William Gibson fue el descubridor de un nuevo territorio de la ciencia ficción del que casi ningún otro autor (¿me sobra el casi?) había sido testigo. Las luces de la ciudad se habían apagado, salvo las de los neones y las viejas marquesinas. El asfalto y las aceras, las azoteas de edificios medio en ruinas, estaban sempiternamente tachonados de charcos. Los reflejos que oscilaban en aquellas aguas macilentas parecían reproducir las largas serenatas de la información procedentes de los grandes conglomerados burocráticos, también ellos espectrales, también ellos reflectantes, que se alzaban en los abigarrados distritos financieros. Por las calles de los barrios chinos rondaban hombres y mujeres en cazadoras de cuero, perforados por distintos abalorios, tatuados con números o runas, o con letras cirílicas, hablando y pensando en la jerga de las ciberautopistas, o intercambiando datos por medio de un dispositivo de anclaje. Otros podían hacerlo sin necesidad de emplear ningún anclaje, en virtud de una mutación genética que sólo pudo desarrollarse en el siglo de las perturbaciones digitales. La lluvia tenía algo lento, cetrino, una dimensión ácida. Era como si los cielos hubieran revelado finalmente su condición de simulacro, de cúpula de silicio. Y aunque el cuerpo alicaído pasease durante las horas del día, siempre —o eso parecía— era de noche.
Neuromante no fue la primera exploración de Gibson de ese extraño mundo, pero sí fue la primera en adentrarse en él más allá del revestimiento ornamental o de los tanteos al culto de la información que suponían relatos como “Johnny Mnemónico”, “Hotel New Rose” y “Quemando cromo”, todos ellos publicados entre 1981 y 1984 y recogidos en 1986 en una brillante antología (la única publicada hasta la fecha por Gibson), aunque digo lo de brillante tirando de memoria y no sé si refiriéndome en realidad a algunas ideas sueltas, a veces tan geniales que superan a los propios desarrollos, como es el caso de “El continuo de Gernsback” y su fotógrafo de retazos del inconsciente colectivo, unas imágenes sobreimpresas al mundo real, procedentes de una evolución imposible de la arquitectura futurista americana de los años 30, a las que otro de los personajes del relato les da el inspirado nombre de “fantasmas semióticos”. En Neuromante —seguramente en cuestión de títulos, dentro y fuera de la ciencia-ficción, pocos autores superarán en inventiva a William Gibson: pensemos en Mona Lisa acelerada, en Luz virtual, en “Fragmentos de una rosa holográfica”, títulos que parecen el nombre de algún misterioso cuadro simbolista pintado en el siglo XIX por un visionario de modelos cuánticos— todo se enmarca por primera vez en ese ambiente degradado, en ese claroscuro fantasma, en el que hasta las calles flanqueadas de edificios derrelictos parecen estar evolucionando hacia el esquema de una vía de datos. Mucho antes de internet, de los desarrollos tecnológicos que por entonces sólo eran el recurso argumental de una ciencia-ficción envejecida, y que a él le dejaban más bien frío, Gibson ideó el personaje de Case, un ladrón de información digital que decide engañar a la gente equivocada y que a causa de ese error se ve condenado a convertirse en “un exiliado del ciberespacio” (término, por cierto, acuñado por el propio Gibson). En 1984, los lectores más imaginativos y leídos podían figurarse el ciberespacio como una versión holográfica de un universo reducido a la entraña del número, como una traducción al mundo del futuro del hiper-uranio platónico o de las visiones de los místicos cristianos, o bien podían imaginarlo tal y como Gibson lo describió: como unos “fértiles campos de datos” en los que, por medio de complejos algoritmos y “programas insólitos”, era posible proyectarse “en esa alucinación consensuada llamada matriz”. Hasta cierto punto, Gibson no sólo estaba adelantándose a internet sino también al metaverso y a la realidad virtual, aunque sustituyendo los bloques de consoladora realidad por su versión acelerada y mucho más abstracta desplegada en el rapto de las cifras. Allí un edificio era un entramado de números cambiantes, que se modificaban por cosas tan sutiles como la vecindad de un individuo o un cambio de luz. Un árbol era todos los árboles que podía inventar el viento, el cual, a su vez, también era una matemática ondulante. En esos lugares, en los que las ecuaciones se convertían en una poesía para autistas, Case solía proyectar su “presencia incorpórea”, franqueando “los muros resplandecientes de los sistemas corporativos” para robar información privilegiada. Sus empleadores eran hombres adinerados, multinacionales, mafias, grandes corporaciones corrompidas de puro poder que sólo desembolsando enormes cantidades de dinero podían contar con las habilidades de un jinete como él. Pero Case, confiándose a la excepcionalidad de su talento, decidió ir todavía más lejos y cometió un terrible error.
Era el típico error, el que se juró que nunca iba a cometer. Robó a los que le habían contratado. Se quedó con algo e intentó colárselo a un perista de Ámsterdam. Aún no tenía claro cómo lo habían pillado, pero tampoco es que importase a estas alturas. Esperaba que lo asesinaran, pero se limitaron a sonreír. Le dijeron que estuviese agradecido, agradecido por el dinero, porque lo iba a necesitar. Ya que, sin dejar de sonreír, se iban a asegurar de que nunca volviese a trabajar.
Le dañaron el sistema nervioso con una micotoxina rusa del tiempo de la guerra.
Atado a la cama en un hotel de Memphis, su talento se consumió micrón a micrón. Alucinó durante treinta horas.
El daño fue minucioso, sutil y del todo efectivo.
Para Case, que había vivido para ese júbilo incorpóreo del ciberespacio, fue como la Caída. En los bares que había frecuentado cuando era una celebridad entre los vaqueros, permanecer en la élite implicaba cierta dejadez y desprecio por la carne. El cuerpo no era más que carne. Case se volvió prisionero de su propia carne.
Con su prosa a lo Chandler y Hammett, Gibson estaba anunciando un futuro en el que la realidad no sería nada frente a las visiones de los mundos virtuales, una cárcel para prisioneros de la carne que ya no podrían tener su domicilio estable en la obsoleta realidad sin ocupar otro, cada vez más siniestro e intrusivo, en los páramos digitalmente coloreados que se alzan espectralmente en las cunetas de las autopistas de la información. Case nació cuarenta años antes de que por todas partes se impusieran las aplicaciones que sumaban el exhibicionismo con los filtros de imagen, pero ya había conocido ese mundo desmoralizado que solapaba la realidad orgánica de cada día con un inmenso parcheado de datos.
Neuromante se convirtió en un inesperado superventas, que concedió a Gibson la libertad para seguir añadiendo rutas de escape a los paisajes renderizados del ciberespacio. Una de esas rutas es la que lleva hasta Conde Cero, otra dimensión del entramado digital en la que el ciberespacio trasciende el frágil vínculo con nuestra realidad visible y alcanza lo invisible, el mundo de lo sobrenatural, encarnado en unas aterradoras deidades digitales que toman su información de los loas, antiguos dioses vudú. La trama principal de la novela concierne a una guerra entre megacorporaciones como las que hacían asomar sus reflectantes edificios desde la periferia de Ninsei en Neuromante. Pero el mayor descubrimiento de Gibson es esta fusión entre una superstición antigua y un universo desplegado en haces electrónicos, las visiones de un apocalipsis antropológico en el seno de una tecnología futurista.
—Ficus, ceibas… Todo este piso de los Proyectos es un lieu saint, un lugar sagrado. —Beauvoir tocó a Bobby en el hombro y señaló unos cables retorcidos y bicolores que colgaban de las ramas de un árbol cercano—. Las plantas están consagradas a varios loas. Esa, por ejemplo, lo está a Ogou, Ogou Feray, el dios de la guerra. Por aquí crecen muchas otras cosas, hierbas que necesitan los curanderos y otras que sólo se usan como divertimento.
Híbridos de planta y de residuos electrónicos. ¿Híbridos también de cuerpos humanos y espíritus digitales?
—Olvídate de las metáforas. Cuando Beauvoir o yo te hablamos de los loas y de sus caballos, que es como denominamos a aquellos a los que los loas deciden montar, deberías tener en cuenta que estamos hablando dos idiomas al mismo tiempo. Uno es el que tú conoces: la jerga tecnológica callejera, como la acabas de llamar. Puede que usemos palabras diferentes, pero de lo que hablamos es de tecnología. Es posible que llamemos Ogou Feray a lo que tú llamas un picahielos, ¿entiendes? Pero, al mismo tiempo, con las mismas palabras también denominamos otras cosas, y son esas las que no entiendes. Y tampoco tienes por qué hacerlo.
Guardó el mondadientes.
Bobby respiró hondo.
—Beauvoir dijo que Jackie era el caballo de una serpiente, una serpiente llamada Danbala. ¿Podrías traducirme eso a jerga tecnológica callejera?
—Claro. Imagina que Jackie es una consola, Bobby, una consola del ciberespacio, preciosa y con unos tobillos de infarto. —Lucas sonrió de oreja a oreja y Bobby se ruborizó—. Imagina que Danbala, a quien algunos llaman serpiente, es un programa. Un picahielos, por ejemplo. Danbala se conecta en el puerto de Jackie, y Jackie pica hielo. Ahí lo tienes.
—Vale —repuso Bobby, que empezaba a comprenderlo—. Entonces, ¿qué es la matriz? Si ella es una consola y Danbala es un programa, ¿qué es el ciberespacio?
—El mundo —dijo Lucas.
Este giro lenticular del universo ciberespacial de Gibson a los simulacra de Baudrillard no resulta tan insólito si tenemos en cuenta que ambos (junto con Grant Morrison) fueron saqueados para poner en pie la película Matrix, un juego pirotécnico tan poderoso con las realidades solapadas que llegó a hacer mutar a sus propios directores en híbridos de realidad y ficción, en prestigiosos simulacros. Cabe preguntarse si, al igual que los niños criados entre lobos se convierten en lobos, los hombres y mujeres criados entre objetos se convierten en objetos, y aquellos criados en un mundo de ficciones se convierten en ficciones. Objetos-ficción: ¿no nos suena esto a algo a un tiempo plausible y aterrador como un antiguo dios, como una guerra atómica, como un planeta cuyos líderes hubieran sido poseídos por siniestros dioses vudú? ¿No se parece esto (humanidad/objeto, objeto/ficción) al futuro que la tecnología parece que tenía reservado para la humanidad?
El cierre de lo que ya empezó a llamarse “Trilogía del Ensanche” llegó cuatro años después de la publicación de Neuromante, dos años después de Conde Cero. En Mona Lisa acelerada veremos nuevamente a Bobby Newmark, aunque en estado comatoso y conectado a un dispositivo matemático llamado aleph, que lo ha descargado al ciberespacio o más bien a un universo aumentado a sus valores ecuacionales, al secreto cifrado de su información: lo que Lucas describía en Conde Cero como “el mundo”, y que es, propiamente dicho, nuestro mundo, pero como datos y más datos sin el revestimiento que otorga a las cosas su cualidad reconocible. No conviene decir más de lo necesario acerca de una obra cuya trama es un reservorio de sorpresas —quizá la novela mejor acabada de Gibson, y con el mejor final—, y en la que conviene poner un oído atento a las conversaciones para entender las subtramas e incluso el cierre de algunos hilos argumentales que se remontan, nada menos, a Neuromante. Los jinetes que necesitaban anclajes para cabalgar desde Ninsei hasta el ciberespacio siguen paseando por sus páginas, con la misma expresión cariacontecida de quienes ya son casi más máquinas que humanos, pero empiezan a existir individuos poseídos por visiones de los loas, que consiguen trascender al universo de los data sin necesidad de proyectarse mediante el uso de dispositivos de anclaje. Para poner en pie este mundo en el que la recurrencia de los datos se infiltra como un viento procedente de una dimensión distinta —la dimensión del espacio digital, de la información convertida en números, y de los números traducibles nuevamente a la información más su suplemento trascendente—, Gibson lleva su prosa mucho más lejos de lo que supone el mero canturreo de novela negra que daba forma, sobre todo, a su primera novela. Algunas frases se vuelven enigmáticas en su intento por abarcar lo que todavía resulta inexpresable, la descripción de una tecnología por venir. Fantasmas y campos magnéticos se solapan para reorganizar un territorio humano cada vez más sobrecogido por la cifra. Aquí la traducción está a la altura de las circunstancias y mantiene el tipo frente a los neologismos, los escorzos y los juegos semánticos de Gibson, aunque un reproche que se le puede hacer, por tratarse de un momento inaugural en la literatura de ciencia-ficción y de una frase verdaderamente icónica, es el de no haber tratado como se merece al inolvidable comienzo de la trilogía, carente de la contundencia del original, que elude lo que tanto esta traducción como la publicada también por Minotauro en 1989, por alguna razón, se sienten en la obligación de decir.
Este es William Gibson, en 1984:
The sky above the port was the color of television, tuned in a dead chanel.
Esta es la primera traducción de Minotauro, de 1989:
El cielo sobre el puerto tenía el color de una pantalla de televisor sintonizado en un canal muerto.
Y esta es la nueva traducción de Minotauro, de 2021:
El cielo sobre el puerto era del color de un canal desintonizado en la pantalla de una televisión.
La pregunta que uno no puede dejar de hacerse al leer la frase original y las dos traducciones es: ¿pero qué pantalla? Gibson se desentiende inteligentemente de los detalles, y hace entrar al lector en el puerto de Ninsei de un brusco empujón que para nosotros se vuelve blando por pura lentitud. Aquí es preciso deshacerse de las obligaciones con la lógica y hablar en el lenguaje acelerado de Gibson: “El cielo sobre el puerto era de color televisión, sintonizado en un canal muerto”. ¿Sintonizada la televisión, sintonizado el cielo? Las dos cosas. Toda la trilogía no deja de ser un intercambio simbólico, por seguir con Baudrillard, que llega a confundir los límites de lo real con su sombra de datos, incluso con sus fantasmas. Muchas son, de hecho, las anticipaciones de Gibson en torno a esa confusión. Posiblemente una de las más despiadadas —para nosotros, los que estábamos todavía a más de treinta años de ver cómo se hacían realidad las profecías de estos libros— sea la que deja caer como si nada en una escena de Mona Lisa acelerada. Una mujer, Danielle Stark, cubierta de arriba abajo de “modificaciones quirúrgicas… y conocida por las versiones de Vogue-Nippon y Vogue-Europa”, se rumorea que tiene más de ochenta años. Un hombre llamado Pórfido le promete durante un vuelo que tendrá lo único que ella parece desear (unas drogas), ella a su vez menciona algo que parece aludir a un defecto congénito de Pórfido. ¿La respuesta?:
—Congénitos, genitales… Todos cambiamos muchas cosas hoy en día, ¿no crees? ¿Quién es tu peluquero, querida? —Se inclinó hacia delante—. Lo único que te salva es que, comparados contigo, todos los que son como tú parecen vagamente humanos.
A treinta años de distancia de esa frase, cabe preguntarse si empezaremos a temer, en un mundo cada vez más bajo el dominio de los simulacros, que llegue el momento de echar de menos hasta algo tan temible como ese “vagamente”.
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Autor: William Gibson. Traductor: David Tejera Expósito. Títulos: Neuromante, Conde Cero y Mona Lisa acelerada. Editorial: Minotauro.
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