Portada: Annie Ernaux. (C) Francesca Mantovani. Editions Gallimard, 2022.
Es difícil imaginar una vida apasionada que consista en la repetición mecánica de ciertos hábitos. Se debe temer demasiado la vida para que la monotonía no produzca cierta dosis de desgana. La pasión oscurece en aguas estancadas, por ello muchas personas buscan encrucijadas emocionales, porque de ellas extraen el jugo de la inspiración, así fluye el manantial del deseo.
Perderse, publicado por Cabaret Voltaire, es un diario donde Ernaux retrata esta paradoja: para que el deseo goce de vitalidad debe comportarse como una promesa que siempre está a punto de cumplirse. Esta tensión puede triturar los nervios, pero en periodos breves trae consigo el arrebato de nuestro querer, así como el reclamo de nuestra más alta dosis de creatividad. En este diario, al igual que en su novela Pura pasión (Tusquets), Ernaux encuentra en el amante casado el pretexto para la escritura, porque vivir enamorada es sinónimo de vivir creativamente.
Habría que distinguir el amor del enamoramiento. El amor es un sentimiento basado en la recíproca repetición de una tendencia desiderativa. El cauce del deseo se cuida en convivencias y estructuras domésticas que ofrecen seguridad y estabilidad psicológica. Amar es descansar en el otro, sin despreciar la necesidad de ciertas turbulencias. Por el contrario, el enamoramiento es el periodo en el que el deseo nos desborda, acompañado de la incertidumbre acerca de si nuestro querer será o no correspondido, solo así se despliega un torrente creativo donde somos artífices de nuestra mejor versión. Esta forma de deseo no puede prolongarse, porque enamorarse implica el derroche y la disolución en el otro. Nos creamos en el enamoramiento, nos consolidamos en el amor.
Para Ernaux parece adictiva la incertidumbre pasional que emerge en los estados de añoranza. Me refiero a una especie de nostalgia que impulsa el recuerdo de algo que desearía ser repetido. Mediante ausencias brota el enamoramiento, sobre la fertilidad de un suelo que no es firme, porque está entre el pasado y el futuro, donde el presente se convierte en un secuestro que da lugar a la escritura. Si la incertidumbre de la espera del amante se transforma en la certidumbre de su despedida, entonces el apetito se transforma en desgana, ausencia de verbo y depresión. Las aguas se estancan. Ernaux aparece perdida en esta encrucijada, entre el deseo y la muerte, se sostiene en este diario, recreando el pasado y creando el futuro.
La denominada autoficción siempre me ha parecido un pleonasmo, todo artista obtiene de su vida la materia prima de su obra. Puede camuflarse mejor o peor, sabemos que en Ernaux apenas existe esa tarea de ocultarse en el texto. Invierte el valor de nuestras creencias: solo en la escritura existe el compromiso con la sombra de la verdad; por el contrario, junto al amante, para subsistir, debe disfrazarse de ficción, asumiendo la ley proustiana de no decir nunca demasiado, no mostrar nunca demasiado amor. La honestidad sentimental se oculta ante el amante en aras de la supervivencia personal (no morir visiblemente en el otro) y solo reaparece en el territorio seguro de la escritura. Enamórame sin que sepa que me amas, porque si me amas, dejaré de escribir, pero si me abandonas también, manténme entre la promesa del deseo y su muerte, parece confesarnos Ernaux.
La concepción del eterno retorno, según Nietzsche, es un filtro para discernir entre aquellas personas que viven fieles al deseo de las que viven inercialmente mediante certezas ajenas. Este filtro se basa en la siguiente prueba: ¿repetirías eternamente un instante de tu vida? La vocación artística recrea ese instante, pero con una condición: que haya desaparecido o que su retorno sea incierto. El deseo nunca puede satisfacerse completamente, porque implicaría su extinción, por eso inventamos el arte, para hacer eterno lo que en la vida sería insoportable. Solo en un libro, en una canción o en una pintura las aguas estancadas se vuelven cristalinas.
Ernaux encuentra refugio en la escritura como recreación de ese instante enamorado que desearía ser eterno. El amante casado cumple perfectamente con la tensión que se da en esta paradoja: la pasión debe rodearse de mortalidad. Aunque anhelamos su repetición, la posibilidad de su existencia proviene de su condición efímera, de lo contrario el enamoramiento acabaría frustrado en el peor de los casos; en el mejor, se convertiría en amor. Solo en la verdad de la escritura la pasión nunca muere, porque todo debe nombrarse por vez primera.
Queridísimo Sergio:
Cómo te viertes en poesía, cómo derramas tu mejor yo en tu amor por el arte. La reflexión y el conocimiento filosófico arden en este artículo, arden de pasión pura y parecen enarbolar los gritos de los poetas andalusíes, de los trovadores provenzales, de la escuela petrarquista, Petrarca se incendia, Boscán arde, Garcilaso se traspasa de luz… y así los recoge en sus palabras Annie Ernaux, mientras tu también te inflamas, querido Sergio en poesía pura que trasluce desde la narrativa de Ernaux.
Así, revisemos los versos de Ibn Hazm en “El collar de la paloma”:
Indicio del pesar son el fuego que abrasa el corazón
y las lágrimas que se derraman y corren por las mejillas,
aunque el amante cele el secreto de su pecho,
las lágrimas de sus ojos lo publican y lo declaran.
Cuando los párpados dejan fluir sus fuentes,
es que en el corazón hay un doloroso tormento de amor.
Y así las cosas, vienes tú, maestro Sergio Antoranz a tocar lo más hondo, más, más:
“La experiencia funambulista de la pasión (euforia del deseo) es el enamoramiento”. “Esta tensión puede triturar los nervios, pero en periodos breves trae consigo el arrebato de nuestro querer, así como el reclamo de nuestra más alta dosis de creatividad”.
Pero, hombre, esto no se hace, venir a enarbolar a la Ernaux porque “vivir enamorada es sinónimo de vivir creativamente”. No hay palabras para este análisis en su más puro incendio y la belleza de la poesía que destila. Por otro lado, nos mantenemos en un equilibro peligroso entre el deseo y el sufrimiento… Oh, la necesidad de lo efímero y el miedo a su vez a lo pasajero.
Bueno, bueno, hay tanta riqueza en este artículo, tanta sabiduría en la mirada a la literatura arrebatada de la autora, que casi me dejo llevar por el fuego.
Vamos a ver, algo que extasía, digamos la pasión y el tiempo:
“Solo en la verdad de la escritura la pasión nunca muere, porque todo debe nombrarse por vez primera”. No, es que, verdaderamente, es imposible no pensar en el gitano Melquíades de Cien años de soledad:
“ [En Macondo] El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo […] La ciencia ha eliminado las distancias, pregonaba Melquíades.”
Este gitano que regresó de la muerte porque no soportaba la soledad, nos muestra la misma tensión que la visceral y sincera Ernaux. Y hete aquí, que tú, Sergio, encarnas las entrañas de toda la simbología macondiana de esa Colombia que tanto amamos y del lugar mítico donde “llegaron a sospechar que el amor podía ser un sentimiento más reposado y profundo que la felicidad desaforada pero momentánea de sus noches secretas». Y este sería el mejor de los escenarios para la transformación del enamoramiento, aún hay más, pues así dices, Sergio:
“Me refiero a una especie de nostalgia que impulsa el recuerdo de algo que desearía ser repetido”.
Y así García Márquez:
«La soledad le había seleccionado los recuerdos, y había incinerado los entorpecedores montones de basura nostálgica que la vida había acumulado en su corazón, y había purificado, magnificado y eternizado los otros, los más amargos».
No sé por qué en tus reflexiones la obra inmensa de “Cien años de soledad” sigue resonando en mi ánimo: “¿Repetirías eternamente un instante de tu vida?” La obsesión por captar el tiempo se hace y deshace en los pescaditos de oro que Aureliano Buendía derrite y vuelve a crear en un círculo insoportable, como la imagen de Simone Choule en “El quimérico inquilino” de Roman Polanski, vuelve desde lo infiernos a su génesis.
Volvemos a Ernaux que retoma todos estos temas y nos deja en esa dura tensión entre el deseo y la muerte, en la búsqueda de prolongar un instante eterno que perdería todo su valor en cuanto deshiciera lo efímero:
Aquello solo duraba unas horas. Yo no llevaba reloj, me lo quitaba justo antes de que llegara. Él se dejaba puesto el suyo y yo temía el momento en que lo consultara discretamente. Cuando me dirigía a la cocina a buscar cubitos de hielo, levantaba la mirada hacia el reloj de pared colgado encima de la puerta, «solo quedan dos horas», «una hora», o «dentro de una hora yo estaré aquí y él se habrá marchado de nuevo». Me preguntaba con asombro: «¿Dónde está el presente?» “Pura pasión” el título de su obra y pura pasión en sus palabras y pura pasión en este artículo.
Un abrazo enorme, querido amigo y maestro.