He conocido una sombra esta mañana, ondulaba bajo la lluvia al ritmo de vientos fríos. Una sombra que sabía del habla, del conversar pausado.
La sombra estaba arrugada frente a una pequeña bahía, un pasillo de de sal, algas y cieno a la costa. El umbral del reino de los cangrejos. En otra parte uno hubiera creído, a la sombra, digo, un trapo, una colección de telas. Cualquier cosa salvo un hombre.
Pero no aquí. El hombre contemplaba el horizonte con la mirada del que ya no espera nada de él. El hombre contemplaba el suicidio. La vida le dolía de una forma absurda, y, a su vez, vivirla le suponía un coste inasumible.
Un par de ibis le pasaron volando por encima. Cuando el coste de sus vidas sobrepase lo que pueden pagar, morirán. Sin más. Sin tragedia. Entonces, ¿por qué debe él acurrucarse, convertirse en trapo, para meditar sobre algo a lo que cualquier ser vivo tiene derecho?
El dolor en el pecho se le hace insoportable. Un fantasma, que es lo único que ha crecido en él con el paso de los años. Mientras lo demás se hizo pequeño e intolerable. Un fantasma que ninguna medicación ha sabido controlar, y que solo se ha arraigado de forma más eficiente, más profesional. Le duele el corazón, pero su corazón, el físico, está sano. Sin embargo, ahí está el manojo de neuronas, el nervio, que tiene un nombre que no le interesa recordar, mandando oleadas de dolor imaginado a su cerebro.
Ve, vemos, los dos, un insecto atrapado en la superficie del agua. Yo me pregunto si podré salvarlo, él se pregunta cómo morirá antes. Si ahogado o tragado por un pez.
Al hombre se le acumulan los empezares. Los reflejos en vasos vacíos de lo que sea. Tantas cosas ha puesto en ellos. Sanas o dañinas. Al hombre le pesan los huesos porque las cavidades, las porosidades se le han llenado de decepciones y penas fundidas que ya no le cabían en el pecho y que ardían demasiado. La ira, una emoción que aún siente a veces, las fue convirtiendo de cosa densa y sólida en un fundido que percoló hasta cualquier hueco de su cuerpo donde pudiera enfriarse y solidificarse. Volviendo el cuerpo del hombre una cosa cada vez más lastrada.
Por eso aprendió a convertirse en sombra. Por eso puede permanecer en tinieblas incluso cuando el sol golpea y corta. Porque, en el contraste, su calor interno y el de esa estrella nuclear tienen una jerarquía clara.
Y ahora sus ideas son tan obvias que incluso las palmas ondean en su dirección, impulsadas por un viento distinto al que estas costas están acostumbradas. Un viento de negación, de impotencia.
En el mundo de la sensibilidad este hombre tiene una que es complicado manejar. Y esto le frena, le altera, le genera impotencia.
El hombre desea gritar pero no tiene fuerzas. Solo quiere una última despedida, en la que no haya nadie a quien decir adiós. Solo quiere, como los pájaros, igual que los insectos, morir sin que nadie se entere. Al menos hasta que el hueco que deje reclame ser ocupado. Pero no será el fin de su vida lo que perciban, sino el espacio que deje en ese jodido nivel de las cosas que se empeñan en ponerse en filas, en pilas, en geometrías ridículas que solo llevan a un lugar.
Yo escucho. Y poco más. No hay mentira alguna en las palabras de este hombre. ¿Qué podría decir y por qué?
Hay, me cuentan, muchos que lo piensan mala persona. Y a él eso no le importa ya, aunque hubo una época en que se preguntó qué significaba exactamente ser eso de mala persona. Se ha regido por su propio código moral, admite, con un brillo a libertad en los ojos que casi rebaja la opacidad con la que desecha todo lo nuevo que llega a nosotros en esa costa. No ha profesado religión alguna, y ha huido de cualquier grupo social. Ha buscado siempre lo salvaje. Por desgracia, ese estado permanente de lucha en la sociedad humana le ha traído muchos problemas, que se hubieran resuelto agachando la cabeza. Pero esta sombra, ahora tan arrugada, nunca ha hecho eso más que ante quienes ha amado.
¿Y ama ahora?, me surge la pregunta.
Por supuesto, contesta con una prontitud que demuestra, una vez más, que no es tan sombra como hace pensar. Pero le pesa la vida. Y no puede darla, porque es una cosa que le parece horrendamente densa, compleja y habitada por susurros que nunca, al igual que él, se dejarán controlar. Allá donde vaya habrá caos, habrán tormentas. La serenidad solo se le acerca, como un gato silvestre, cuando no la mira, cuando se queda quieto. Así, con la mente atada firmemente, es como puede asegurar que no será lo que llaman mala persona.
Pero la vida reclama acción, entropía, movimiento.
¿Y qué hay de la entalpía?, quiero saber, con dulzura.
Señala al mar que se agita y aguarda más adelante.
Abajo. Con el lodo. Con los sedimentos de historias que tuvieron su tiempo en tierra y ahora dejan que el tiempo les corra por encima como legiones de hormigas.
Él solo quiere ser uno más con ellos. Seguro que el hierro colado de sus huesos lo arrastra abajo. Seguro que a los detritívoros no les importa el sabor de la carne de una mala persona. Seguro que el océano no tiene proyectos, ni planes, ni impuestos, ni acciones que dependan en modo alguno de él.
¿Y por qué no da el paso?, me pregunto, solo para mí.
El sonríe y señala un par de ardillas rojas que corren, y saltan, y se persiguen con la agilidad de una horda de diablos en torno al tronco de un roble.
Por ellas, me dice, por lo breve de sus vidas, por el modo en que las viven. Porque hay un secreto en el doblez de esos pequeños rayones. Y él no puede irse hasta que lo descubra. Porque no hay conclusión ninguna que sacar hasta que lo sepa todo.
Saberlo todo es una expresión muy grande, afirmo.
Él se encoge de hombres al tiempo que se yergue, ahora una persona de porte extraño, no más una sombra, y dice que más lo es el término “ser humano”.
Tan deprisa y tan intenso todo como el modo en que el sol ha terminado por empujar a la tormenta y se ha coronado en nuestro pequeño horizonte.
La depresión tropical que dio un paso atrás antes de hacerse huracán.
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