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Desde mi terraza

Durante el confinamiento de la pandemia, la terraza se convirtió en nuestra ventana al mundo. De pronto ese espacio de la casa apenas utilizado se pobló de césped artificial, macetas, muebles de exterior, dibujos infantiles… Nada tiene esto de original, le sucedió a mucha gente que desde entonces no pudo prescindir de este lugar abierto de la casa, el único donde poder disfrutar del aire libre. Pese a que el calor arrecie durante el verano, siempre hay alguna hora en que sopla una brisa fresca y el silencio de la terraza nos permite soñar, observar a quienes transitan por la calle.

Lo original comienza ahora: a mí, la terraza me ha servido para concienciarme de lo cercano, de la existencia de esos personajes que pasan a diario por mi calle, o que viven en ella gran parte del día. Muchos se aglutinan en torno al bar de Pepe. ¿Y quién es Pepe?

Pepe es un chino bajito y flacucho que viste camisa blanca y pantalón negro de camarero, ambos comprados en algún almacén de saldos. Todavía lo estoy viendo pocos días después de abrir su bar. Había decidido continuar el negocio de aquel español que bajó la persiana una noche y ya nunca volvió. Pepe decidió volver a abrirla, pero sin invertir ni un solo euro en adecentar el ajado local.

"Durante el confinamiento de la pandemia, la terraza se convirtió en nuestra ventana al mundo"

Sí, ya sé que en todas vuestras calles hay un bar de este tipo regentado por un chino, pero Pepe no era como los demás, o, al menos, este cuento nace de la observación atenta y pretende distinguirse de cualquier otro a través de la sutileza, porque siempre hay un detalle que nos distingue, que nos singulariza como escritores. ¿Seré yo capaz de encontrar ese detalle en Pepe?

Como iba diciendo, un buen día abrió su negocio. Lo recuerdo con una bayeta, limpiando compulsivamente la vieja barra de zinc hasta conseguir ese brillo frío del metal. El zinc refulgía casi siempre, pues apenas entraban clientes. Durante horas, Pepe estaba solo. Yo lo observaba al pasar, leyendo el periódico al fondo de la barra. Había contratado la liga de fútbol en la creencia de que así entraría gente, y por la televisión se retransmitían partidos a diario, cuyos sonidos reverberaban en el local vacío, iluminado tan solo por una luz eléctrica pobre. Cuando se aburría de leer el periódico sin recibir visita alguna, Pepe continuaba limpiando, limpiaba de modo obsesivo los marcos de las puertas, las tulipas de las lámparas de luz escasa y amarillenta. Todo el local desprendía un aroma a lejía perfumada, que se mezclaba con el bullicio atronador del fútbol.

Un buen día, entró por fin un vejete. Se trataba de uno de esos alcohólicos de nariz colorada y pómulos inyectados en sangre, de los que comienzan el día a las siete de la mañana trasegando una copa de anís. Pepe se desvivió por atenderle, le preguntó dónde vivía, a qué se dedicaba, si estaba jubilado, con ese español apenas comprensible que se mezclaba con el chino; pero con los ojos vivos y ligeramente llorosos que parecían desear con fervor una respuesta.

El vejete se explayó, le contó que había sido herrero, le habló de su mujer fallecida, de sus hijos varones con los que apenas se hablaba… Y comenzó a acudir todas las mañanas. Se tomaba su copa de anís frío, que Pepe sacaba del frigorífico nada más verle por la calle a lo lejos. Más tarde se tomaba un carajillo acodado en la barra, y seguía contándole su vida.

"Una mañana, sin nada mejor que hacer, decidió pintar la entrada de un color llamativo. Compró dos botes de pintura, uno azul celeste y otro naranja brillante, y comenzó a dar brochazos"

Pero el resto del tiempo nadie entraba en el bar. La pandemia arreciaba ya en Italia y estaba a punto de decretarse el confinamiento en España. El panorama para aquel negocio donde no entraba nadie y resonaba el fútbol en medio del silencio no podía ser peor. Pepe seguía limpiando la barra con lejía, frotando como si le fuera la vida en ello. Una mañana, sin nada mejor que hacer, decidió pintar la entrada de un color llamativo. Compró dos botes de pintura, uno azul celeste y otro naranja brillante, y comenzó a dar brochazos.

Recuerdo pasar al atardecer por delante, y el espectáculo me resultó espantoso. El celeste y el naranja resplandecían como si se tratara de un lupanar. Pepe se colocó frente a la puerta y miró su obra. Tenía un bote vacío en una mano y la brocha sucia en la otra. Su cara lucía sudorosa, manchada de gotitas naranjas y celestes, al igual que la camisa blanca de camarero.

Y fue justo entonces, en aquel mismo instante, cuando observé ese detalle sutil y único del que hablaba al principio. El detalle que, quizá, singulariza este relato, aunque tal vez parezca una tontería: Pepe miraba fijamente a la puerta recién pintada del bar, brillante y horrorosa, y una sonrisa lenta se dibujó en su rostro. Parecía absorto en la contemplación. Tras varios segundos, en los cuales no dejó de sonreír, asintió con la cabeza. Sonrió de nuevo, asintió una vez más y entró en el bar dando zancadas, como un general entrando en su cuartel.

Después vino el confinamiento, y el bar de Pepe, como el resto, cerró. Cada vez que yo pasaba por delante y contemplaba la puerta, esa especie de bombilla naranja azulada que insultaba la vista, pensaba que ya nunca volvería a abrir. Pepe nos había legado su obra y se había marchado a otro barrio —imaginé—.

"Pepe iba de un lado para otro con su bandeja metálica redonda, sirviendo bebidas a la velocidad del rayo, hablando por los codos con los parroquianos, que se reían de su acento"

Pero llegó mayo y terminó el confinamiento. Las terrazas de los bares volvieron a abrir. Y allí estaba Pepe de nuevo, limpiando compulsivamente mesas y sillas con publicidad de la Coca-Cola en medio de la acera. Había colocado el televisor mirando a la calle y el sonido del fútbol contaminaba el ambiente. Reapareció el vejete con sus copas de anís, y trajo a una amiga de su edad, que por su aspecto debía de ser prostituta. También trajo a algún amigo suyo. El verano se acercaba y pasaban el día en la calle, entre carajillos y copas de cerveza. Por las tardes, en vez de abuelos había pandillas de adolescentes, que se sentaban en mesas de seis en seis y gritaban: “¡Pepe!, ¡Pepe!, ¡Pepe!”.

Pepe iba de un lado para otro con su bandeja metálica redonda, sirviendo bebidas a la velocidad del rayo, hablando por los codos con los parroquianos, que se reían de su acento. Tenía tanto trabajo que una mañana apareció una china bajita como él, pero regordeta en vez de flacucha. Ella trabajaba en la barra y él no paraba de moverse. Charlaba con todos, les preguntaba si eran vecinos, reía sin parar…

Desde mi terraza, un año más tarde, contemplo el bar. Bulle de gente, no queda ni una mesa vacía. Incluso hay clientes en el interior. Y Pepe, siempre con su bandeja metálica, yendo de un lado para otro, sonriendo a diestro y siniestro mientras escucha: “¡Pepe!, ¡Pepe!, ¡Pepe!”.

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