Pensar en el lector
Es un tópico recurrente de las entrevistas promocionales. En un momento dado —suele ocurrir hacia el final, cuando el repertorio de cuestiones relativas al libro que se presenta está agotado y apenas se han registrado declaraciones jugosas, titulares irrenunciables o locuacidades más o menos afortunadas que puedan ser susceptibles de convertirse en un estrambote digno—, el periodista mira fijamente a los ojos del autor y le pregunta, con esa media sonrisa que esboza quien sabe que está poniendo al otro en un aprieto, si tiene en cuenta a los lectores cuando escribe. La cuestión, en realidad, acostumbra a plantearse concediendo al sujeto un tratamiento de cortesía y reservando para el objeto un masculino singular con valor neutro, «¿Piensa usted en el lector?», y aunque lo consabido del interrogante ha propiciado que todos tengamos en la recámara dos o tres respuestas precocinadas para salir del paso sin mayores daños, es inevitable que su formulación aliente un soplo de desconcierto. ¿Encierra ese sintagma, «el lector», un arcano indescifrable, una especie de idea abstracta que tenemos la obligación moral de concretar? ¿Quién es exactamente ese lector o esa lectora en los que debo pensar mientras escribo mis novelas? ¿El vecino de abajo, la dueña del «sex shop» que tengo junto al portal de mi casa, el camarero que me sirve el café cada mañana, la chica que trabaja en la tienda a la que voy a comprar fruta, el pescadero del barrio, la profesora de literatura que en mi tierna adolescencia me dijo que escribiendo como escribía no iba a llegar yo nunca a ningún sitio, el conductor del autobús, mi madre, la quiosquera que me vende los periódicos? Aunque acostumbro a solventar el trance con la primera evasiva que me venga a la cabeza en ese instante —nunca es del todo la misma, así que por hache o por be siempre termino mintiendo—, la única verdad es que no pienso en el lector porque no sé en qué lector tengo que pensar ni creo que exista un perfil de Lector que pueda encarnar a una suerte de lector por antonomasia. No a todos les gusta ni les tiene que gustar el mismo libro, e incluso el que dos personas coincidan en su predilección por un título concreto no quiere decir que en efecto el libro que les gusta sea exactamente el mismo, sino que se sienten interpeladas por lo que cada una de ellas ha encontrado en sus páginas. Es tarea vana ésa de pensar en el lector, puesto que nadie sabe quién es ni qué quiere exactamente, y tampoco sé si sirve de mucho escribir pensando en lo que otros esperan si uno pretende que la escritura sirva para aclarar cuestiones que él mismo se plantea y que sólo comienzan a aclararse a medida que se van llenando folios y más folios. Mejor introducir el mensaje en la botella y lanzarla al mar, y dejar que alguien la encuentre, y esperar a ver qué pasa. Pensar en el lector, al fin y al cabo, equivale a concebirlo como un cliente, un mero destinatario de un bien de consumo que utilizará y arrinconará después en los cajones del olvido, y yo prefiero ver a mis lectores como cómplices, hombres y mujeres desconocidos que en algún momento, y por la razón que sea, dan con alguno de mis libros y lo abren y lo leen y dicen para sí: «Esto a mí también me importa.»
El efecto K. Dick
Lo comento en una cena con Jazmín Beirak, autora del ensayo Cultura ingobernable: el drama para Europa es que han desaparecido o están a punto de desaparecer del todo las generaciones que guardan memoria directa del fascismo; no de sus rescoldos o de sus derivas más o menos epigonales, sino de la crudeza delirante de la que hizo gala mientras surgía y arraigaba y se expandía. Unas noches después, el escritor Carlos Bardem me dice que no cree que en España la cuestión sea tan grave porque, a diferencia de lo que ocurrió en el resto del continente, aquí ese recuerdo está más vivo como consecuencia de las cuatro largas décadas en las que se mantuvo activa nuestra dictadura trasnochada. No estoy seguro de que eso sea necesariamente positivo, si tengo en cuenta la reflexión que a menudo hace otro magnífico contador de historias, el dibujante Ángel de la Calle, y que toma como ejemplo El hombre en el castillo, la famosa novela que crea un mundo en el que los nazis han ganado la Segunda Guerra Mundial y su ideología y sus estructuras se han hecho fuertes a lo largo y ancho del globo. Lo que en ese libro constituía una distopía cuando vieron la luz sus páginas era dolorosamente real en España, porque aquí los postulados que habían orientado los desquiciados pasos del Führer triunfaron —adaptados, eso sí, a nuestra peculiar idiosincrasia— y se establecieron y consolidaron a lo largo de cuarenta años, lo que al cabo generó que la inmensa mayoría de la población —también la que se oponía al régimen— asumiera o interiorizara como normales aspectos que no lo eran o no podían o no debían serlo en una sociedad moderna y mentalmente higienizada —la separación entre la Iglesia y el Estado, por ejemplo, o la pervivencia de estructuras irremediablemente obsoletas— y que aquí se vienen entendiendo desde entonces como algo consustancial al propio sistema, como si fuera imposible imaginar éste sin ellos y no se tratara de una mera cuestión de perspectiva asentada sobre los vicios de una formación cívica, política y sentimental desarrollada en un contexto que era corrupto de por sí. Puede que ese «efecto K. Dick» sea el que conduzca a nuestra derecha anteriormente moderada —o eso dicen— a comulgar con todas las ruedas de molino que echan a rodar los ultras furiosamente renacidos, y que también él explique la tibieza y hasta la simpatía con que los medios de comunicación pasan por alto —y hasta jalean, a veces— las mentiras y las vilezas de unos conservadores españoles que, en vez de aprender de sus correligionarios europeos, se aprestan a oficiar de corifeos del diablo sin pensar en las consecuencias ni intuir que, por ese camino, ellos, que antes aspiraban a ser émulos de Churchill, van camino de convertirse en caricaturas grotescas de Pétain.
Los libros, la vida y los fantasmas
Los libros no sólo son más inteligentes que sus autores, sino que también saben cosas que aquéllos ni siquiera sospechan. Estoy firmando ejemplares de mi última novela cuando se me acerca una mujer cuyas palabras no pueden ser más enigmáticas: «Voy a pedirte la que seguramente es la dedicatoria más extraña que te han pedido nunca: quiero que dediques el libro a una persona que está muerta». Acto seguido, y tras contemplar mi cara de estupor, me cuenta una historia familiar que tiene que ver con Italia, con Buenos Aires, con la emigración, y encuentro en su argumento el eco de una historia similar que yo cuento en mi novela y que de pronto abandona mi imaginación para convertirse en parte de un pasado real y reconocible que adquiere nombres propios y vicisitudes particulares. Termino dedicando el libro, así, no a la persona que lo ha puesto en mis manos, sino al fantasma de alguien cuyos pasos han dejado un eco que resuena en las palabras que yo escribí sin saber nada de su existencia y que ahora, de una manera casi mágica, han pasado a ser depositarias mudas de su memoria.
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