Cuatro defensores medioambientales latinoamericanos asisten a una convención en Lago Agrio, un pueblo de la Amazonía ecuatoriana. Provienen de distintas geografías y culturas, todas arrasadas por el extractivismo. Desesperados por la infructuosa lucha pacífica, deciden pasar a la acción directa e inician un periplo alucinado por los ríos amazónicos que los conducirá hasta Perú y conllevará el sabotaje, la huida y el riesgo, pero sobre todo la observación y el aprendizaje.
Derrotero es el relato conmovedor de un encuentro reflexivo y sensitivo con la selva y las personas que siempre la han habitado. Novela, testimonio y crónica se mezclan en este libro único que nos revela la belleza natural y humana de un territorio trágicamente explotado.
Zenda adelanta un fragmento del libro de Antonio Sánchez Gómez (Sigilo Editorial).
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DESTRIPAR A LA BOA
1º de octubre, martes
Bus hacia el Oriente. Nueve horas para alcanzar la región de Sucumbíos desde Quito, ideales para que la inquietud mental oscile entre la paranoia y la euforia. Rememoro la llamada de Bruno. Con los dramáticos paisajes del páramo tras la ventana, resuenan sus palabras insistiendo en explorar nuevas sendas, más directas, y mis respuestas recelosas. Hay otros compañeros en esto, terminó con la conversación, también están yendo para Lago Agrio.
De repente circulamos rodeados por una tupida floresta. No me he percatado de transición alguna. ¿Han llegado a intercalarse los ecosistemas, mezclándose abrojos y helechos, el amarillo con el verde? ¿O se ha pasado de la tundra andina a este vergel como de una secuencia a la siguiente? Mi grado de incertidumbre, sin embargo, no varía. No sosiega adentrarse en estas regiones sin saber cuándo regresará uno a casa. Claro que ¿a qué casa?
La recapitulación vital ayuda a disipar dudas. Y a dormir.
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Me despierta el anuncio del conductor. Ha habido un derrumbe. La curva prolongada sobre el barranco permite ver la ringlera de autobuses y camiones cisterna detenidos, las rocas en la carretera. Cuando al fin pasamos por el lugar del desprendimiento, los operarios aún empujan piedras ladera abajo con desgana. Por el piedemonte ascienden las nieblas surgidas de la confluencia del frío de las montañas y la humedad de la selva. Largas y finas gargantas chorrean por las paredes de piedra. En el fondo del desfiladero se avistan esqueletos oxidados de vehículos.
La vegetación se abigarra en la hondonada, y la flora comienza a devorar la carretera por ambos lados. Desde la vaguada se ve ahora el imponente volcán y los pasajeros se llaman, se pegan a las ventanas, señalando la columna de humo que se eleva desde el cráter y baña en ceniza la montaña del Reventador. Mientras, entre la espesura ha aparecido intermitente el negro del oleoducto. La serpiente metálica anuncia que nos adentramos en el Sucumbíos pionero, petrolero y fronterizo.
La selva fue la que sucumbió acá frente a las retroexcavadoras; el frondoso palmeral de moretes que era Lago Agrio ante los buldóceres. Los norteamericanos colonizaron estos parajes con determinación, impelidos a adueñarse de toda tierra que encubriera crudo, como legitimados por reminiscencias del destino manifiesto. Después de todo, ocupaban un territorio despoblado, sin propietarios. No tuvieron que comprar fincas ni expropiar parcelas. Solo después de desforestar, abrir trochas y asentar campamentos, descubrieron que la selva estaba habitada.
Los cofanes, por su parte, debieron sentir curiosidad ante el derrumbe de la arbolada. Los helicópteros que aterrizaban en sus territorios los desconcertarían; los temblores de la tierra provocados por las explosiones de sondeo los pondrían en guardia. Posiblemente, empezarían a identificar la irrupción con las invasiones de curas y caucheros de las viejas historias. Para cuando quisieron reaccionar ante la ocupación, el petróleo ya brotaba y sus comunidades estaban cercadas por carreteras, tuberías y plataformas.
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Llueve tenaz cuando el bus estaciona en un terraplén paralelo a la carretera; media hora de parada. Los entumecidos pasajeros buscamos refugio bajo el techo de hojas de palma de la venta. Me siento con un cevichocho en uno de los bancos corridos. Hay wifi y aprovecho para leer sobre Lago Agrio en el celular. Según la Lonely Planet, «la capital de Sucumbíos es tristemente célebre por su peligrosidad y sus pocos encantos. Las agencias de viaje saben de la inseguridad de esta ciudad amazónica y actúan en consecuencia recogiendo casi de inmediato a quien se quiera adentrar en la selva. Lo mejor es evitar pasar tiempo innecesariamente en la ciudad o deambulando más allá de los lugares designados para la recogida». Norteamericanos constatando su obra exterior.
Ya anochece al reanudar la marcha. Tres operarios de pozos petroleros salen de la nada, los monos de trabajo renegridos, y suben a la carrera al bus.
La aparición de fincas desenmaraña la fronda y la serpiente infinita ya no nos abandona, culebreando en el llano para hundirse luego en los Andes y reaparecer henchida de crudo en la costa. La lluvia cae sobre el caliente ofidio arrancándole un vapor que se funde con la bruma.
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Lago Agrio, al fin, se diluye tras los cristales empañados. Edificios de dos plantas a medio construir y dispuestos en cuadras rectangulares. La composición geométrica del pueblo habla de su breve historia: nacido al albur del auge petrolero, creció rápido al absorber a los llegados de las secas regiones del Sur atraídos por la ilusionante bonanza. Con cada hallazgo de un nuevo pozo brotaba otra oleada de colonos. Mientras, los ingenieros de la Texaco trazaban las calles, distribuyendo las casas a ambos lados del oleoducto. Porque no solo el petróleo manaba de la compañía. También la ley, la administración y la organización de la ciudad. La concesión que la junta militar le otorgó eximía a la petrolera de cualquier responsabilidad y a la propia dictadura de obligaciones con respecto a la población que acá se asentó. Un incesto de cuarenta años entre Estado y Corporación que preñó el aire de impunidad. Aún hoy, el Estado parece ausente.
El bus tiene su parada final sobre la Avenida Petrolera, frente al hotel Oro Negro. El olor a tierra mojada no camufla el del gasoil en el ambiente. La falta de desagües forma charcos en la calzada; la exigua iluminación impide verlos.
Entro embarrado al hotel.
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Autor: Antonio Sánchez Gómez. Título: Derrotero. Editorial: Sigilo. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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