El desayuno consiste en café recién hecho, zumo de naranja, deliciosos sándwiches y bollería francesa. Las mesas circulares cubiertas de manteles blancos se distribuyen como en un banquete lampedusiano a lo largo del elegante salón Neptuno del Hotel Palace de Madrid, donde más de cincuenta periodistas, varias cámaras de televisión, y una docena de fotógrafos esperan la llegada de Arturo Pérez-Reverte, que aparece profesional con una Revolución bajo el brazo. Es cuanto menos admirable, me digo, mientras una nube de cámaras fotografía a Reverte en el photocall, el trabajo impecable de este escritor que ininterrumpidamente, desde hace treinta años, sigue levantando el mismo revuelo mediático y lector con cada uno de los libros que publica, construidos como singulares y exitosos tours de force.
El escritor toma la palabra presentando la novela como una historia de aventuras en la que el contexto histórico es realmente la excusa literaria para lograr un objetivo más complejo: mover a su protagonista, Martín Garret, en un recorrido de aprendizaje en torno a la geometría de las sombras que el veterano reportero de guerra conoce demasiado bien. Alejado esta vez del perfil de héroe cansado, tan típicamente revertiano, el joven Martín es un muchacho que mira con la inocencia de quien todavía posee intactos los códigos de honor y que aún ignora (aunque esta novela invita al lector a ser testigo del aprendizaje) dónde demonios se esconde la línea de sombra que todo ser humano lúcido termina cruzando.
Es el turno de las preguntas, y los periodistas plantean a Reverte los diversos temas de interés en torno a la novela, referidos al arduo trabajo en el tratamiento del lenguaje, las fuentes de documentación, el cine, los libros consultados o el amor indiscutible del escritor por un México al que regresa por segunda vez con Revolución, tras dar vida a aquella mexicana inolvidable en La Reina del Sur.
En un ángulo del salón, sentada en una de las fastuosas mesas, apunto algunas notas en la Moleskine mientras mordisqueo distraída un croissant, y es entonces, como en una novela de Proust, cuando aquel recuerdo me sacude nítido como una certeza: se trata de otro desayuno de hace exactamente 26 años; un inolvidable ‘Desayuno en Sanborn’s’.
Aquella mañana de primavera de 1996, Pérez- Reverte paseaba por la calle 5 de mayo de Méjico DF buscando su acostumbrado rincón en la cantina en la que un día Pancho Villa entró a caballo, pidió un tequila, y pegó un tiro al aire dejando un agujero negro en el techo que nadie desde entonces se había atrevido a tocar. Allí mismo, frente a un caballito de Herradura Reposado, el novelista repasaba su colección de postales recién adquiridas, reproducciones de las fotografías del mítico archivo Casasola: Pancho Villa a caballo, Emiliano Zapata con sombrero y la carabina 30 30 en la mano, Adelita asomada a la plataforma del tren revolucionario, Villa y Zapata en el sillón presidencial cuando tomaron la capital. Y de ese mismo día, unos anónimos y zaparrastrosos guerrilleros zapatistas desayunando café con panecillos blancos y brioches en Sanborn’s Azulejos, entonces la cafetería elegante de la ciudad.
Y ahí es adonde yo quería llegar. Porque en ese lugar y ese recuerdo de Arturo Pérez-Reverte convertido en artículo del XLSemanal, cuajaban las impresiones, lecturas y vivencias que tres décadas después se convertirían en novela. Todos los personajes, las situaciones y la trama de Revolución quedaban fijados en aquel breve texto a modo de fotografía espectral del córtex complejo y único de quien vive cazando historias: “De todas las fotos de la Revolución mexicana, la de Sanborn’s es mi favorita. La estuve mirando largo rato (…) En la foto casi puede sentirse el olor a sudor campesino y revolucionario, la ruda hombría de esos peladitos calzados con guaraches que se echaron al campo a pelear, que tomaron Zacatecas, Torreón, Ciudad Juárez, que se batieron en Celaya y atacaron trenes blindados, y que durante diez años murieron por un sueño: el de no tener que llamarle a nadie patrón, y conseguir unos metros cuadrados de tierra propia donde plantar maíz para que sus chamacos dejaran de pasar hambre. Mirando esa foto, sosteniendo la mirada del guerrillero de la cicatriz, uno es capaz de percibir el eco distante, el fantasma de esas pobres vidas traicionadas, balazos y humo de pólvora, la ilusión que les hizo imaginar un futuro mejor; y morir creyendo que su hora había llegado”.
Por obra y gracia de la literatura, en aquella lejana tarde primaveral del DF se conformaba la trama de una nueva historia que ahora, transformada en novela de aventuras, tesoros, amistad, amores y batallas, llega por fin a las librerías de medio mundo. Algunos la leeremos sabiendo que esta Revolución tiene también el sabor de la victoria sangrienta, breve y triste de un desayuno en Sanborn’s Azulejos.
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Solo que hay que recordar, que Francisco Villa nunca jamás pediría un tequila, que los campesinos zapatistas no tomaron Zacatecas, Torreón, Celaya, ni mucho menos Ciudad Juárez…
El tiro es en ‘La Ópera’ y ese Sanborns del Boulevard 5 de Mayo es genial.
Lástima que se mantenga, con pérdidas, tan sólo por su glamour o quién sabe qué, azulejos aparte.
Lo asemejo con la Monarquía, que ignorantes de nosotros, a la hora de la verdad todo son ganancias.
De historias de revolucionarios ya estamos hasta el copete. Sería bueno que alguien escribiera sobre la revolución mexicana desde el punto de vista del soldado del ejército federal obligado a cumplir órdenes y también perdieron la vida en esa guerra fratricida.