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Diario barbitúrico, semana 7: el Orfanato de la Revolución

Diario barbitúrico, semana 7: el Orfanato de la Revolución

A los diez años ocurrió todo lo importante en la vida de cada una. A Laurence Debray la sacaron de París para elegir bando. «Ya estás en edad de escoger: o Cuba o Estados Unidos», le dijo su padre, aquel filósofo y periodista entregado a la causa intelectual de la izquierda. Tras pasar un mes en un campo de entrenamiento en Varadero y otro de vacaciones en California, terminó por darle un buen disgusto a su padre: eligió Europa. A la misma edad, Wendy Guerra fue a parar a un hospicio de La Habana tras el divorcio de sus padres. A mí, en cambio, me tocó soplar las velas del cumpleaños número diez mientras separaba en sílabas la palabra masacre.

Nada sabíamos la una de otra hasta aquella mañana de sábado bogotana, hace apenas unos días. Ellas lo ignoraban todo sobre mí y yo conocía algunas cosas sobre ellas. Que Laurence había publicado Hija de revolucionarios (Anagrama), el libro de alguien que conoció las obcecaciones sobre El Hombre Nuevo en la biografía de unos padres dispuestos a salvar el mundo sin preguntarse jamás quién la salvaría a ella. Que Wendy conquistó el Premio Bruguera en 2006 con Todos se van y desde entonces ha contado las miserias y contradicciones de la Isla en libros como Domingo de Revolución, Yo nunca fui primera dama o su más reciente El mercenario que coleccionaba obras de arte. De La hija de la española, mi primera novela, ellas no sabían nada hasta aquel día.

"La literatura no resuelve problemas, pero de qué manera los propone"

Nos han juntado en una mesa que lleva por título Hijas de la Revolución, una de las actividades de la Feria del Libro de Bogotá. La celebramos en doble sesión: primero en el Gimnasio Moderno de Bogotá y luego en la Sala Ecopetrol de la Filbo. Quien diseñó la actividad se percató de algo que nosotras ignorábamos: Laurence, Wendy y yo compartimos árbol genealógico, conocemos algo que nunca termina de ser lo que prometieron sus defensores y que ha llegado a las páginas de nuestros libros con el perfume de las cosas estropeadas. Por eso hablamos juntas hoy. Por eso.

En la primera sesión nos sentamos de cualquier forma. Por intuición o comodidad, vete tú a saber: Wendy primero, Laurence y yo de tercera. Fue la cubana quien se dio cuenta. El verdadero orden debía ser otro. El padre de Laurence había escrito el guion de la Revolución, a Wendy le tocó ponerlo en escena y mí, a la venezolana, recoger los cascotes de la mala reposición que hizo el socialismo del siglo XXI de aquellas ideas redentoras. Así coincidimos: en los accidentes de su puesta en práctica. La literatura no resuelve problemas, pero de qué manera los propone.

Wendy Guerra. Foto: Daniel Mordzinski

Al día siguiente, en una cena que reunía en una misma mesa a varios de los escritores colombianos contemporáneos que más han marcado la lectura de mi generación, recibí un segundo aguijonazo. Ya en los postres, con Juan Gabriel Vásquez de anfitrión, Santiago Gamboa comenzó a barruntar un país de ficción que corrigiera el que el editor Gustavo Guerrero y yo arrastrábamos como una ausencia en esos días bogotanos. A punto estaba de ocurrir el episodio Guaidó, y en las calles de la ciudad un enjambre de venezolanos se atornillaba en las esquinas con gesto hambriento y depauperado. Nunca lo dijimos, y no hizo falta. Pero el asunto nos dolía, lo suficiente como para aparcar esa mezcla de vergüenza y dolor de quien consigue trozos del armario familiar desperdigados en una esquina.

"Escribo estas cosas tras volver de La Guajira, esa frontera donde un país continúa a otro —¿la Venezuela Occidental y la Oriental?— y los que huyen quedan sembrados en la larga travesía de una huida que no consiguen completar"

Como hizo hace años ya en su Síndrome de Ulises, Gamboa comenzó a tirar del filo hilo del humor para contar lo trágico. Se propuso, cómo no, recuperar una Gran Venezuela, una parecida a la del temprano siglo XIX. Una misma tierra hecha de aquello que ha unido siempre a Colombia y Venezuela y a la que Gamboa comenzó a dotar, cómo no, de selección de fútbol, Constitución y hasta Ministerios. No recuerdo muy bien a quién le correspondió la cartera de Deportes —yo peleé por ese ministerio hasta el final con aquella mesa llena de hinchas del Barça—, pero sí sé que aquella Venezuela Occidental y Oriental que diseñaron Vásquez, Gamboa y Jorge Franco se erigió como un ejercicio de ternura, un hogar recuperado en la fabulación.

Escribo estas cosas tras volver de La Guajira, esa frontera donde un país continúa a otro —¿la Venezuela Occidental y la Oriental?— y los que huyen quedan sembrados en la larga travesía de una huida que no consiguen completar. He venido, cómo no, a buscar a mis muertos, y los he encontrado. Han transcurrido ocho días desde mi llegada Colombia, un lugar al que viajé para buscar el hielo. Amanece en Bogotá, a las cinco y veinte de la mañana. Volverán pronto a las calles, de esquina a esquina, más hombres, mujeres y niños venezolanos cargados con almohadones y cobijas sucias. Irán de un lado a otro, con la bandera impresa en la ropa y el hambre en el rostro. Venderán caramelos sucios para comprar con lo que saquen algo que les quite el frío o el mareo perpetuo de haberlo perdido todo. Amanece en Bogotá, ese territorio común para colombianos y venezolanos, escritores y lectores, cielo y montaña. A eso vine, a buscar el hielo. A hablar del Orfanato de la Revolución.

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