Aquella madrugada de julio hacía un calor bochornoso en la ciudad. Corría el año 1888 y el Madrid galdosiano despertaba sin saber aún que lo era; una ciudad que a esa hora ya bullía de vida, olor a cocido, ruido de tranvías, carrera de modistillas, tertulias mañaneras de café con leche, despedida de románticos trasnochados y condesas seductoras y periódicos húmedos de tinta anunciando revoluciones fracasadas, monarquías debilitadas y golpes de estado. En aquella magnífica ciudad vivía y trabajaba Benito Pérez Galdós.
De costumbres sencillas y ordenadas (una de las principales exigencias para ser escritor prolijo) se levantaba con el sol y escribía regularmente hasta las diez de la mañana, a lápiz, porque la pluma le hacía perder el tiempo. Después salía a pasear por Madrid a espiar conversaciones ajenas y a observar detalles de la vida diaria, pues así es como se hacían las novelas realistas. No bebía, aunque siempre llevaba un puro a medio fumar en la mano. Las tardes las dedicaba a leer (Shakespeare, Dickens, Cervantes, Lope de Vega, Tolstoi y Eurípides, que se conocía al dedillo), y al caer el sol volvía a sus paseos, salvo que hubiera un concierto, pues adoraba la música y durante mucho tiempo hizo crítica musical. Se acostaba temprano y casi nunca trasnochaba, ni siquiera para ir al teatro.
Desde la óptica de Ramón Pérez de Ayala (otro escritor inmenso, injustamente olvidado o ignorado, que es peor), Galdós era descuidado en el vestir, usando tonos sombríos para pasar desapercibido. En invierno era habitual verle llevando enrollada al cuello una bufanda de lana blanca, con un cabo colgando del pecho y otro a la espalda, completando la estampa tópica su perro alsaciano junto a él.
Pero aquel día no era invierno. Hacía calor y los mentideros de un Madrid revuelto bullían con la noticia de un crimen ocurrido en un elegante piso de la calle de Fuencarral, donde una viuda de posición acomodada había aparecido brutalmente asesinada. Una criada sin escrúpulos, un hijo encarcelado y un botín de catorce mil duros enredaban la trama.
Acostumbrado a moverse con discreción y pegar la oreja, el escritor preguntó a los testigos, visitó la cárcel, paseó de día y de noche por la céntrica calle de Fuencarral atento a las caras desconocidas, a los vecinos, a los comercios. Por las tardes resumía por escrito, como un detective, los resultados de aquella mirada a la vez realista y novelesca, sentado junto a la ventana del café Comercial y por las noches, en las bulliciosas tertulias de La Fontana de Oro, escuchaba muy atento las noticias que llegaban de Londres, donde aquel año un salvaje asesino descuartizaba a mujeres de mala vida en el apartado barrio de Whitechapel. Las lenguas más suspicaces relacionaban aquello con la novelita que un médico desconocido publicaba un año antes bajo el título de Estudio en escarlata, por la cantidad de sangre que salpicaba de rojo la escena literaria del crimen.
El periodista contó paso a paso la crónica de este crimen en el diario La Nación, volcando en ellos su mirada lúcida de novelista. Hoy ese texto casi policíaco de Pérez Galdós podemos leerlo en muy buena compañía: Pardo Bazán, Conrad, Kafka, Twain, Crane, Maupassant, Stevenson, Chéjov, Apollinaire, y así hasta que la emoción del índice nos deje sin aliento en una antología de estos Crímenes de autor seleccionados por J. A. Molina Foix y editados con portadaza incluida, en la inevitable Siruela.
Imposible no dejarse seducir por el crimen literario, verdadero continuador, en la modernidad, de las novelas de aventuras.
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Autor: Antología. Edición: J. A. Moina Foix. Título: Crímenes de autor. Editorial: Siruela. Venta: Todostuslibros
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