No siempre enriquecemos un poema adobándolo con epítetos, tropos y trompeterías varias; a menudo solo lo recargamos. Y no siempre lo convertimos en palabra sustantiva y nuclear cuando lo zarandeamos para que se le desprendan los atavíos superfluos y las hojas muertas; a veces solo lo empobrecemos. Los mismos adjetivos contrapuestos (elocuente, conciso; rico, pobre) sirven para elogiar o para denostar, dependiendo de factores diversos, entre ellos la adecuación del estilo a la entidad del tema y al tono requerido. Las cosas no son tan simples como daba a entender Caballero Bonald cuando, pretendiendo justificar su apuesta por la poesía “difícil” y su distanciamiento de la lírica enunciativa y testimonial, afirmaba que, en literatura, lo que no es barroquismo es periodismo. Quizá lo dijera para hurgar en el avispero, actitud por la que sentía especial querencia, pero bien sabía él que la frase no se sostenía, por campanuda que sonara y por muy estupendo que se pusiera. Ni siquiera es evidente que el repujo de la pedrería y la rebaba retórica sean más netamente barrocos que el pensamiento aforístico y la sentenciosidad lacónica y desecada.
Las composiciones son breves, pero no contundentes ni rotundas, aunque el tema lo consentiría. Los versos carecen de rima y de cláusulas rítmicas periódicas, con la salvedad de algunos poemas que se montan sobre las iteraciones, salmodias y bamboleos de las nanas infantiles. La imaginería hace paradójica ostentación de desnudez. El fraseo se atiene a una linealidad solo pespunteada, que más parece interrumpirse que llegar a término, como si el final de la composición prescindiera de la contera o de un cierre conclusivo y tajante. No es este un libro, por lo demás, que se alimente de literatura, ahora que es casi inesquivable la escritura autorremitente, los injertos intertextuales y el palimpsesto. De hecho, y aunque la autora es una valiosa filóloga en agraz, apenas hay algunas referencias, ni alambicadas ni escondidas ni abstrusas, a versos culturalmente calcificados de Antonio Machado. Son, todos ellos, rasgos de privación más propios de un refectorio cartujo de Zurbarán —tan barroco, por cierto— que de alguien que pretendiera desplegar las galas de su abanico estético.
La estructura del conjunto es algo más compleja, pues se dispone en siete apartados, rotulados del 1 al 7 de la GDS (Global Deterioration Scale), según el progreso —si no es excesivo el oxímoron— de la pérdida o del vaciamiento. Pero esta complejidad es solo aparente, pues por aquí y por allá repiquetea el mismo turbador soniquete, evidenciado ya en el arranque del libro. Solo el último apartado, GDS7, compuesto por un único poema (“2020”), se escapa de esa jaula de la degradación, pues trata del amor exultante que, cuando llega, genera sentimiento de culpa, como si fuera preceptivo apagar las luces de la vida mientras se está oficiando un duelo: “Cómo ha sido / perderte y encontrarlo”; “Cómo ha sido / que he sido feliz / con tanta tristeza”.
Hecha esta excepción, y partes aparte, los poemas contienen retrospecciones del tiempo de esa madre con quien la hija poeta actúa, a su vez, de madre; diálogos con la mujer desconectada de su pasado; escrutaciones de la muerte próxima, y, en algunos momentos de intensidad mayor, juegos lálicos o balbuceos preoracionales. Es así como corresponde a una mujer des‑animada o despojada de alma, y por tanto de lenguaje, que ha desaprendido a hablar hasta confundirse con aquella niña que fue un día (y que su hija no pudo, claro, conocer), antes de construir su identidad perdida: infans, ‘la que no habla’.
El vacío creado siempre es susceptible de despoblarse aún más, pues así cabe entender la pérdida de sentido de ese mismo vacío, que sucede cuando la sustancia del yo enfermo se deslíe y desaparece en la realidad externa, siguiendo la letanía de la desposesión a que se refiere el primer poema: “Afasia, agnosia, apraxia”. En una página invadida por la tristeza de esos pueblos terrosos y cadavéricos en que sitúa la inacción de sus novelas formativas, hablaba Azorín del enfermo que va consumiéndose poco a poco hasta que, un mal día, el visitante percibe con estupor que aquel por quien ha ido a interesarse ya no es él, porque su alma individual se le ha escapado del almario, como “hipsipila que dejó la crisálida”, añado con palabras de Rubén Darío.
Acaso sea esta línea de despojamiento la que no solo justifica, sino que también exige, un lenguaje plagado de agujeros; unos recursos recogidos para expresar un mundo agazapado en las alacenas y relicarios domésticos (“En una caja de zapatos cohabitan / cosas que en otro tiempo amaste”); unos versos que responden, en analogía con el mundo representado, a una espiración desacompasada, no obediente a péndulo ni a gnomon, y que avanzan trastabillantes hasta que se terminan obturando: de ahí la sabiduría escondida en esos finales sin remate, que llegan no cuando cuaja el corolario, sino cuando se extinguen los impulsos del verbo.
Demens es, en fin, un libro enjuto, solvente, psíquicamente eficaz, sin adiposidades oratorias ni acúmulos de azúcar, de composiciones en la tradición de canciones y nanas, aunque la mayor parte de ellas sin tacatá melódico-rítmico. Pero en ocasiones sí, como en los versos en que la ligereza aérea de las letras infantiles de corro se agrava con la rueca de la Parca y el chapoteo funeral de Caronte: “Al pasar la barca / me dijo el barquero / con áspera risa / el óbolo espero”.
De la autenticidad de los versos, y conste que aquí hablo de poesía y no del sentimiento que la impulsa, basta notar la fusión conseguida entre la voz y el tema. Tanto es así que cuesta imaginar cómo sonaría otro libro de esta autora; un libro, en suma, que se situara fuera de las casillas de este motivo doloroso que a ella la mueve y a los lectores nos conmueve.
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Autora: Cristina Sanz Ruiz. Título: Demens. Editorial: El Toro Celeste. Venta: Todos tus libros y Amazon.
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