo que la calidad de un libro de historia depende mucho de las fuentes que use.
—Enteramente, sí.
—Así que, ¿qué países de los que ha visitado se han portado mejor y peor con usted en este respecto? ¿Dónde es más fácil y más difícil documentarse para un libro de Historia?
—Ian Kershaw, que escribió un gran libro sobre Hitler y viajó también a Japón, me decía: «Si alguna vez piensas que has tenido problemas en los archivos rusos, prueba los japoneses». Están siempre muy a la defensiva, muy en plan protector de sus fuentes. En Rusia yo tuve una suerte increíble. Al igual que en el amor y en otras cosas de la vida, el timing en Historia es importante. Lyuba justo acababa de empezar a trabajar en los archivos de Podolsk cuando un ministro de Boris Yeltsin dio orden de abrirlos a investigadores extranjeros. Había quien estaba horrorizado, porque qué era eso de revelar secretos a los «enemigos de Rusia», ¡sobre todo a un inglés que había estado en el ejército británico! Y Rusia tiene una extraña mezcla de paranoia e ingenuidad, debido a la cual no querían darte nada, pero cuando lo hacían podíamos hacerles todo tipo de trampas. Por ejemplo, seleccionaban mucho qué papeles se nos permitía ver, pero luego en vez de darte solo las páginas concretas de un documento te daban el dosier entero diciéndote que no miraras lo demás. Así que era como copiar en un examen. Lyuba revisaba lo que se nos permitía, mientras yo tomaba notas a mano de lo demás, porque no nos dejaban meter cámaras ni ordenadores. Yo tenía cuadernos de esos con espiral, de los que podías arrancar páginas y no se podía saber si faltaba alguna, porque no quedaba rastro de ella, y me las metía en el bolsillo, por si luego nos revisaban los cuadernos.
—¿Y España, cómo se compara con eso?
—Oh, ningún problema, es como cualquier otro país de Europa Occidental. Los empleados son muy atentos y se trabaja muy bien. Alemania resulta un poco burocrática, pero también son muy amables. En ninguno de los dos intentan evitar que veas nada que necesites. En el Reino Unido el problema es un tema gubernamental, las normativas de plazos temporales, que restringen el acceso a veces incluso cien años después de los hechos, así que nunca van a estar completamente abiertos. Es un debate interesante, el de qué archivos deben los gobiernos abrir y con cuánta presteza. Hay sindicatos de escritores que han preguntado alguna vez cómo funciona la regla de los veinte años o los treinta años. Yo creo que es buena idea poner un límite de plazos, porque si se permitiera un pronto acceso, se destruirían multitud de documentos polémicos para evitar consecuencias. Por eso yo nunca escribiría una historia de la Guerra de Iraq, por ejemplo, porque sé que hay documentos en los archivos que no se van a poder ver durante mucho tiempo todavía. Primero se guardan los documentos en los archivos tras el final de la guerra y luego se decide qué hacer con ellos más adelante, pero si no fuera así se destruirían o censurarían antes de poderse almacenar.
—Sin embargo ahora, con el uso de correos electrónicos y demás, debería ser más fácil acceder a la información necesaria una vez que se abra oficialmente: está todo electrónicamente almacenado en el mismo sitio, no en cajas dispersas por varios edificios.
—Ese es un problema, porque se sabe que muchos ministros, ilegalmente, no usan sus cuentas oficiales, sino otras. Además, ¿qué historiador va a tener los recursos para analizar toda esa cantidad de material? Cuando escribí mi libro sobre Berlín, la BBC una vez, y una sola, no lo han vuelto a repetir, me permitió acceder durante dos años, a modo de experimento, a todos sus recursos y materiales sobre la Segunda Guerra Mundial, y yo les estuve muy agradecido, porque pude acceder a las listas de toda la gente a la que habían entrevistado en Alemania o la Unión Soviética y dónde se encontraban en cada momento.
—De todos los conflictos que ha investigado, ¿qué incógnita todavía oculta o poco clara le gustaría poder resolver?
—En los archivos rusos tuvimos a un gran amigo de Lyuba, que desafortunadamente tenía un problema con la bebida, que se arriesgó mucho para pasarnos material que aún era secreto y estaba sellado en los archivos. Y pensamos: «Esto va a ser un scoop, una exclusiva fantástica», sobre que Lavrenti Beria iba a usar sus tropas cuando entraran en Berlín para intentar hacerse con los secretos nucleares alemanes y construir su propia bomba atómica. ¡Y luego ni un solo reseñador lo mencionó en sus artículos! Lo cual es lógico, supongo, porque la gran historia de mi libro sobre Berlín era el tema de las violaciones en masa.
—Pero si alguien le llegara un día con un cajón de documentos y le dijera «mire, aquí tiene usted todo lo que siempre quiso saber sobre este tema», ¿qué querría encontrar dentro? ¿Cuál es su Santo Grial?
—¿Mi Santo Grial?… [sonríe] Pues no lo sé… Hay algunos documentos que serían interesantes, como por ejemplo los del vuelo de Rudolf Hess a Inglaterra. Yo creo que estaba loco, que tenía algún tipo de problema mental, pero en mayo de 1941, justo antes de que Hitler invadiera la Unión Soviética, Hess viajó a Inglaterra con la esperanza de firmar una paz entre Alemania y el Reino Unido, y los documentos de sus entrevistas en Inglaterra aún están sellados, no sé por qué, quizá solamente por un exceso de cautela.
—Ha dicho usted que «lo que uno descubre cuando estudia golpes de estado o guerras civiles es que la apatía juega un papel importante: los que hacen nada son casi más importantes que los activistas». Teniendo esto en cuenta, ¿qué puede hacer una persona corriente de hoy en día con respecto a las situaciones de su país?
—Eso lo dije sobre la Guerra Civil Rusa, donde la Revolución de Febrero fue un movimiento propiamente popular, sin líderes bolcheviques o revolucionarios, ya que estaban todos o en Siberia o en prisión. Trotski estaba en Norteamérica y Lenin estaba en Zúrich. Y la razón por la que triunfó fue porque la clase gobernante del régimen zarista estaba tan desmoralizada por la corrupción, la incompetencia y todo el tema de Rasputín (que es de lo que trata mi próximo libro, por cierto) que nadie desenvainó una espada para defender al zar. Eso fue febrero de 1917. Lo de octubre fue diferente, eso ya fue un golpe de estado liderado expresamente por los bolcheviques, y creo que después de la apatía mostrada en febrero, ocho meses después ya no quedaba nada que mereciera la pena defender. No era ya un régimen que hubiera perdido la confianza de su pueblo, sino que había perdido la confianza en sí mismo.
—Y eso, aplicado a hoy, ¿qué puede enseñarnos? ¿Qué puede hacer alguien en Estados Unidos, Italia, Hungría, el Reino Unido, Polonia, España, sobre lo que está sucediendo en sus naciones?
—Esos países no están así por apatía necesariamente. No fue eso lo que ha permitido la victoria de Donald Trump en las elecciones en Estados Unidos, por ejemplo, sino falsas asunciones por parte de los demócratas. Daban por hecho que las minorías étnicas iban a apoyarlos, y que con temas sociales como el aborto o los derechos de los homosexuales y transexuales iban a compensar cualquier ganancia que Trump pudiera obtener por otro lado, pero ha sido un error tremendo. Han perdido a la población blanca trabajadora sin estudios superiores porque se los ve ahora como un partido dominado por liberales universitarios de izquierdas.
—¿Cree que muchos países quieren ahora un «hombre fuerte» al frente de sus gobiernos?
—¿Ha sido en Francia donde ha salido una encuesta diciendo que el 24% del país quiere que el ejército se ponga al mando? [hace gesto de quedarse boquiabierto] Y lo preocupante es que los varones jóvenes son los que están tendiendo a preferir candidatos autoritarios, lo cual muestra que han perdido su confianza en la democracia. Demasiados políticos están prometiendo cosas que no pueden cumplir, haciendo creer que están en control de sus decisiones, cuando no es así en este mundo tan globalizado. La razón por la que el Brexit triunfó fue porque su lema «take back control» (retomar el control) era brillante al condensar la idea de poder controlar tu propio destino sin que nadie pudiera impedirlo. Y eso no es posible. El Reino Unido es un país pequeño, con una economía cada vez más pequeña, y no tiene el poder para controlar su propio destino.
—A menudo le preguntan a usted por películas de guerra…
—Oh, sí. Hay un par de ellas muy buenas, pero el problema es que Hollywood tiene que cambiar la Historia para conformarse a su manera de contar historias (arcos de personaje, etc). Por ejemplo, Benedict Cumberbatch estuvo genial en Descifrando Enigma (The Imitation Game), pero para convertirlo en una buena historia cambiaron la Historia, lo cual es un ultraje, porque cada vez más gente obtiene su educación histórica a través de series y películas.
—Es sabido que no tiene usted en mucha estima a Salvar al soldado Ryan, excepto sus primeros veinte minutos, pero ¿qué piensa de Hermanos de sangre (Band of Brothers)?
—Esa fue mucho mejor, basada en un libro bien documentado y siguiendo a los mismos personajes todo el tiempo. No es perfecta, pero mucho mejor. Por cierto, Newsweek me pidió una reseña para Salvar al soldado Ryan y cuando se la mandé diciendo lo que de verdad pensaba no la publicaron y se la encargaron a otro. No podían soportar una crítica a lo que ellos veían como «la versión» definitiva y sagrada de la Historia, que era la suya, claro.
—¿Alguna sobre la Guerra Civil Española que pueda recomendar?
—La de Ken Loach Tierra y libertad, que es una de las mejores, y también alguna basada en Por quién doblan las campanas, de Ernest Hemingway, precisamente porque no intentan reescribir la historia, que es lo que me enfada.
—¿Y documentales, podría recomendar alguno?
—Oh, pues claro, de hecho he colaborado en alguno, como la serie The Nazis: A Warning from History, de la BBC. También es impresionante El mundo en guerra (The World at War), narrada por Laurence Olivier en los años 70.
—La he visto, y es muy buena, pero ¿quizá hoy la gente prefiera algo más moderno, más estilo Netflix?
—Hay una serie norteamericana muy buena sobre la guerra de Vietnam y otra sobre la Guerra de Secesión, que también son lentas y ponderadas, pero muy bien hechas. Supongo que el problema es que los realizadores de documentales ahora se ven presionados por los canales de televisión y streaming para competir con los directores de cine y usar un lenguaje de thriller. Y así te encuentras con cosas deplorables como «recreaciones» con actores mostrando lo que cuenta el narrador. A veces puede funcionar, pero no se debe «sobre-dramatizar» la situación.
Me gusta el Soldado Ryan 1000 veces más que Band of Brothers. A cada capítulo la serie se me iba atravesando más. Hasta que llegue a uno en el que un soldado yanqui se esconde en un pajar, mata al alemán que le descubre (que está con 2 camaradas y se mete al pajar a mear) y al final del capítulo los alemanes se van del pueblo sin echar en falta al soldado muerto. Ni siquiera los camaradas que le dejan meando en el pajar. Venga ya, guionista, píllate un Oscar.
Great interview. Great historian and world citizen shining a light through a ‘ lancet window’ to difficult pasts. As a historian he will appreciate my comment on detail that Hess landed in Scotland seeking access to the Duke of Hamilton and his interment in Britain was mainly in Wales at the then Maindiff Court Hospital