Cuenta Heródoto cómo el gran estratega Temístocles convenció a sus compatriotas para abandonar Atenas en manos del temible y poderosísimo ejército persa y refugiarse en la isla de Salamina: “Adelante, hijos de los griegos, liberad a la patria”, fue su grito. Retirarse de la ciudad para salvar la polis, un concepto nuevo que no se limitaba al espacio acotado tras unas murallas, sino al hombre libre. Los atenienses habían descubierto que sus ideales eran los que constituían la ciudad y que eran los hombres libres los que la llevarían allá donde fueran. A partir de ese momento, cambió la historia de Occidente: “Ya no tienen los hombres la lengua guardada, pues. Para hablar libre, se ha soltado el pueblo” (Esquilo, Los persas).
Nosotros estos meses también hemos abandonado las calles para salvarnos, pero las preguntas que, una vez dentro, nos han surgido son: ¿nos hemos retirado de la ciudad/espacio amurallado o de la polis? Y también ¿qué clase de polis tenemos? Pero, sobre todo: ¿qué clase de polis queremos?
La gran Hannah Arendt arranca la Condición humana con un objetivo: “pensar en lo que hacemos”. Si recordamos que antes del confinamiento el cambio climático ocupaba la mayor parte de las noticias, y que los científicos aseguran que esta pandemia es un producto de nuestra actividad destructiva en el medio, inevitablemente nos planteamos: ¿y si lo que hacemos nos destruye? ¿cuál sería la condición humana que nace de su suicidio? Y nos encontramos entonces frente a una paradoja: resulta que para “salvar” la Tierra, en la que todavía habitamos, igual hemos de “dejar de hacer”. Tarea muy complicada en una sociedad en la que el homo faber ha invadido todos los espacios. Hace unos días decía con mucha agudeza Markus Gabriel: “Ahora llevamos una vida más moral por el hecho de hacer menos”.
Porque, como ya señaló Arendt, hemos dejado que la labor y el trabajo ocupen todo el espacio, de manera que el ágora ha pasado de ser el “lugar de la aparición” a ser la plaza del mercado. Y cuando hablaba de “aparición” no se refería a fantasmas o espíritus o incluso zombies, algo que encantaría a muchos jóvenes hoy en día, sino al hecho de que en el ágora está el espacio público, compartido, y solo lo que allí se presenta “aparece” ante los demás. Y si esto es así, entendemos mejor por qué el confinamiento es tan catastrófico para estas sociedades de homo faber: porque la plaza del mercado es imprescindible para vender los productos. Y esa es la realidad que hemos estado viviendo. De ahí la sospecha de que lo que llevó a muchos políticos a retrasar el confinamiento, o a acelerar las medidas para salir de él, haya sido el mercado, no la necesidad del espacio político de debate, que perdimos hace mucho y que no hemos añorado. Dice Arendt:
«La convicción de que lo más grande que puede lograr el hombre es su propia aparición y realización no es natural. Contra esta convicción se levanta la del homo faber al considerar que los productos del hombre pueden ser más —y no sólo más duraderos— que el propio hombre, y también la firme convicción del animal laborans de que la vida es el más elevado de todos los bienes».
En el Museo del Prado hay varios cuadros de Rubens en los que podemos ver a Artemisa en acción. Rubens, amante de la cultura clásica y experto en ella, retrata a la diosa rodeada de sus ninfas, con las lanzas, las flechas que llevan en preciosos carcajes, cuernos de caza de un dorado brillante y sus fieles perros de caza adiestrados corriendo por bosques y praderas. Diana en Roma, diosa de la caza y la fertilidad, vivía entre la naturaleza, que era la vida salvaje, y la civilización. Es esa doble vida que ha fascinado y atraído siempre a artistas, escritores y pensadores. Dos mundos cercanos a los que la muralla de la polis separaba. Recordaba así a todos que la caza, su arte, aunque era una actividad que se desarrollaba al otro lado de la muralla, en el mundo salvaje, exigía un adiestramiento, algo propio de la civilización. Es decir, que esa frontera era cercana y frágil, y que no debíamos olvidarlo. Al fin y al cabo, somos animales, seres mortales. Cazamos, pero también podemos ser cazados, y la polis es nuestro refugio.
Con el paso del tiempo, nuestros avances tecnológicos, nuestra expansión, nuestro éxito como especie, han contribuido a que nos vayamos olvidando de ese débil límite. “¡Poderoso señor! La Tierra ya la tienes”, canta Mefistófeles (Goethe, Fausto). Nos hemos ido alejando de nuestra “animalidad”, de lo que constituye nuestro habitar como seres mortales un mundo que siempre está ahí y que cíclicamente se regenera. Como si nuestra presencia fuera la línea recta que atraviesa el círculo confluyendo durante un breve espacio de tiempo en este planeta Tierra.
Hemos visto estos días de cuarentena imágenes de animales paseando por nuestras calles, de la naturaleza recuperando espacios, pero, sobre todo, hemos visto algo todavía más extraño. Hemos visto ciudades vacías. Esas ciudades que se construyeron para delimitar nuestro espacio, las que debíamos habitar y las que nos protegían de ese mundo salvaje, las que nos daban nuestra medida humana, “un sentido del orden en un espacio natural inconmensurable” (Juhani Pallasmaa, La arquitectura y los sentidos). Hemos pasado de vivir rodeados de ruido, bullicio, gente y, sobre todo, velocidad —“¿Por qué hemos de vivir con tal prisa y tal gasto de vida?”, se preguntaba Thoreau en Walden—, al silencio. De pronto, hemos recorrido estas calles, plazas, avenidas; vemos los edificios, las casas, los monumentos como visitantes del futuro intentado descifrar los sonidos de una civilización muerta y perdida hace siglos. Es más, las calles, las plazas que antes nos defendían del mundo exterior no-civilizado, han pasado a ser el mayor peligro y nos alejamos de ellas porque el hombre, animal nacido para vivir en sociedad, puede encontrar en su manera de habitar el mundo su fin.
Todo parece indicarnos que necesitamos de la calma, en este mundo de bienes de consumo acelerado, para reflexionar sobre la necesidad de recuperar el espacio público en su auténtico sentido, recordando, como dice Arendt, que es propio del ser humano que “aunque ha de morir, no ha nacido para eso, sino para vivir”.
Y la hermosa Diana corre por campos y bosques mientras el viento agita su ropa. A ella no le extraña el silencio, las salas vacías del museo, ni las calles vacías de la ciudad. Ella siempre ha sabido cuál era su límite.
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