Son las siete y veinte de la mañana e intento separar en sílabas —mas bien sorber— la palabra estropicio. Ray Loriga aparece con el periódico del día y un café humeante. Con más gesto de padre que de novelista, coloca una mano sobre mi frente. “Tienes fiebre”, dice poco antes de hundir sus zapatos de piel en la moqueta del comedor del hotel. Toco mi entrecejo; tiene razón. Me miro al espejo: mi piel luce rojo crustáceo. He de estar enfebrecida desde la víspera de Sant Jordi y no ha sido hasta ahora cuando he podido ver que el asunto acabó por estallar en mi rostro como una euforia.
Prometí a Ray que tomaría los correctivos necesarios y subí a la habitación a recoger mis cosas. Mi tren sale en dos horas, pensé. Podría esperar, pero quiero ir andando. Así podré recoger algún pedacito mío que hubiese quedado en las aceras de Barcelona, me digo mientras busco algo de ibuprofeno en mi bolso. Apenas consigo una cajetilla vacía de Gauloises y una rosa roja que he guardado dentro de un libro como el souvenir de una primera vez. La flor luce el agotamiento de las cosas que duran poco, algo parecido al recuerdo de un beso que volverías a dar cientos de veces, aunque sepa a pedrada.
Eso es Sant Jordi: un beso torpón, un vértigo en el que reincidirías, aunque llueva a cántaros y Virginie Despentes y Manuel Vilas se hinchen a firmar ejemplares mientras tú, debutante hasta las trancas, llevas más esmero que sprint. No importa el sonrojo, todo habrá valido la pena. Para quienes se estrenan en Sant Jordi, esta diada tiene lo que las celebraciones y las hecatombes: algo parecido a un corrientazo o esa sensación que fustiga al joven capitán del Orient en La línea de sombra cuando estallan a sus pies los envases de cristal llenos de quinina. Como el personaje de Conrad, tienes fiebre… pero aún no lo sabes.
Para quien se encierra a escribir, para quien acumula la veteranía del lector más que la del escritor, Sant Jordi es un incendio. La vida crepita. La gente va con libros en los bolsillos, como si el mundo se hiciera lector un día al año. Al otro lado de una mesa aparecen hombres y mujeres que te piden estampar la firma al tiempo que descargan sus vidas, a quemarropa: es para mi hija que está lejos, es para mi marido que migró, es para mi amiga venezolana, es para mí… porque ha muerto mi madre. Su emoción humea como un cañón, percute en las páginas aún blandas de ese libro que has escrito rogando, por Dios, que no se desboquen las palabras.
Sant Jordi es su día siguiente. Su poso y su fiebre. Su rosa desmayada (mas bien correosa) y el recuerdo intenso de algo que dura muy poco, algo que debería existir como los besos sin prisa y los libros bien escritos. Entre Aribau y Diagonal vuelvo a tocarme la frente: arde. Atravieso Barcelona en dirección hacia Sants. Parezco un tizón y la cara me hierve, pero avanzo como las mujeres de Elisa Lerner en El vasto silencio de Manhattan: parece que, en lugar de tacones, camino trepada sobre copas de champán. Es la fiebre, me repito. Ese fuego que recorre las primeras veces e inaugura los vértigos. Ese incendio que dibujan los caballos y las palabras cuando echan a correr.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: