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¿Desde dónde se escribe?

A propósito de Caridad, de Angélica Liddell, en un prólogo, cuatro capítulos y una coda

Prólogo. El Centro de Artes Escénicas El Canal en Salt se encuentra en la Plaza 1º de Octubre, y un enorme cartel en un lateral indica que la remodelación de este espacio ha sido posible gracias a la financiación de fondos europeos. Empezamos con coherencia, se dice el espectador que se dirige a la puerta para ver el nuevo espectáculo de Angélica Liddell, Caridad, dentro del programa de Temporada Alta 2022. El espectador ha leído algo de la Liddell, de su transgresión, aunque es la primera vez que entra en una de sus propuestas. Y lo hace con la expectación de saber que algo único va a suceder en el escenario. Único e irrepetible como la magia del teatro, la magia recuperada del teatro, el teatro como una ceremonia, una celebración, un interrogante y una posición incómoda ante el mundo. Dos horas después (¿realmente es necesario estirar Caridad hasta agotar las dos horas?), el espectador sale corriendo para no perder el tren regional que le devuelva a Barcelona. Y detrás no deja nada. Nada de ceremonia. Nada de emoción. Nada de transgresión. Nada que no haya visto antes, que no le haya emocionado antes. Nada de confrontación. En más de una ocasión, tuvo intención de gritar que la obra avanzara, como si fuera un ensayo antes que una obra terminada. Pero no se atrevió. Como el resto del público. Todos callados, como ovejas. Como las ovejas que salieron al final de la obra, esas mismas ovejas con las que se practicó el corte certero de la guillotina en el siglo XVIII. Nada de teatro y, mucho menos, nada de magia. Tan solo una pregunta en el aire: ¿Desde dónde se escribe? ¿Desde dónde se hace teatro, arte en el siglo XXI?

Primer capítulo: Cuando menos es más. El escenario vacío. La caja negra. En los laterales, los actores sentados en unas sillas. Casi todos los actores porque, a lo largo de la obra, saldrán 22 personas y un perro. Dos sillas de ruedas, dos máquinas industriales para limpiar el suelo y una enorme guillotina roja, que hace de contrapunto de color…, y algunas luces. Y unas pocas luces, que nunca llegan a cobrar vida en el escenario. Y proyecciones en la pared negra…, y música. Música en directo y música grabada. Música que podría haberse convertido en un elemento más. 22 artistas en escena y Angelica Liddell. Después de dos horas de ir sacando y metiendo elementos escénicos, de ir saliendo niños a escena, un perro mutilado con su ayuda en las patas traseras, un coro de laringectomizados, dos mujeres que limpian el escenario con sus máquinas y algunos más que salieron y entraron y volvieron a salir, y que no recuerdo en estos momentos, el espectador se pregunta: ¿era realmente necesario para lo que se quería contar? ¿Acaso no hay un principio en el arte en que el derroche de objetos, de personas, de acciones esconde más bien la ausencia de contenido, de algo que contar? El barroquismo puede ser una opción estética —y lo es y de qué manera genial cuando nos encontramos ante un genio como Francisco Nieva—, por solo poner un ejemplo clásico, pero en Caridad ni la acumulación se aproxima a esa expectativa. A medida que va pasando la obra muchos de los que allí aparecen comienzan a evaporarse, a desaparecer en su propia invisibilidad. No llegan ni a la categoría de coro. Hay mucho de farsa y de postureo en esta Caridad, de derroche presupuestario.

Segundo capítulo. La transgresión que causa risa. El sexo sigue siendo un tema tabú en nuestra sociedad. Y mostrar el sexo en público, como un cuerpo desnudo que no entra dentro de los cánones oficiales de belleza, es un buen camino para situar al espectador en una zona de transgresión y de desequilibrio, de llevarlo a un espacio de intranquilidad donde brota la emoción, la duda, la confrontación, la magia y la purificación. Pero, ¿a estas alturas es transgresor que unos actores hagan como que se masturban en el escenario, que muestren sus penes y que Angélica haga lo mismo con su coño, como si quitarse las bragas en un escenario ya fuera algo transgresor? ¿A estas alturas una simulación de un acto sexual o un actor apuntando con una flecha terminada en una polla al coño de la actriz alguien piensa que incomoda más allá de la risa? Una risa contenida durante toda la obra, una risa ante un momento que se pensaba catártico. La transgresión en el siglo XXI tiene que ir más allá de lo físico, de un físico muy normativo, que es lo único que se vio en Caridad. Y el grito puede ser transgresión, debe ser transgresión…, pero cuando es el grito que sale del estómago, de la rabia, del dolor, de la plenitud, y no el grito-sirena, ese grito sin fuerza ni emoción, ese grito de academia y de clases nocturnas, ese grito de me quedan solo un minuto para acabar la escena, ese grito falso, de postureo. Sin ninguna caridad.

Tercer capítulo: ¿Hay un público que no sea una oveja? Dos horas de Caridad, dos horas en que las escenas se iban sucediendo sin llegar ni de lejos al ruido de los floretes del inicio en un combate singular de dos deportistas paraolímpicos o el momento en que la leche se vierte sobre el escenario negro. Dos horas de canciones de los setenta, de bailes interminables o de escenas repetidas en una sensación de estar en un ensayo. Hasta el monólogo de Gilles de Rais, a partir del texto de Georges Bataille, magistralmente interpretado por Guillaume Costanza —lo mejor con diferencia de toda la obra, lo único que la justifica— resulta insufrible en su extensión, dado el cansancio acumulado. ¿Se ha querido vengar Angélica Liddell del público por sus críticas a sus últimos espectáculos, a la incomprensión en algunos casos a su propuesta artística? Pues si lo que quería era conseguir un público intranquilo, un público enfadado, un público transgresor, un público enfrentado, Caridad  —o es quizás la aureola mítica que se ha creado alrededor de la Liddell— es todo lo contrario. Durante dos horas solo se oyeron entre el público algunas risas inoportunas, algunas risas nerviosas como diciendo “de esto sí que me he enterado”…, el resto, silencio. Un silencio acumulado. Un silencio de mirar de vez en cuando el reloj para saber el tiempo que faltaba. Un silencio de rebaño de ovejas. Si con Caridad, Angélica Liddell intentaba enfrentarse al público, conseguir del público alguna reacción, la obra es todo un fracaso. Al final, las ovejas dentro y fuera del escenario. En el escenario junto a los actores y en la platea con los aplausos de rigor, el entusiasmo del público, de este público que bosteza y aplaude con el mismo fervor.

Y cuarto capítulo: Un discurso es algo más que unas citas. Justo antes de salir de casa, el espectador había terminado de leer La familia, de Sara Mesa. O mejor dicho, no podía salir sin dejar de leer las últimas páginas de esta novela, que por dos días le había cautivado. Y le había hecho ver cómo hablar de lo (aparentemente) pequeño, lo cotidiano, de retazos de una vida era uno de los caminos para el desarrollo de la escritura en el siglo XXI, más allá de las sagas épicas, de los enredos policiacos, de las tramas amorosas y de poder que llenan la ficción dentro y fuera de los libros. Y de pronto, Caridad. Y de pronto, unas citas de Foucault, de Steiner y de la Biblia, ¿con estos hilos se puede trenzar un discurso tan necesario como reflexionar sobre la visión de los victimarios dentro de nuestra sociedad, en cualquier sociedad? El tema necesita algo más que citas y una frase final, la única que se escucha de la boca de Angélica Liddell: “¿A cuántos ciudadanos modelo habría que ejecutar para que el mundo fuera más hermoso?”. ¿Hermoso? ¿Acaso este es el adjetivo que un escritor, que un artista se puede permitir utilizar para describir nuestro mundo en el siglo XXI? La utilización de este adjetivo banal, de este adjetivo que cualquier escritor de cursillo a distancia hubiera utilizado para completar esta frase es la mejor demostración de que le queda a Caridad todavía mucho recorrido para llegar a convertirse en una reflexión, en un punto de vista necesario para ver nuestra realidad desde otros espejos, desde otras perspectivas.

Coda: ¿Desde dónde se debe hacer arte, literatura en el siglo XXI? Y después de ver Caridad de Angélica Liddell, de haber visto su propuesta llena de efectos manidos y conocidos, de transgresiones manoseadas, de lugares comunes y de gritos que solo molestan a los oídos, de la repetición de unas citas como si fueran guías siendo en realidad anclajes retóricos de un vacío, me atrevo a contestar a la pregunta que me lleva un tiempo persiguiendo: ¿Desde dónde hemos de escribir y crear arte en el siglo XXI, en la sociedad que, entre todos, estamos creando en el siglo XXI? Desde la verdad. Solo desde la verdad, el arte tiene sentido en nuestra sociedad, en nuestros días. Justo esa verdad que le falta a Caridad de Angélica Liddell.

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Texto, escenógrafa, vestuario y dirección: Angélica Liddell. Intérpretes: Yuri Ananiev, Federico Benvenuto, Nicolás Chevalier, Guillaume Costanza, Angélica Liddell, Bórja López, Sindo Puche y David Abad. Coro de laringectomizados / SHOUT AT CANCER: Guy Vandaele, Frank Meeus y Andrew Pett.  Con la colaboración de Teatros del Canal.

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Juan Francisco
Juan Francisco
2 años hace

Excelente artículo de José Manuel Lucía Megías que pone el dedo en la llaga del espectáculo teatral. Todo el mundo puede intentar hacer arte con lo que considere oportuno pero no todo el mundo puede afirmar que es arte lo que hace. Hasta el barroco más complejo tiene un sentido, una línea, un concepto… algo que permite que el espectador vea, comprenda, se emocione, lo que sea… pero algo. Si el espectador solo pasa el tiempo mirando la hora, eso no es teatro… es aburrimiento. Hay que «decir algo», como sea y lo que sea, pero «algo». Gracias a José Manuel por acertar y ser tan claro en su diagnóstico.

Cristóbal
Cristóbal
2 años hace

No me atrevo a comentar detalles sin haber visto el espectáculo. Sin embargo, el artículo de Lucía Mejías es muy claro, y sus preguntas y apuntes, oportunos independientemente de la pieza a la que se dirijan. Hay gente contemporánea que de repente son del siglo pasado (nunca de hace cuatro siglos, porque entonces serían mucho más modernos), lo he visto en grupos teatrales o en cantantes. Y yo mismo en mi pequeña vida me quedo antiguo a menudo. Y eso requiere una reflexión personal, artística, un público educado y analítico, críticos inteligentes y valientes que no sucumban al tópico ni a la leyenda, y unas referencias culturales fuertes y vivas. Un buen amigo decía «Para ser moderno, hay que saber latín», no sé si la frase era suya, pero la aplico con frecuencia. Mi opinión es que normalmente hora y media es mejor que dos horas, normalmente 50 palabras son mejor que 100, normalmente 1 mueble es mejor que un mueblebar, etc.
He visto hace tiempo algún espectáculo de A. Liddell y me había conmovido. Esta crítica desde la sinceridad, con tanto sentido (y tan bien escrita), es una de esas cosas necesarias para que el arte y los artistas mejoren su voz. Me ha dado mucho en qué pensar. Gracias, un abrazo,

Alberto Wainer
Alberto Wainer
2 años hace

Un día alguien, en un escenario, nos va a contar una historia. Y entonces sí que que algo terrible, transgresor, nos obligará a apartar los ojos.