Navegaba por internet cuando me topé con una foto de Leila Slimani. Quería descubrir a la novelista franco-marroquí desde que la recomendara Miguel Ángel Hernández en Aquí y ahora: Diario de escritura (Fórcola, 2019). No lograba encontrar el libro en casa, de modo que escribí a Miguel Ángel para que me recordara su opinión acerca de la autora. El estado de alarma estaba a punto de frenar toda actividad no esencial, así que pedí a la editorial Cabaret Voltaire que me enviara todas sus obras.
El paquete llegó pronto. Pegada en el exterior aparecía la misma foto de Slimani que había visto en internet con mi nombre escrito debajo a rotulador. Había un ejemplar de Canción dulce (premio Goncourt 2016) y otro del libro de crónicas Sexo y mentiras: La vida sexual en Marruecos (2018). El eficaz servicio de prensa de Cabaret Voltaire lamentaba no disponer en ese momento de En el jardín del ogro (2014), opera prima de la autora, que abordaba la ninfomanía. Lástima, pensé, porque Miguel Ángel Hernández respondía: “Me gustó bastante la manera de presentar el sexo de modo tan crudo. La crudeza y la desnudez del lenguaje, en el límite de lo obsceno”.
En el jardín del ogro es el punto de partida del libro de crónicas Sexo y mentiras. Slimani, nacida en Rabat, afirma que cuando se publicó la novela los periodistas franceses no podían creer que la hubiera escrito una marroquí. Y es que en Marruecos, el sexo fuera del matrimonio, la homosexualidad o el adulterio son delitos penados con dos años de cárcel. A pesar de ello, muchos los practican. La consigna es que no se entere la familia, ni las autoridades, ni el imán de la mezquita… Esta circunstancia contribuye a crear una sociedad hipócrita y esquizofrénica cuya intimidad se esconde tras una celosía como la que adorna la portada de la edición española de Sexo y mentiras. Lo más importante de la vida de muchos y, en particular, lo más íntimo de la existencia de las mujeres permanece oculto, inconfesable.
Esa intimidad es lo que cuentan a la autora las protagonistas no ficcionales de las crónicas que componen el libro. Slimani dedica Sexo y mentiras a Fátima Mernissi (1940-2015), profesora universitaria y escritora, pionera en la denuncia del patriarcado en el mundo árabe. En Sueños en el umbral, Mernissi afirma: “La mujeres no pensaban más que en traspasar los límites. Estaban obsesionadas por el mundo que existía al otro lado de las puertas de sus casas. Fantaseaban, se pavoneaban por unas calles imaginarias”.
Myriam, la protagonista de Canción dulce, aunque francesa y abogada, padece de modo sutil la misma esquizofrenia entre feminidad y aspiraciones. Cuando nacen sus hijos decide dejar de trabajar para dedicarse a cuidarlos. Padece una obsesión por su seguridad que la lleva al hastío, hasta que se encuentra con un compañero de carrera que le propone volver a trabajar en su bufete, lo que Myriam acepta encantada, contratando a Louise como cuidadora de sus hijos. Louise encarna también de algún modo a la mujer islámica, casada con un marido déspota que fallece, explotada por las familias a las que ha servido de cuidadora.
Al igual que García Márquez en Crónica de una muerte anunciada, la audacia de Leila Slimani consiste en empezar la novela por el final, con el asesinato de Adam y Mila —los hijos de Myriam— por la niñera. El enigma no consiste por tanto en la resolución del crimen, sino en algo más profundo: analizar la misteriosa personalidad de Louise y los motivos que la llevan al infanticidio.
De algún modo, la trama de Canción dulce podría verse como una fantasmagoría, una pesadilla. Myriam consigue ser socia del bufete; a cambio, Louise, que le hace la vida más cómoda, se va adueñando de su casa y de sus hijos, la va sustituyendo poco a poco, como un tumor cancerígeno que se extiende por su cuerpo de mujer tradicional
Sobre la novela, Miguel Ángel Hernández me escribe: “Me gustó mucho, menos el final, que tenía un cambio de punto de vista que no me acababa de cuadrar”. En efecto, el último capítulo de la novela, al igual que el comienzo, da un giro curioso. El doble asesinato no se narra desde el punto de vista de Myriam y Paul, los padres, como exigiría a priori el pathos del relato. Se cuenta desde el punto de vista de la inspectora que reconstruye el crimen, perteneciente a la policía judicial de París en el Quai des Orfèvres (de inmediato recuerdo a Georges Simenon y a su comisario Maigret). En este punto discrepo de Miguel Ángel: a mí sí me gusta ese final. Es cierto que el relato quizá pierde intensidad pero, frente a la fórmula ya manida del thriller, gana en originalidad al presentarnos la realidad como una escenificación, una representación de los hechos que puede interpretarse como un instante metaliterario. La inspectora, al igual que la novelista, reinventa lo que sucedió.
En septiembre, si el maldito coronavirus no lo impide, llegará a las librerías de la mano de Cabaret Voltaire Le pays des autres, última novela de la autora, sobre la inmigración, que ha sido un éxito en Francia. Y yo ya tengo ganas de seguir descubriendo a Leila Slimani.
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