No es su fotografía más reconocible. Tampoco la más artística, curiosa ni festiva. Más bien, al revés: pertenece, por derecho propio, al grupo de las perturbadoras —si es que hay alguna que escape al calificativo. Howard Phillips Lovecraft (1890-1937) posando desde el umbral de su casa, el 66 de College Street en su Providence natal. La imagen está desenfocada y las facciones son indistinguibles; lo peor, la oscuridad del hall enmarcando una figura recta y trajeada. Una suerte de Tiresias del siglo XX, un heraldo sombrío emergido del Hades de entreguerras para contarnos otro tipo de infiernos: los que, desde su ceguera autoimpuesta, desde su odio innegociable hacia el mundo, contempla sin pestañear, como si prefiriese volver los ojos hacia dentro —porque es allí donde moran los sueños. Le quedaba un año de vida.
Se nos dice que Lovecraft fue un ser profundamente cerebral. Uno que, sin embargo, aborrecía la realidad casi tanto como cualquier forma de realismo. Según sus propias palabras, si algo deseaba en la vida era suspender las «mortificantes limitaciones del tiempo, del espacio y de las leyes naturales» para acceder a esas «infinitas regiones del cosmos apenas visibles y más allá del ámbito de nuestra comprensión». Puede que, por esa razón, plagase sus ficciones de abominaciones submarinas, personajes que tratan de no sucumbir a la locura —la mayoría, trasuntos de sí mismo—, grimorios prohibidos y deidades ultraterrenas cuyo único objetivo es subyugar a todo lo que respira. Y, con ello, alumbró una concepción de la literatura —e incluso de la vida— nunca vista hasta entonces. De hecho, el de Providence no solo fue el padre del llamado horror cósmico, sino que no pocos le atribuyen todo un sistema de pensamiento —véase Graham Harman y su Realismo raro. Lovecraft y la filosofía (Holobionte Ediciones, 2020).
Ahora bien, no nos engañemos: hablamos de un tipo elitista, enfermizo y aquejado de multitud de prejuicios de todo cuño. Un racista congénito, reaccionario y puritano, que desprecia el dinero y el sexo, y al que conceptos como democracia o progreso le parecen paparruchas pueriles. ¿El mismo Lovecraft que siempre se comportó como un perfecto caballero? ¿El hombre generoso y cortés que corrige y revisa gratis los manuscritos de sus amigos? ¿El que se casó con una mujer de origen judío? Puede que pocas fórmulas lo hayan definido mejor que la escogida por Houellebecq: «desprecio hacia la humanidad en general y amabilidad extrema hacia los individuos en particular». Porque, quizás, nadie como el francés para acometer semejante acrobacia nihilista; leyendo estas páginas se reconoce sobradamente la efigie alucinada de H.P. Lovecraft, pero también se encuentran evidentes indicios del autor de El mapa y el territorio o Sumisión.
En un intento somerísimo de autobiografía, el de Providence se definió como «un individuo muy mediocre y poco interesante» a pesar de «sus gustos raros», y declaró que apenas había escrito nada que mereciese llamarse «verdadera literatura». H.P. Lovecraft, el descreído, el acomplejado, el perfecto gentleman de pretensiones aristocráticas, el hombre que miraba con miedo —y fascinación— a las estrellas, se equivocaba: ninguneado en vida, hoy es aclamado por legiones de seguidores a nivel mundial que alaban su profunda influencia en la literatura, el cine o los videojuegos.
¿Por qué Michel Houellebecq —una pluma reconocida por crítica y público, y nada asociada lo pulp— se hace perfecto eco de este auge? La cita de apertura del inclasificable Jacques Bergier (1912-1978) recuerda que quizá haya que haber sufrido mucho para apreciar a Lovecraft. Así que no es de extrañar que su popularidad vaya en aumento: por suerte o por desgracia, la capacidad para el dolor es patrimonio universal.
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Autor: Michel Houellebecq. Traductora: Encarna Gómez Castejón. Título: H.P. Lovecraft. Contra el mundo, contra la vida. Editorial: Anagrama. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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