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Diario barbitúrico, semana 4: historias de mar

Fotos: Asís G. Ayerbe

Antxón es del Barça, del Dépor y el Betanzos, en ese orden. El chico va a cumplir siete el mes que viene. De mayor aspira a ser futbolista. A su abuelo Enrique no le hace ni pizca de gracia. Son muchos los llamados y pocos los elegidos, le advierte al niño mientras él mueve de sitio algunos botes herrumbrosos de pintura para barcos. Una parte de los botes está repartida en cajas y la otra se exhibe aún en el mostrador de una tienda desmantelada. Un mundo en trance de morir.

La Naval, una de las tiendas de instrumentos de pesca más antiguas de Coruña, echa el cierre después de 75 años. El local tiene casi la edad de Enrique, un hombretón con bigote de cepillo y manos gruesas. Es coruñés y el décimo de diez hermanos. Heredó el negocio de su padre, y su padre de su abuelo. A juzgar por las apetencias de Antxón, La Naval se ha quedado sin generación de relevo. Por eso Enrique ha decidido echar el cierre.

"Quedan pocas cosas en este local: algunas redes, impermeables, defensas. Aquello que fue y ya no será. Un naufragio doméstico a los pies de un puerto"

Quedan pocas cosas en este local: algunas redes, impermeables, defensas. Aquello que fue y ya no será. Un naufragio doméstico a los pies de un puerto. Asís G. Ayerbe, uno de los fotógrafos más inquietos con el que me haya topado jamás, ha decidido venir hasta aquí. Es un buen lugar para hacer fotos, dice. No le falta razón, La Hija de la Española —la novela de la que da cuenta este diario— también es una historia crepuscular, un libro en el que las cosas se acaban, se herrumbran y mueren.

Enrique es un hombre de pocas palabras, parece que las mastica en lugar de pronunciarlas. No hay demasiado que explicar: ni los hijos ni los nietos quieren la tienda. Pues ya está, se cierra, se vende, se olvida. «¿Para qué darle más vueltas?», dice mientras se expande arrugas en sus mejillas. El suyo es un rostro curtido como un pan. Aunque Enrique es un marinero de tierra firme —nunca ha navegado, admite— conserva ese aspecto reseco de quienes están acostumbrados a evitar hundimientos. De tanto vender redes a los que se echaban al mar, él mismo se hizo de sal.

Fotos: Asís G. Ayerbe

Los objetos que aún cuelgan de un gancho o se exhiben en las baldas tienen el espíritu de los animales que han perdido a los suyos: vagan solitarios y rezagados, en su propio fin de ciclo. Enrique también. Procuro quedarme quieta —Asís está trabajando e intenta dar con la luz perfecta—, pero cómo resistirse a un hombre de mar que desmantela su barco. Antxón sigue al abuelo, más que obedecer parece escoltarlo. Enrique mueve los objetos sin un propósito claro, como si en lugar de cambiarlos de sitio quisiera cambiar de conversación.

En 1941 zarpó de Marsella hacia Martinica el barco Capitaine Paul Lemerle. A bordo viajaban centenares de fugitivos del fascismo, bolcheviques, liberales, judíos, refugiados españoles republicanos, pintores, escritores. Alojados en ese enorme vientre de nave que huye viajaban André Bretón, Claude Lévi-Strauss, Wilfredo Lam, el escritor Víctor Serge y el periodista y escritor Toribio Echevarría. Menuda mezcla, de la que dio cuenta Jon Juaristi en su libro Los árboles portátiles (Taurus). Allá iban las ideas del siglo XX, sacudiéndose en las bodegas de un barco, rumbo al futuro o lo que fuese que este entrañaba.

"Los hombres son como los barcos: árboles sin raíces. Leños que el mar empuja"

Los hombres son como los barcos: árboles sin raíces. Leños que el mar empuja. “Joven me viste, y vísteme soldado, / cuando vio los armiños de Sidonia, / la selva Caledonia / por Júpiter airado, / y las riberas de la Gran Bretaña / los árboles portátiles de España”, escribió Lope en su Égloga a Claudio. Se refería a la Armada Invencible. En aquellos quedó impresa la marca del errante, la prueba de que todos los hombres y mujeres han llevado a cuestas una guerra de la que huyeron —arrancados en su mayoría— para buscar una tierra donde hundir sus raíces.

Desde Jasón y los argonautas, los seres humanos cruzan los mares como los libros el tiempo. Son el bosque que se mueve. El desarraigo que atiza y el lugar en tránsito. Ahogados o supervivientes, una parte de ellos no resucitará jamás. También están los que, como Enrique, naufragan con los pies en la tierra. Ocurre esta tarde, en esta conversación, en ese espeso silencio que tejen las hebras de redes jubiladas por el tiempo. Es el mar, otra vez, rompiendo en el farallón de una vida lejana. Las historias de mar serán siempre historias políticas: hombres y mujeres convertidos en trozos de algo que busca una tierra.

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