De los campos de la Serranía Baja de Cuenca al campo de batalla. Como miles de jóvenes que cumplían con la Patria durante el verano de 1936, Domingo Evangelio Guaita fue obligado a luchar contra quienes hasta ese momento consideraba sus compatriotas. Domingo nunca contó a los suyos los padecimientos que sufrió durante esos tres angustiosos años, y soportó con entereza el rechazo de sus vecinos y algunos parientes al volver a su pueblo como rojo vencido. Pero guardaba en un cajón el registro de los oscuros episodios de su odisea, porque adoptó la costumbre de escribir en una libreta los acontecimientos más señalados de cada jornada, gran parte de ellos marcados por la sangre, la muerte, el miedo y el hambre.
El diario de guerra de Domingo Evangelio permaneció oculto hasta su muerte, en 2005, cuando contaba 88 años de edad. Herreros captó enseguida el valor testimonial que encerraba pero por respeto a la intimidad de su abuelo lo único que hizo fue entrar en contacto con el Ministerio de Cultura, en 2010 con el fin de que el documento se añadiera a los archivos nacionales. Poco después la Ley de Memoria Histórica fue derogada por el gobierno de Rajoy y el proceso se paralizó. Consciente de que solo dependía de ella difundir los recuerdos de su abuelo, utilizó algunos fragmentos en la composición de un mural durante una residencia artística en el verano de 2019 en un castillo de Pressigny Les Pins (Francia), cuyas caballerizas acogieron refugiados de la Guerra Civil. En 2023, durante un encuentro con la editora de Lumen se fraguó este libro ilustrado en el que Herreros invirtió año y medio de trabajo, una gran ilusión y también alguna lágrima.
Combinando los recuerdos de los veranos de su infancia en Víllora, el pequeño pueblo de Cuenca de su familia, párrafos del diario de su abuelo y algunas cartas de amor que envió a su novia, teje un relato entre tierno y cruel que abarca desde 1936 a 1990 y que llega directamente al corazón por la verdad que encierra. Fotografías antiguas en blanco y negro de bordes dentados se alternan con sus ilustraciones, cuyo colorido contrasta con el horror que destila la historia.
Tras leer este libro es inevitable sentir simpatía por Domingo Evangelio. Su nieta lo retrata en el último tramo de su vida como un hombre de pocas palabras que nunca iba a cazar al monte con sus paisanos ni de tertulia al bar de Etelvina. Prefería caminar solo por el campo, repartir entre los animales peladuras de las frutas y verduras, su alimento preferido, y recoger plantas que luego regalaba a las mujeres del pueblo. Uno de los días más tristes de esa etapa fue cuando un camión atropelló a Fidelio su perro preferido y no tuvo más remedio que matarlo con su vieja escopeta. Callado y solitario, sí, pero no taciturno ni bicho raro. Le gustaba cantar María de la O, les compraba a sus nietos las chuches más caras, invitaba a sus paisanos y le chiflaba ir a votar cada cuatro años.
Un derecho que se había ganado a pulso tras entregar cinco años de su vida a la Patria: ocho meses de servicio militar con la II República, 30 meses en la guerra y otros 22 meses más en la España de Franco, en el Regimiento de Caballería nº 4 en Badajoz. En esa ciudad fue testigo de las numerosas ejecuciones que se llevaron a cabo en el albero de la plaza de toros y en las prisiones. Según contabilizó en su diario, a lo largo de 22 meses se produjeron una media de cuatro muertes diarias. Corría el año 1941.
El diario se inicia en el verano de 1936 cuando Domingo hacía la mili en el Regimiento de Artillería nº5 de Valencia mientras esperaba emocionado un permiso en agosto para asistir a las fiestas de su pueblo y pedirle la mano a su novia Rosa. El estallido de la guerra frustró sus planes y convirtió la fiesta y el amor en un tormento. Tenía 19 años. Con sencillez y sin dramatismos relata su odisea desde que fue acuartelado con sus compañeros en un clima de incertidumbre y temor, hasta su partida hacia el frente de Teruel en la Columna de Hierro, junto a carabineros y prisioneros excarcelados del Monasterio de San Miguel de los Reyes, y hasta el fin de la contienda.
A lo largo de la travesía por tierras de Castellón hacia Teruel presenció todo tipo de atrocidades. Ejecuciones masivas en el cementerio de La Puebla de Valverde, batallas aéreas en la que un caza herido se lanzó en plan kamikaze contra un enemigo, suicidios encadenados en el puente de Teruel, violaciones de chiquillas, sabotaje con municiones trucadas, ventiscas y heladas que acabaron con la vida de muchos hombres y de todas las mulas que acarreaban los cañones. «El primer mes en el frente fue horroroso, puesto que ninguno de los que estábamos allí sabíamos nada de la guerra», escribió en su libreta, fiel compañera en la que se desahogaba. «Lo peor eran las noches. Por cualquier cosa, un ruido extraño, una voz, la infantería estaba ya en primera línea y no cesaban los tiroteos de una parte y de otra».
En medio del espanto, gracias a esa increíble capacidad del ser humano para sobreponerse a sus propios límites, también hubo algún interludio agradable. Los bailes que se celebraban en Mora de Rubielos, jugar con los piojos que les invadían la ropa, o cuidar de una gallina y un pollo que adoptaron con los nombres de Libertad y Pasionaria. Comer ratones, incluso un gato con lentejas ayudaba a engañar el hambre perpetua que sufrían. Domingo combinaba su tarea como apuntador de artillería con el oficio que aprendió muy joven, y afeitaba a los oficiales y algunos guripas. Cuentan que en la pequeña barbería que montó en su pueblo, espacio reservado a las tertulias masculinas, siempre defendía a las mujeres cuando sus maridos las criticaban. No sufrió heridas en campaña pero contrajo tuberculosis y las inyecciones le infectaron una pierna que estuvo a punto de perder. Los últimos años lo destinaron a la zona central en Toledo y Aranjuez.
La guerra finalizó oficialmente el 28 de marzo de 1939 pero el peligro no había cesado para los miembros de las «fuerzas del pueblo», como Domingo denominaba a los suyos, en contraposición a las «fuerzas del ejército» de Franco. Comenzó la segunda parte de su odisea, regresar indemne a Víllora, mientras los nacionales seguían hostigando a las tropas republicanas con bombardeos y octavillas intimidantes: «Soldados rojos. Vuestros cadáveres serán enterrados en las fosas de las bombas que tira la aviación. Arriba España». Fue una angustiosa travesía que realizó en parte a pie, y ya en Valencia presenció una escena terrorífica cerca de las Torres de Quart cuando un joven encapotado hizo estallar unas granadas de mano al ser acosado por un grupo falangistas y todos saltaron por los aires.
Historias similares a la de Domingo Evangelio Guaita existen en casi todas las familias bajo el riesgo de ser arrasadas por la apisonadora del tiempo. Cuántos jóvenes ignoran quién era Franco. Libros como este contribuyen a preservar una memoria imprescindible para evitar los errores del pasado y por su diseño resulta una lectura óptima para las últimas generaciones de españoles, pues transmite todo el horror de la guerra con honestidad, realismo. Sin paños calientes.
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Autor: María Herreros. Título: Un barbero en la guerra. Editorial: Lumen. Venta: Todostuslibros
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