Una de las preguntas eternas: ¿existe la literatura homosexual? La respuesta evasiva más recurrente consiste en recordar que la buena literatura no debe tener adjetivación (y que la mala, por su parte, no debe ni siquiera ser llamada literatura). Esto es cierto sólo a medias. La literatura está siempre manchada por los pellejos de la vida, por sus vísceras, por sus excrecencias, por sus deformidades tumorales, y en esas manchas se encuentran las razones de los adjetivos. Hay literatura judía, hay literatura feminista, hay literatura negra —racial, no policiaca—, hay literatura de la enfermedad y literatura del duelo. Y hay, sin duda, literatura homosexual.
Aún más: hay dos tipos de literatura homosexual. La primera, más específica, trata de retratar el gay lifestyle, de servir de espejo a esos modos o costumbres que la comunidad gay ha hecho suyos desde hace décadas y que tienen que ver con la experiencia de la noche, con la sexualidad orgullosamente promiscua, con la camaradería viril o con la femineidad masculina. Esta estirpe nos lleva desde Jean Genet o Pier Paolo Pasolini hasta Dennis Cooper o Eduardo Mendicutti.
La otra literatura homosexual —más abundante— nace del conflicto: del dolor o de la intolerancia. De la encrucijada de la identidad que la mayoría de los homosexuales han tenido que atravesar. Es literatura del desgarro y de la búsqueda. Literatura del combate: contra uno mismo, a veces, y contra la sociedad.
Uno de los libros clásicos de la literatura homosexual habla justamente de ese combate: Alexis o El tratado del inútil combate, de Marguerite Yourcenar. Fue publicado en una época sorprendentemente temprana —1929, cuando ella tenía sólo 24 años—, pero en 1963 volvió a editarse con un prólogo de la autora que resulta hoy, en la segunda década del siglo XXI, esclarecedor de la lentitud del tiempo. En ese prólogo, Yourcenar arranca diciendo que la novela se editó en el “momento en que un tema hasta entonces prohibido en literatura encontraba, por primera vez desde hacía siglos, su plena expresión escrita”. Cuesta comprender a qué se refiere exactamente Yourcenar con esa afirmación. Recordemos, por ejemplo, que Edward M. Forster revisó en 1932 su novela Maurice y volvió a guardarla en el cajón por miedo: no se publicó hasta 1971, después de su muerte, con una inscripción elocuente: “Dedicada a tiempos mejores”. Y aunque el puritanismo anglosajón ha sido siempre más parsimonioso para aceptar las oscuridades de alcoba, parece exagerado creer que en 1929 la homosexualidad había alcanzado en cualquier otra latitud “su plena expresión escrita”. Y más exagerado aún creer que en 1963 “este tema, en otro tiempo considerado ilícito, haya sido abundantemente tratado por la literatura, incluso de forma abusiva”.
Cuando preparó Alexis o El tratado del inútil combate para la nueva edición, Yourcenar se planteó hacer cambios en el texto para adaptarlo a la nueva realidad del mundo. Desde 1929, dice, las ideas, las costumbres sociales y las reacciones del público han ido modificándose, de modo que pensaba “encontrarme con la necesidad de hacer algunos retoques […], de hacer el balance de un mundo transformado”. Finalmente no acomete esos cambios en la novela porque, “viendo las reacciones que aún hoy provoca, este relato parece haber conservado su actualidad e incluso ser de utilidad para algunos”.
En 1963 —cuando yo estaba aún aprendiendo a andar—, Alexis o El tratado del inútil combate conservaba por tanto su actualidad. En 2017, al borde ya de cumplir nueve décadas desde que se escribiera, la sigue conservando, y no parece que vaya a dejar de hacerlo. En primer lugar porque es literatura portentosa, y la literatura portentosa nunca habla de asuntos efímeros. Y en segundo lugar porque, aunque el mundo ha cambiado radicalmente, nunca deja de girar sobre el mismo eje. La homosexualidad, incluso la institucionalmente glorificada, la del matrimonio y la respetabilidad, la del brillo artístico, sigue siendo una rareza, y lo será por los siglos de los siglos. Y la literatura, al fin y al cabo, está siempre hecha de rarezas. De extrañezas. De incomprensiones.
Marguerite Yourcenar explicaba en el prólogo de su novela —fértil prólogo— que a su juicio había tres formas literarias de abordar este tema prohibido: desde la mirada científica, con un vocabulario especializado; desde la mirada obscena, hecha de palabras ensuciadas y deshonradas por el mal uso social; y por último, desde la mirada intelectual, intimista, que emplea “esa lengua escueta, casi abstracta, que sirvió en Francia durante siglos a los predicadores, moralistas y también a los novelistas de la época clásica para tratar de lo que entonces llamaban ‘desvío de los sentidos’”.
Del ‘desvío de los sentidos’ vamos a hablar en esta casa de citas literarias que se llama Gays & Co. De homosexuales y homófobos, de lesbianas, de andróginos, de travestis y transexuales, de descarriados y chaperos, de seres lánguidos e inciertos, de invertidos de cualquier calaña. Sólo les une a todos ellos una condición: están hechos de palabras. De palabras científicas, obscenas o confesionales, pero de palabras.
No está reservado el derecho de admisión. Antes bien: se ruega que entren los más escépticos y ortodoxos, porque en los libros, en contra de lo que a veces parece, también se aprende a amar. Ser sodomita o sáfico mientras uno sigue acostándose con su esposa católica o con su marido honorable, mientras mantiene la fidelidad conyugal sin tacha, mientras guarda todos los mandamientos sociales, es sin duda una liberación formidable. Un modo de tener una vida sexual que merezca la pena sin pecar con pecados de infierno.
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