Mary Panton es una beldad de treinta años que acaba de enviudar. Desde la adolescencia, los hombres la han cortejado sin cesar para conseguirla, o para conseguir su cuerpo, hasta el punto de que los piropos se han convertido para ella en una costumbre. Cuando hace ocho años se casó por amor con un alcohólico, jugador y mujeriego, desconocía el infierno que puede deparar el matrimonio. Su marido falleció en accidente de tráfico, y ahora, cuando los Leonard le acaban de prestar su villa decorada con frescos de Ghirlandaio, desde cuyo jardín se divisan las cúpulas de Florencia, afirma: “Yo no busco el amor, estoy hasta la coronilla del amor”.
¿Qué interés tiene recuperar a un escritor como Somerset Maughan? En mi opinión se trata de un autor fronterizo entre la literatura popular y la alta literatura. No puede formar parte de esta última porque en sus novelas todo queda explicado, pero tampoco debemos encasillarle en la primera, porque sus relatos —como demuestra Una villa en Florencia— huyen de las convenciones narrativas y los lugares comunes y se adentran con facilidad pasmosa en la psique de los personajes, complejos y, al mismo tiempo, totalmente creíbles.
Parafraseando el título de la película de Wong Kar-wai, por mucho que lo niegue, Mary Panton está deseando amar, y no solo lo desea, sino que su situación es la idónea para la praxis del amor: viuda, joven, bella, con una renta no demasiado alta que, sin embargo, le permite vivir sin trabajar, invitada a las fiestas de la alta sociedad toscana en la Italia fascista, con un Fiat a su disposición… Da la impresión de que lo único que falta para completar el cuadro es un hombre que la acompañe.
Pero la cuestión es: ¿qué condiciones debe reunir ese hombre? Antes de partir de Inglaterra, un viejo amigo abogado le dijo: “Eres joven y muy hermosa, y no dudo de que volverás a casarte. Pero la próxima vez, que no sea por amor; es una equivocación; cásate por una buena posición social y por la compañía”.
Y eso es justamente lo que le ofrece Edgar Swift, gentleman intachable, hombre maduro que la conoce desde niña y que en breve será nombrado por su majestad gobernador de Bengala. Swift es todo lo contrario que Rowley Flint, petimetre holgazán y seductor, de la edad de Mary, que la asedia sin piedad, tal vez siguiendo los consejos de Ovidio: “Toda mujer puede ser conquistada. La conquistarás: tú solo tienes que tender las redes. Incluso esa que piensas que no querrá, querrá”.
Pero la novela no solo contiene galanteos, Una villa en Florencia también ofrece una trama sólida que lleva a sus protagonistas al límite y que ayuda a Mary a dilucidar —entre tantos consejos y proposiciones— qué es en realidad el amor, qué buscamos en la pareja, qué debe guiarnos a la hora de encontrarla; aunque, como imaginará el lector, cualquier conclusión en el asunto no deja de ser mera hipótesis, que solo dura lo que tarda en resultar errónea.
Entretanto, la historia está repleta de pistas para amantes en ciernes, como por ejemplo cuando Mary, tan adulada por los varones, concluye que a las feas es mejor regalarles sombreros y a las guapas libros. O cuando el narrador afirma que Flint poseía una comprensión instintiva de la mujer como una criatura distinta del hombre, lo cual resultaba sumamente halagador…
Flint se burla de su oponente, Edgar Swift, a quien considera grandilocuente y aburrido. Lo llama del modo más irónico “el hacedor de imperios”. Swift, en cambio, no habla de Rowley Flint con humor alguno. Lo tiene por un haragán, un chismoso, un sinvergüenza. ¿Quién de los dos vencerá en el corazón de la viuda? Tal vez aquel que, como afirma Mary en cierto pasaje de la novela, le permita ser ella misma.
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