Al peligro real de que la democracia pueda terminar viéndose dañada por los embates de los autoritarismos de variado pelaje, deberíamos sumar otro, de diferente naturaleza, pero no por ello menor, relacionado con la esfera de las ideas. Sería el peligro de entender la democracia en términos puramente instrumentales, como un mero conjunto de procedimientos formales para organizar la vida en común.
La editorial Espasa publica Democracia. La última utopía, del catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona Manuel Cruz.
Zenda adelanta «¿Qué nos está pasando»?, la introducción del autor a este ensayo.
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INTRODUCCIÓN
¿QUÉ NOS ESTÁ PASANDO?
¿Y SI EL PROBLEMA DE LA DEMOCRACIA FUERAN LOS CIUDADANOS?
«Todo pasa y todo queda, / pero lo nuestro es pasar», escribió el poeta, cuyos versos, en feliz paradoja (a la altura de las de Zenón), no han pasado, sino que han quedado, indelebles, en nuestra memoria. Vivimos en tiempos de volatilidad, es cosa sabida, pero la constatación requiere matices, y no precisamente menores. Es cierto que pocas cosas quedan, mientras que la mayoría pasan, pero tanto el pasar como el quedar admiten toda la gama de colores de la paleta.
De los muchos aspectos que ofrece el lamentable episodio quizá convenga no desdeñar los relacionados con dimensiones profundas, casi estructurales, de nuestras democracias, que parecían funcionar razonablemente bien desde el momento en que se mostraban capaces de fijar las reglas del juego, los márgenes de la cancha y demás aspectos de la vida política con la suficiente claridad y rigor como para impedir que incluso a un personaje tan volcánico, errático y confuso como Trump pudiera cometer disparates irreversibles (de hecho, en cuanto Joe Biden accedió al poder empezó a revertir las medidas más polémicas de la etapa anterior). Sin embargo, podría objetar alguien, tan engrasado funcionamiento no impidió un acto tan radicalmente antidemocrático como el asalto a la sede del Senado y de la Cámara de Representantes. Es cierto, como lo es que tal vez eso sea, desde un cierto punto de vista, lo peor que hizo el entonces todavía presidente.
Pero detengámonos por un instante en el reproche e intentemos especificar su contenido. Al hacerlo comprobamos que eso peor que ha hecho Trump ha ocurrido, en puridad, al margen de su gestión propiamente dicha como presidente, justo al expirar su mandato (y precisamente por ello). ¿En qué ha consistido? En breve: en manipular de manera obscena y planificada a la ciudadanía, con la impagable ayuda de las redes sociales en lugar muy destacado, sin olvidar el apoyo entusiasta de una poderosa cadena de televisión. No fue, pues, la instrumentalización de lo que un viejo althusseriano habría denominado los «Aparatos Ideológicos de Estado» lo que le permitió persuadir a millones de estadounidenses de las bondades de su proyecto político y del atractivo de su figura. Insistir en que ha sido una persuasión basada en mentiras y sofismas en cierto modo no cambia nada, porque no es el caso que los ciudadanos persuadidos carecieran de instrumentos que les permitieran desenmascarar las mentiras o desmontar los sofismas.
Con otras palabras: en este caso, los puntos débiles de la democracia no se localizan en las instituciones. Ya no da más de sí el cansino discurso que intentaba ubicar en las élites o en alguna casta poco representativa del real sentir de los ciudadanos la causa del malestar de estos. A quienes manejan una idea extremadamente pobre y simplista de la democracia les parece que nada hay más democrático que adular de manera permanente a la ciudadanía, sea cual sea el rumbo que esta pueda emprender, las acciones que pueda respaldar o los líderes a los que pueda apoyar. Aunque, eso sí, cuando no se comporta como ellos desearían, de inmediato pasan a considerarla una criatura inocente que ha resultado ser víctima de un engaño por parte de algún político desaprensivo. No debería resultar casual que acostumbren a ser estos mismos los que más interés suelan tener en estar muy presentes en los medios y, a poco que puedan, en controlarlos. Dan con tales actitudes un claro ejemplo de lo que Emilio Gentile ha denominado «democracia recitativa». No creo que haga falta a estas alturas andar haciendo referencia a casos concretos que ilustren lo que se está planteando.
Los puntos débiles aludidos al principio del párrafo anterior están claros. Pero hay que dar un paso más sobre la mera constatación y señalar el denominador común de dichos elementos, que no es otro que el hecho de que sus comportamientos han sido presentados en todo momento por los propios protagonistas como ejercicios de su soberana libertad (individual o de expresión) y no como resultado de la aplicación de norma o ley alguna, ni bajo la cobertura de ningún paraguas institucional. En el caso del entonces presidente, el argumento que esgrimía era el de que sus arengas no representaban otra cosa que un ejercicio de la libertad de expresión que le asiste, y en el de sus partidarios, que su comportamiento no perseguía otra cosa que salvaguardar la propia democracia, sometida a un enorme fraude electoral. Las redes sociales, por su parte, son presentadas por los usuarios de tendencias —como la «trumpista»— como la última trinchera frente a los poderes fácticos en materia de comunicación, como el ámbito en el que cualquier opinión puede ser expresada sin limitación ni jerarquía algunas. Y qué decir, en fin, de los medios de comunicación tradicionales, que han presentado siempre y sistemáticamente cualquier intento de regulación del espacio comunicativo como un atentado directo por parte del poder político a la libertad de expresión y, por ende, a la democracia.
El resumen de la línea de argumentación utilizada por los medios clásicos desde hace bastante tiempo bien podría ser este: rechazaban cualquier intromisión en su actividad replicando que lo deseable era ir hacia una autorregulación nunca concretada (en realidad, ni tan siquiera emprendida) y, en el momento en que han irrumpido en escena las redes sociales, han pasado a declarar que la tal autorregulación es ya directamente imposible. Pero ello, de ser así, nos devuelve a la casilla de salida y muestra con claridad la necesidad de tomar las medidas que impidan que tales medios puedan convertirse en un factor de erosión de la democracia, como hemos visto que han podido llegar a ser. Se percibirá que eso no implica negar su extraordinaria importancia, sino, precisamente por admitirla, intentar que no se haga un mal uso de la misma. Porque si los partidos políticos —piezas clave de la democracia— pueden recibir críticas inmisericordes sin que nadie considere que esto implica poner en cuestión aquella, tampoco se acaba de ver la razón por la que plantearse el papel de los medios implica atacar la libertad de expresión o ningún otro valor fundamental.
Los argumentos de las redes sociales para sortear cualquier forma de control tampoco van a la zaga en lo tocante a contradicciones. El planteamiento en su caso es de análoga naturaleza que el que acabamos de ver: se presentan como el último bastión de la libertad de expresión de los individuos, sin jerarquías ni autoridad alguna. Twitter, por ejemplo, se vanagloria de ofrecer un servicio que permite a la gente escuchar sin intermediarios a cargos electos y líderes mundiales, interactuando directamente con ellos. No deja de ser paradójico entonces que fuera la iniciativa de los propietarios de estas redes sociales (añadamos ahora Facebook, Instagram y YouTube) la que silenciara a Donald Trump, cerrando sus cuentas, sin que se produjera un clamor de protesta entre los usuarios, y que fuera la entonces canciller alemana, Angela Merkel, la que se manifestara en contra de la medida con el argumento, impecable desde el punto de vista democrático, de que una iniciativa así solo resulta aceptable si ha sido regulada por ley. En efecto, si las redes sociales ofrecen los espacios donde transcurre la «conversación pública global», al decir de un directivo de las Big Tech, la facultad de determinar qué cosas se pueden o no decir en esta nueva plaza pública y, por descontado, quiénes pueden participar en dicha conversación no parece obvio que se la puedan arrogar, y mucho menos en exclusiva, los propietarios de dichas redes sociales.
Alguien podría pensar que lo anterior equivale a afirmar que todos los problemas han venido del lado de los individuos y no del de las instituciones. Solo en parte acertaría quien lo planteara de ese modo. Se equivocaría si pretendiera reincidir en el tópico antagonismo entre individuo y sociedad, en el que el signo más cae sistemáticamente de un lado y el signo menos del otro (en el esquema rousseauniano, el inocente es el individuo, maleado por la sociedad; en el esquema de inspiración marxista, de quien hay que recelar es del individuo, siempre proclive a ir a la suya respecto a la sociedad). En todo caso, lo que parece claro es que lo que de forma tan tópica como poco precisa se suele denominar «el factor humano» constituye un elemento insoslayable en el análisis. Como asimismo parece claro que a esta variable hay que dotarle de un contenido concreto, incluso histórico, para que no pueda ser identificada con una vacía apelación a la libertad que poco ayuda a la comprensión de las situaciones.
Para la situación que veníamos comentando, la existencia de ciudadanos desvinculados del contrato colectivo en una sociedad muy atomizada que abandona a mucha gente a su suerte constituye un elemento insoslayable del análisis . Porque en gran medida son esos ciudadanos los que Trump atrajo para su causa política con un discurso nativista que proyectaba el odio hacia los supuestos usurpadores (negros, latinos, feministas, gays, etc.). No se trata, por tanto, de cuestionar que la irrupción de aquellos protagonistas (u otros) pueda haber alterado el previsible curso de los acontecimientos, sino de señalar que incluso tal alteración debe ser inscrita en un marco de interpretación determinado.
Lo propio cabría afirmar respecto a los responsables políticos. Ni los ciudadanos ni ellos pueden ser entendidos como una variable libre por completo. Al margen del contexto en el que también ellos se desenvuelven, incluso el político que gusta de aparecer como enfrentado al statu quo se ve obligado a funcionar de acuerdo con una lógica, solo que subyacente. Tanto los líderes como los partidos responden a demandas sociales. Hay un juego de oferta y demanda en ambos sentidos, entre los ciudadanos y sus representantes, que crea una especie de bucle en el que con frecuencia ambos quedan atrapados. Es cierto que los líderes, si se hacen llamar tales, han de liderar, y que en sus manos está romper ese círculo vicioso en mucha mayor medida que en un ciudadano común. Pero no lo es menos que con frecuencia presiones como las electorales o de otro tipo estrechan sobremanera su margen de maniobra. Recuerdo como algo que en su momento me llamaba poderosamente la atención una respuesta que solía prodigar el expresidente de la Generalitat, Artur Mas, cuando en las entrevistas se veía acorralado por unas preguntas para las que no disponía de respuesta satisfactoria: «¿Qué quiere que haga? No puedo hacer otra cosa», repetía de forma sorprendente un curtido profesional de la política como era él.
Siguiendo con esta misma lógica, tampoco es el caso que la capacidad de autodeterminación de los individuos (por decirlo ahora a la kantiana manera), además de producirse en un cierto marco, como señalábamos hace un momento, venga exenta de determinaciones, cuando no directamente de fuertes restricciones, que afectan a su misma naturaleza, lastrándola severamente. En ocasiones, aun reconociendo tal cosa, se alude a la educación como el proceso que permite a dichos individuos ir liberándose de ambas limitaciones. Pero un tal planteamiento desliza una imagen de la educación que no se corresponde con la realidad. La educación no es un proceso en el que se transmita un paquete cerrado de conocimientos, actitudes, destrezas y valores que garanticen que el educado se encontrará en condiciones para sortear todos los obstáculos a la autodeterminación que se acaban de mencionar. Que se encontrará en mejores condiciones para hacerlo que quienes quedan al margen de los procesos educativos parece fuera de toda duda. Pero está claro, como la historia acredita sobradamente, que la educación es condición necesaria pero no suficiente para tan loable propósito liberador.
No en vano la educación admite adjetivos (se habla de buena o mala educación, deficiente o adecuada, etc.), indicio irrefutable de que no puede verse como algo inequívocamente positivo, sino que admite ser instrumentalizada en direcciones francamente reprochables. La crítica a dicha instrumentalización se puede plantear desde posiciones diferentes (y no siempre incompatibles entre sí). De un lado se podrían introducir, ahora sí con pleno sentido en este planteamiento, categorías como la de «Aparatos Ideológicos de Estado» u otras similares, que cumplen la función de subrayar que, en la medida en que la educación es un producto humano y el proceso educativo una práctica, se pueden cometer con ambos severos errores.
Pero el reproche a la instrumentalización de la educación también podría hacerse desde otras posiciones. Así, desde una perspectiva claramente liberal, Michael Oakeshott se ha referido a los posibles errores que se pueden cometer en el proceso educativo, incluso cuando se apela a los valores en apariencia más consensuados. Frente a esto, y anticipando las categorías que con los años reivindicará Richard Rorty, propone defender un concepto de cultura como un conjunto de conversaciones protagonizadas por voces diferentes, constituyendo la educación el proceso por el que se aprende a acceder a las mismas.
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Autor: Manuel Cruz. Título: Democracia. La última utopía. Editorial: Espasa. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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