El 19 de marzo de 1911, las autoridades del puerto de Nueva York se encontraron con “el grupo de inmigrantes más extraño de los últimos tiempos”. Así los describió The New York Times. El buque francés La Touraine arribó a puerto con 1.077 personas que pretendían instalarse en los Estados Unidos, incluido un grupo de 150 chavales con los que ningún funcionario conseguía comunicarse. Dice la crónica que los intérpretes les preguntaron en francés, inglés, español, alemán, pero no había manera: “Su idioma sonaba a griego” (así dicen “me suena a chino” en Estados Unidos; en Islandia y Serbia dicen “me suena a español”).
Eran euskaldunes monolingües, ciudadanos franceses, casi todos chicos entre los 16 y 19 años de Esterentzubi, Eiheralarre, Behorlegi y otras aldeas replegadas en el Pirineo, pastores que iban camino de Idaho, Nevada y Montana para encargarse de los rebaños de miles de ovejas que recorrían las sierras. Según el periodista, llevaban boina, parecían gente dura y apenas abrían la boca. Cuando los funcionarios encontraron por fin en Nueva York “a un español que hablaba vasco”, pudieron hacerles los interrogatorios y los exámenes médicos en el centro de recepción de Ellis Island. La crónica dice que probablemente les permitieron quedarse.
Entre 1892 y 1924, doce millones de personas pasaron por Ellis Island huyendo de la miseria, la guerra, la persecución racial: italianos, irlandeses, alemanes, británicos, ucranianos… El 98% fueron admitidos. Llegaban hacinados en las bodegas de los transatlánticos, tras diez o doce días salían a la cubierta y descubrían la Estatua de la Libertad alzando la espada. Eso vio Rossmann, el personaje emigrante de Kafka. Eso es ser emigrante, según Perec: ver una espada donde el escultor puso una antorcha, y no equivocarse demasiado.
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