Se cumple en estos días una década del óbito de Dennis Hopper, acaecido el 29 de mayo del 2010. Los pocos recuerdos que ha suscitado este actor, realizador, fotógrafo y alguna que otra cosa más, no se corresponden con la popularidad de la que gozó en el tramo final de su filmografía.
Antes de que el olvido caiga definitivamente sobre él, como todo parece indicar, habrá que señalar que hubo, como mínimo, un par de Dennis Hopper. El primero fue uno de los grandes alucinados que se hayan puesto a ambos lados de un tomavistas desde que los hermanos Lumière patentaron su invento. El segundo nació cuando el primero se rehabilitó a comienzos de los años 80 y fue un maldito de pacotilla. Sí señor, falso estigmatizado porque, más que una condena, pesaba sobre ese Hopper último la mala fama adquirida en esos años de excesos, que había dejado atrás con la misma determinación que William Burroughs desmontó del caballo de la muerte.
Ahora bien, por más lamentable que fuera su reputación, nunca le impidió firmar un contrato. De hecho, ya rehabilitado, se convirtió en un trabajador infatigable. Pese a que entonces nos brindó a alguno de los grandes malotes del Hollywood finisecular —verbigracia, su Frank Booth de Terciopelo azul (David Lynch, 1986)—, entre las funciones del cinéfilo no cuenta la de otorgar medallas al mérito al trabajo. Lo suyo es la acuñación del mito y, para ello, a Dennis Hopper cumple recordarle como al politoxicómano que, prácticamente, fue expulsado del Hollywood de los años 60 tras mantener una acalorada discusión con Henry Hathaway mientras rodaban Del infierno a Texas (1958).
Nacido en Dodge City (Kansas, EE. UU.) el 17 de mayo de 1936, el futuro cineasta fue todo un hijo de su tiempo, una época que tuvo una de sus máximas más representativas en un trinomio: Sexo, drogas y rock & roll. Llegado a Hollywood con dieciocho años, coincidió y trabó amistad en su primer rodaje —Rebelde sin causa (Nicholas Ray, 1955)— con el que habría de ser uno de los primeros iconos de la sedición juvenil del siglo XX: James Dean. Ya entonces, el joven actor demostraba una querencia por los jóvenes villanos. Sin embargo, la mejor creación de aquel primer tramo de su filmografía fue el Johnny Drake de Marea nocturna (Curtis Harrington, 1961), una pequeña delicia del cine fantástico de bajo presupuesto en la que el actor incorporaba a un marinero enamorado de una sirena. Prácticamente fue la única película que protagonizó para la gran pantalla tras su bronca con Hathaway. Vivía de los innumerables personajes secundarios que recreaba en las más variadas —y populares— series de televisión.
En cierto sentido, entrar en contacto con el cine barato fue determinante para su destino. Ya en 1965, colaborando con Roger Corman —el maestro de la serie B— en El viaje, coincidió con Peter Fonda, quien habría de ser el productor de Buscando mi destino (1969). Aquella, la del 65, era la California de los hippies auténticos y la psicodelia, en la que Timothy Leary invitaba a sus pupilos a experimentar con LSD. Hopper fue uno de los protagonistas absolutos de aquel tiempo: de hecho, El viaje versa sobre una experiencia con ácido lisérgico. Más aún, una de las cinco esposas que tuvo Hopper fue la maravillosa Michelle Phillips, una de las chicas de The Mamas & the Papas, los autores e intérpretes de California Dreamin’, algo así como el himno de aquellos días.
Reconciliado con Hathaway, volvió a colaborar con él en dos de sus grandes westerns: Los cuatro hijos de Katie Elder (1965) y Valor de ley (1969). Pero el actor ya estaba en otra onda: la del sexo, las drogas y el rock & roll. Las instantáneas que tomó entonces de Hollywood en su intimidad, al igual que del backstage del rock, los motoristas californianos o las innumerables revueltas que sacudieron su país, cuentan entre las mejores de aquel tiempo y aquel lugar. Pero fue en 1969, con su primera cinta como realizador, Easy Rider —inútil referirse a ella como Buscando mi destino, su absurdo título español— cuando Hopper fue investido como el hippie por excelencia de la pantalla estadounidense. Protagonizada por él mismo y por Peter Fonda, una de sus imágenes, la de ellos avanzando por una carretera sobre sus choppers, se convirtió en uno de los carteles clásicos de la época. Incluso en España colgaba de las paredes, tanto de los billares como de los primeros bares de juventud.
Easy Rider es un mito por su banda sonora —The Band, The Byrds, The Jimi Hendrix Experience, Steppenwolf— y por su apología de la sedición juvenil de la época. Pero cinematográficamente deja mucho que desear. Puestos a hablar de road movies de hippies, la obra maestra es Two-Lane Blacktop (Monte Hellman, 1971).
En lo que a la industria se refiere, Hopper, considerado, en el mejor de los casos, un alucinado, pasó a ser todo un rey Midas. Pocas cintas tan baratas como Easy Rider habían dado tanto dinero. Los productores comenzaron a llamar con insistencia a la puerta del cineasta. Pero Hopper no estaba para atenderles. Los dos o tres gramos de cocaína, que según confesión propia consumía al día —sin hablar de las ingentes cantidades de licor con que los acompañaba—, se lo impedían.
Finalmente, el cineasta acabó cruzando el río Grande para instalarse en México en busca de la embriaguez definitiva. Aún no se había dado cuenta de lo quimérico de su empeño cuando emplazó su cámara en Perú para el rodaje de La última película (1971). Para algunos es el desvarío de un loco, para otros una genialidad. Wim Wenders debió de estar entre los segundos cuando confío a Hopper el Personaje por excelencia de su carrera. No fue otro que Tom Ripley, de la adaptación que el alemán llevó a cabo en 1977 de La máscara de Ripley (1970) y El juego de Ripley (1974) en El amigo americano. Caído del cielo (1980) fue su mejor título como realizador. El resto fue la rehabilitación, el cine comercial y treinta años con todo el mundo preguntándose cómo podía vivir tanto Dennis Hopper tras todos los excesos a los que se entregó.
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