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Diana, por Lara Moreno

Desencuentros y malentendidos marcan en muchas ocasiones las relaciones entre hombres y mujeres. A continuación ofrecemos el relato Diana, de Lara Moreno.

Hombres (y algunas mujeres) es un libro no venal editado por Zenda con once cuentos extraordinarios de escritoras hispanoamericanas que celebran el 8 de marzo, día internacional de la mujer.

En este volumen, ideado, coordinado y editado por Rosa Montero, participan Elia BarcelóNuria BarriosEspido FreireNuria Labari, Vanessa Montfort, Lara Moreno, Claudia PiñeiroMarta SanzElvira SastreKarla Suárez y Clara Usón.

 

Puedo verla como si estuviera allí. Supongo que en realidad puedo verla como si no estuviera allí, porque si yo estuviera todo sería distinto. Soy consciente de ese algo que irradia mi presencia, como ella me decía, hasta cuando estoy dormido. Hasta cuando estaba encerrado en el cuarto del fondo y no salía durante horas, no salía aunque oyera el trajín de la casa afuera, más allá de la puerta, un trajín que no sentía, realmente, mío, el trajín de la casa, que no me corresponde. Ella a veces abría la puerta y se acercaba a mí por detrás, me abrazaba con sus largos brazos desde la espalda, me mordía levemente la nuca. Yo ronroneaba. Si ella me mordía la nuca significaba que no tenía de qué preocuparme.

Ahora ya no estoy allí, pero puedo verla como si fuera mía. Ya no vivo en esa casa. No sé cuándo me fui. Ella tendrá una fecha apuntada en el calendario, yo seguramente otra. Acabé yéndome cuando ella por fin se dio cuenta de que ya me había ido. Y ahora no necesito ni esfuerzo para imaginarla: ella pensará que todo me pasaba inadvertido, y no era cierto. Que no quisiera que notara que le seguía los pasos, no solo para el advenimiento sino también para el desguace, no significa que no supiera exactamente con quién estaba viviendo, cuáles eran sus movimientos, su destreza en el campo de batalla. Su torpeza.

Sé que aún no habrá puesto la calefacción a tope porque ahora que está sola tiene miedo de no poder pagar las facturas. Va excesivamente abrigada cuando está en casa, cuando tiene frío hay cosas que descuida. Yo reconozco que esa rebeca enorme que se pone encima como si fuera un uniforme de invierno hogareño me sacaba de quicio. Qué veía en ella. Qué veía en mi mujer cuando estaba debajo de esa piel de oso de zoológico, con la cara lavada y el pelo recogido, con las piernas delgadas asomando bajo la rebeca larga, enfundadas en unas mallas o en un pantalón de pijama de otro siglo. El pantalón de otro siglo me parecía bien. A veces se le bajaba un poco, con ese elástico ya vencido, y asomaba entonces la piel del vientre de ella, los huesos de sus caderas y esa línea muscular donde tantas veces me he agarrado antes de morir, incluso sus nalgas escondidas bajo esa tela fondona me excitaban. Pero no la rebeca. Se lo dije varias veces. Especifiqué que no era sexy, quizá. Especifiqué, entre risas, que qué cosa más fea. Fui tierno, creo haberlo sido lo suficiente. Llegaba a casa y la veía ahí dentro, debajo de la lana sintética del oso alimentado con pienso, con la cara lavada y el pelo recogido, arrastrando un poco los pies embutidos en unas zapatillas que se trajo de Chile, hechas estas de verdad con el pellejo de un animal andino, y esa domesticidad, esa docilidad de su estar en casa, de su baile cotidiano, me daba un poco de rabia. No, yo no quería que me recibiese vestida para matar, no quería que en casa tuviera que arreglarse el pelo ni quería que se pintara los ojos (siempre le dije que estaba más guapa sin todo aquello encima de la cara), no quería que se pusiera esas minifaldas que usa para ir a eventos ni los vaqueros que mejor le sientan y que obviamente han de ser incómodos, yo lo que quería es que no pareciera tan mía, quizá. ¿Era eso? ¿Por qué me abrumaba encontrarla así, con su uniforme para el frío, con su silencioso devenir casero? ¿Porque parecía dócil, porque parecía que nadie en el mundo la necesitaría, porque parecía que todo se había acabado, porque me daba rabia realmente que no me provocara, como quiera que fuese, que no me retara? Quizá fue solo que le cogí manía a esa rebeca. Me recordaba al fin. Me recordaba a la tristeza que ella a veces tenía. No quería lamerle la piel. Quería arrancársela a tiras. Se lo dije varias veces, sí. Este bicho que te pones, qué sexy. Así, con ironía, sonriendo, yo diría que con cariño. Ella siguió usándola, no es que dejara de hacerlo. Pero era raro: no veía firmeza en su convicción. Más bien me daba cuenta de que su única convicción era que no podía dejar de ponérselo porque a mí no me gustara, porque yo se lo hubiese dicho, pero sé que cada vez que lo descolgaba del perchero pensaba en mí. Sé que se lo ponía con pesar. Sé que preferiría no habérselo puesto, que a veces incluso intentó aguantar el frío quedándose solo con el jersey fino que llevara, o la camisa, cuando hacía la comida, mientras yo paseaba por la casa o me escurría en el cuarto del fondo a acabar con unos asuntos. Esto no lo pensé en el momento, lo pienso ahora. Y sé que es así porque cuando estaba refugiada bajo la piel de oso nunca se me abalanzaba. Nunca me miraba con esa cara que me trastornó cuando la conocí. La timidez doméstica se apoderaba de ella. Me decía que no tenía nada que ver con eso, que era el paso del tiempo, que era que ya no se sentía segura, que yo estaba lejos, que había algo en mi comportamiento que. Me decía que había dejado de quererla y ya no. Pero yo no entiendo las cosas de esa manera.

Puedo verla, como si estuviera allí. Le dije que haría muchas cosas en la casa que al final no hice. No eran cosas importantes. No lo eran para mí, no lo eran para la mayoría de la gente. Lo eran para ella, que necesita agarrarse a unas pequeñas embestidas diarias para estar en calma. La imagino perfectamente ahora, este martes de invierno, con la calefacción encendida de forma discreta, más abrigada de lo que debiera, con su cara cerrada por el susto. La estoy viendo. Ella no lo sabe, pero yo la estoy viendo. Se le ha estropeado el móvil. Es lo que ella siente que le ha ocurrido, pero a su móvil no le pasa nada, solo se ha quedado sin espacio en la memoria. Tiene un teléfono muy bueno de una marca muy esnob pero no sabe utilizarlo. Cada aparato lo manipula desde su uso más básico, porque, siempre me lo ha dicho, pero yo lo sé porque la conozco, siente una pereza patológica disfrazada de ineptitud ante el verdadero mecanismo de cada uno de ellos: si se bloquean mínimamente, para ella es como si hubieran muerto. Le da miedo. La abruma hasta el rubor. Es como si no hubiera nada sano en su cabeza en esos momentos, como si poseyera un cerebro incapacitado absolutamente para la curiosidad. Supongo, quiero suponerlo, aunque si fuera así posiblemente me habría cargado, luego te ayudo, luego te lo hago, espera que termino estas cosas, que me habría pedido ayuda a mí. Ahora no estoy yo. Ella no es que esté especialmente feliz por ello. De hecho ahora puedo verla, parada en medio del salón, con esa luz invernal que le hace sombras en la cara sin pintar, y sé o imagino que está relativamente a gusto con su soledad. Pero no tanto. Es una desdicha extraña. Hay otras cosas que aunque pueda mirar no miro: su desvalimiento cuando se agazapa bajo el edredón, esos ojos apretados convocando el sueño, esas piernas cerradas, la manera de colocarse en su propia cama, la que ya es solo su cama, como si fuera una niña perdida en la noche del desierto, sin querer, lo sé, sentir mi cuerpo detrás de ella, lo que mi cuerpo fue, ese calor que la retuvo tanto tiempo bajo mi vida, esa fuerza que yo ejercía contra su espalda, abrazándola cada noche desde atrás, diciéndole no te muevas, que yo no me voy a mover de aquí nunca. Eso no lo quiero ver. No sé si existe pero existe. Quiero pensar sencillamente que jamás podrá olvidarme y que hace su vida con indiferencia y laxitud, en un pobre ritual de supervivencia. No me gusta del todo husmear en ciertas convulsiones, como no me gustaba entonces asistir a su duelo, a su dolor, cualquiera que fuese, como no me gustaba verla derretirse en lágrimas de injusticia, de exigencia, perturbadoras y asfixiantes lágrimas de mujer. Con qué temblor me dijo ella una de las últimas veces que era inhumano pedirle a alguien que no llorara más. Inhumano. Esa forma de usar algunas palabras. Esa dramaturgia es la que nunca entendí. Pasé de decirle no llores, mi amor, a exhortarla: deja de llorar de una puta vez. No pienso muchas veces en ello. De hecho, estoy a punto de olvidarlo.

La veo aunque no esté ya allí y sé que se siente aturdida y está a punto de desbordarse. Momentos ínfimos de tragedia, de un segundo a otro puede convertirse en un papel arrugado, su cuerpo entero, tan elástico a veces, contraído por la desgracia mundial de lo cotidiano: ese pesar que viene de un lugar de sacrificio ancestral, donde lo más pequeño desborda mares y océanos. Se ha sentado en el sofá y ha llamado al servicio de soporte técnico de la compañía. Sé que antes de hacer eso estuvo una mañana rondando por la sucursal, y sé que se sintió como un diminuto conejo entre dragones y luego, cuando expuso su duda a uno de los asistentes, como una señora de pelo cardado y abrigo de paño tardofranquista, completamente fuera de lugar. Le dijeron que era mejor que llamara desde casa y ella accedió porque no tuvo más remedio, pero se fue con la desazón pesimista de saber que solucionarlo por teléfono implicaba que ella tendría que hacer algo, cualquier cosa. Ella no quiere aprender. No este tipo de asuntos.

El rictus de su boca, las arrugas de las comisuras, está nerviosa mientras espera que le pasen la llamada a una persona de carne y hueso. Tiene miedo de dar la información incorrecta a la máquina que le habla tras el aparato, porque quizá la desvíen a un mundo nuevo, uno donde no hay oxígeno para sus pulmones. Parece que acierta, porque pronto está hablando con alguien. Su voz es tensa todavía, se tropieza al contarle lo que le ocurre, pero a la vez se esmera: jamás podría tener esta conversación si yo estuviera delante. Es sincera, intenta en cierto modo disculparse por no saber hacer lo que no sabe hacer: no se me abre ninguna aplicación, todo por culpa del servicio de mensajes, porque lo tengo lleno de fotos y se ha comido toda la memoria, tendría que vaciarlo pero ya no puedo abrirlo, así que no lo puedo vaciar, y ahora ni siquiera se abre la aplicación de escuchar música; el móvil solo me sirve para hacer llamadas y recibirlas. Habla quizá más de lo que sería necesario, el técnico al otro lado seguramente ya sabe de sobra lo que le ocurre a su móvil, pero ella, como siempre, da más información de la que le han pedido; se va al pasado, siempre se va al pasado, en el momento en que los nervios se le disipan, cuando empieza a cogerle el gusto al reto, cualquiera que sea (hablar con el fontanero, explicarle al casero que quiere poner fibra óptica, solicitar en su banco una tarjeta de crédito, todas esas cosas cotidianas que ella odia hacer, ella, la reina de lo cotidiano), necesita trazar una línea narrativa, como levantar una realidad fuera de lo virtual, una a la que ella pueda agarrarse: es que cuando compré el móvil fui tonta (y ella dice así, fui tonta) y no me fijé en la capacidad de la tarjeta y ahora siempre tengo problemas por esto, pero, claro, el móvil sigue funcionando y… bueno, ahora ya no funciona en realidad, por eso llamo. Dice todo esto y se acomoda contra el respaldo del sofá, de pronto puedo ver que se está relajando, ajusta bien uno de los cojines, uno que no reconozco, posiblemente lo acabe de comprar, veo que es demasiado pequeño y a rayas, pero es bonito, se lo coloca detrás, protegiéndose las lumbares. El técnico ha resultado ser una mujer y la ha tranquilizado de golpe. Ha cumplido su función de forma perfecta, porque trabaja para una compañía de culto y ese es el marcaje de su empresa: la satisfacción del cliente, la pertenencia a un club exclusivo. La que era mi mujer se siente ahora de otra manera, y ya no tiene miedo. Escucha con atención a la teleoperadora y asiente y sonríe, está cogiendo fuerzas. Siente que la otra ha tenido empatía con ella, aunque en realidad simplemente está haciendo su trabajo, pero como no estoy allí no puedo decírselo. Si ella siente la empatía del otro todo va a ir bien; es como cuando se atrevía a entrar en mi cuarto sin miedo a interrumpirme y me abrazaba y me mordía el cuello. No tiene miedo ahora tampoco, de pronto. Lo puedo ver por cómo trastea en el pc que está sobre la mesa, después de conectar el móvil a este, y sigue las instrucciones de su nueva amiga. Cómo le sube el color a las mejillas; es como si aquella bola absurda que tenía en el esófago se le estuviera evaporando y la hiciera entrar en calor. Ahora la tocaría. Si estuviese allí. A lo mejor incluso le quitaba los auriculares de las orejas y la interrumpía, no hagas nada, ven, túmbate aquí conmigo, estoy seguro de que la agarraría de los hombros y la empujaría hacia un lado, me subiría encima de ella en el sofá, le abriría las piernas. Ahora que empieza a estar relajada. No solo está tranquila sino que se ríe. Se está riendo con la teleoperadora del soporte técnico de la compañía. La que era mi mujer ha dejado de tener miedo y está sola en casa y nadie puede oírla y se da cuenta de que aunque esté sola en casa, no hoy sino cada día, aunque nadie viva con ella, va a ser capaz de arreglar el problema que la angustia. Porque eso es lo que le ocurre; es capaz de angustiarse por las pequeñas cosas a las que nadie en el mundo, a las que yo jamás daría importancia. Se está volviendo grande y el movimiento de sus manos, su mirada hacia todos los objetos que la rodean, hacia la pared de enfrente, hacia las plantas, son más vivos. Es tanta la seguridad que la va embargando que entra en calor y se quita una de las prendas: no es la rebeca horrible. ¿Será que ya no quiere usarla? ¿Será que la ha tirado? Lo dudo. La teleoperadora, en medio de la cháchara de la que era mi mujer, ha dicho: no te preocupes, esto lo vamos a solucionar ahora mismo. Y la que era mi mujer ha estallado de alegría: no se le nota, casi nadie podría notarlo, pero yo lo sé. Su alivio es tanto que decide encenderse un cigarro. Ahora es de nuevo fuerte. Ahora no lleva demasiada ropa de abrigo. Ahora mira con determinación y habla con firmeza y su carcajada es sólida, es tan rotunda que contagiaría a quien la acompañara: ella cuando era así me conquistaba. ¿Cómo has dicho que te llamas? Diana, dice la otra. ¿Y desde dónde me hablas? Desde Barcelona. Joder, Diana, te invitaría a una cerveza si estuvieras en Madrid. Eso acaba de decirle a la teleoperadora del soporte técnico de la compañía de su teléfono, ese dispositivo fino y brillante y más suave que ninguno que la que era mi mujer siempre lleva pegado a las manos. Ha dicho eso y se ha quedado tan ancha, y tampoco eso lo habría dicho jamás si yo hubiera estado delante, pero sí lo habría dicho en una reunión, en un bar, en cualquier cosa parecida a una fiesta: ese punto suyo descarado y tierno, fraternal, me hace sentir nostalgia. Ahora puedo verlo claro. Está orgullosa de vivir sola en este momento, orgullosa de no necesitar a nadie. Solo necesita a Diana, una chica boliviana que le habla desde Barcelona y la hace sentirse fuerte, natural, alguien que le va a arreglar todos los problemas que ella tiene, como por ejemplo este, que no pueda mandar ni recibir mensajes, que no pueda subir fotos a sus redes sociales, que no pueda escuchar música desde su teléfono mientras va al trabajo: sobre todo, yo lo sé, que no pierda las más de tres mil fotos que guarda en el aparato y que no se atreve a mirar, pero que, con su corazón analógico, necesita guardar, por si alguna vez olvida que fue feliz. No te preocupes, esto lo vamos a solucionar ahora mismo. Diana hace muy bien su trabajo. Demasiado bien, quizá. Quién habría dicho que era tan fácil devolverle el color a las mejillas de la que era mi mujer.

Aunque ha estado más de hora y media hablando con su nueva mejor amiga Diana, Diana la no te preocupes, esto lo vamos a solucionar ahora mismo, aunque ha seguido todas las órdenes recibidas con la misma paciencia que se las han dado, aún quedará una pequeña cosa por hacer. Mañana tendrá que volver a llamar al soporte técnico de la compañía de su teléfono móvil. Pero lo hará con descuido, lo sé, lo hará como quien no le da importancia; porque ahí estará Diana para ayudarla, con su voz de mujer, limpia, esdrújula, calurosa, con su paciencia y su atención, con todo lo que ella considera empatía. Sin embargo, cuando contacte con el servicio técnico, será un hombre quien la atienda. La que era mi mujer se sorprenderá un poco; Jorge tiene un tempo diferente en la voz, Jorge no es Diana, ella lo sabrá rápidamente como siempre ha sabido rápidamente todas las cosas, a pesar de no haber tenido lugar para explicarlas. La que era mi mujer explicará, esta vez de forma más resumida, pero por supuesto no tanto como debiera, cuál es el último de sus problemas: una pequeña brizna que se le ha quedado colgando en el pelo, que mañana no llevará recogido sino suelto, brillante sobre su jersey de cuello alto, brillante mientras cae sobre su espalda esbelta. Jorge la escucha pero la que era mi mujer no se siente escuchada; el hombre le dice: este problema no nos corresponde arreglarlo a nosotros, tendría que hablar con el servicio técnico de la aplicación en concreto; yo como mucho puedo sugerirle que busque en Internet la forma de contactar, o incluso la forma de arreglarlo. La cara de la que era mi mujer se ensombrecerá. Seguirá de pie, esta vez no le hará falta sentarse. Se quedará unos segundos pensando. Llamó con alegría, jovialmente, creyendo que no estaba perdiendo el tiempo. Y sin embargo nadie va a arreglar nada en un abrir y cerrar de ojos. Nadie va a arreglar nada. Todo lo tendrá que arreglar ella, todo: la composición de la soledad, su lugar en medio de la cama, la parte de su vida que aún no sabe controlar, la liturgia de lo cotidiano y lo selvático. No se dará por vencida, puedo imaginarla aunque cada vez la veo más borrosa. No querrá volver al pasado. Quizá por primera vez no querrá volver al pasado. Querrá Diana, querrá vamos a arreglarlo todo, querrá no te preocupes y querrá que sea cierto. La que era mi mujer colgará el teléfono, consternada pero con una sonrisa, y, puedo escucharlo ahora como si la tuviera delante, como si pudiera alcanzarla con la mano y acercarla a mí, agarrarla de la cintura como cuando era flexible y dura, como cuando todo vibraba, lo haría, lo juro, pero ya es tarde, puedo escucharla, dirá mañana, tras colgarle el teléfono a Jorge, con una media sonrisa de consternación, pero también con una rabia limpia, incisiva, dirá que te jodan. Anda y que te jodan. Es como si la estuviera viendo.

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Coordinadora editorial: Rosa Montero. Autoras: Elia Barceló, Nuria Barrios, Espido Freire, Nuria Labari, Vanessa Montfort, Lara Moreno, Claudia Piñeiro, Marta Sanz, Elvira Sastre, Karla Suárez y Clara Usón. TítuloHombres (y algunas mujeres). Editado por Zenda con el patrocinio de IberdrolaDescarga gratuita en Amazon.

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