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Diario de una guerra que vuelve

Diario de una guerra que vuelve

Las guerras suelen hacerse utilizando a los jóvenes como moneda de cambio, sometiéndoles a un violento rito de paso hacia una quebrada madurez. Nadie sale indemne de una guerra, aunque aparentemente se regrese entero a la casa, al pueblo o a la ciudad natal, dispuesto a mimetizarse en la costumbrista prosa de los acontecimientos cotidianos, como puede constatarse en el testimonial relato poético de la Canción de Napalm del poeta norteamericano Bruce Weigl.

Su experiencia en la guerra de Vietnam le convirtió en un hombre escindido por los actos irreversibles que en el campo de batalla suelen cometerse como impune derivada de su lógica infernal; por eso nunca pudo desprenderse del todo de la cegadora luz de las nubes de napalm y de los rostros inocentes de las víctimas. Esa puede ser la razón última de este emotivo poemario, la de encontrar una vía de expiación, tanto personal como colectiva.

Encuentro más de un paralelismo entre Memoria de la guerra (1982), de James Fenton, y Canción de Napalm (1988), de Bruce Weigl, ambos de la misma edad, los dos nacieron en 1949, uno norteamericano y el otro inglés, pero los dos marcados por sus experiencias —desde diferentes perspectivas— de la guerra de Vietnam. Además, los dos poetas muestran su rechazo a la poesía autorreferencial o metapoética, siempre enajenada por la otredad, así como su declarada apuesta por una poesía que cuente algo, que palpe y se sumerja en el latido de la realidad, alejada de las simples pulsiones abstractas.

"El poemario de Weigl parte de un punto de permanente retorno, al que pretende exorcizar con su sincero testimonio"

El poemario de Weigl parte de un punto de permanente retorno, al que pretende exorcizar con su sincero testimonio: «Cuando huyo en mis sueños / navego a Bien Hoa / la metralla en mis muslos / como diminutos glaciares». El poeta recuerda y reconstruye, a veces alegóricamente y otras más vivencialmente, las sonámbulas acciones que recaen sobre su conciencia y de las que también fue testigo, como el perturbador Blues que te acompaña en la caída. Bruce Weigl narra en este sorprendente poema, con emotiva objetividad, su iniciación en «el trópico», en el que le aseguraban que «acabaría pudriéndose». El poema tiene hermosas imágenes comparativas —«Nos deslizamos bajo las nubes negras / que se abrían a nuestro alrededor como orquídeas»—, que luego utilizará contrastivamente en el desgarrador final del poema, cuando tras localizar a una mama san, su iniciador comienza a golpearla: «No tengo excusa. / Sentado bajo la lluvia en el todoterreno de ese hombre / miré como le pegaba hasta que cayó de rodillas, / la punta de plástico de su M16, / machacándola./ Llevaba poco en el país, las nubes / colgaban como flores gigantes, negras / como sus dientes». Un final, que además de su título, me hizo buscar inmediatamente Blues castellano, de Antonio Gamoneda, para releer el poema «Malos recuerdos»: «Con un cable le dábamos y luego / con las astillas y los hierros. (Era / así. Era así. / Ella gemía, / se arrastraba pidiendo, se orinaba, / y nosotros la colgábamos para pegarle mejor) // Mi vergüenza es tan grande como mi cuerpo».

Es como si los dos poemas, el de Weigl y el de Gamoneda, tratasen, desde diferentes perspectivas, de ejemplificar con su experiencia la maldad humana, aminorada en ambos casos por la inconsciencia de la juventud. Su culpa individual adquiere forma de acusación colectiva, como reflejo de la sombría sociedad que habitan.

Bruce Weigl estructura en tres partes los 33 poemas de Canción de Napalm: «Navegando a Bien Hoa», «Canción de napalm» y «El beso», pero en realidad el poemario es sumamente unitario, casi podría decirse que es un mismo poema —una expiatoria letanía—, desarrollado a través de diferentes secuencias de estructuras versales y rítmicas, así como de potentes imágenes que a veces alcanzan una gran expresividad onírica: «un pez amarillo comiendo un pájaro».

La editorial Cántico, en su colección Doble orilla, acaba de publicar, en edición bilingüe, Song of napalm Canción de napalm, del poeta norteamericano Bruce Weigl, con traducción de Lorea Uresberueta.

"Nadie sale indemne de una guerra, de ella nunca se regresa, por muy grandes que sean los carteles luminosos que digan que ha terminado: siempre vuelve"

Son muchos los poemas que podrían reseñarse, pero yo destacaría por su subrepticia denuncia a la utilización propagandística de los valores humanitarios en la guerra, en cualquier guerra, el poema titulado «La última mentira». El poeta narra, con la objetividad de un reportero de guerra, cómo una niña resulta herida en la cabeza por una lata de comida que aparentemente, y piadosamente, le arroja «un tipo del convoy»: «La lata golpeó la frente de la niña / que cayó de espaldas aturdida / entre el polvo de nuestras camionetas. // y el tipo de mi lado reía / y acariciaba el borde de otra lata / como si fuera la costura de una pelota de béisbol».

Bruce Weil recurre a su antropónimo con el objeto de realizar una transacción identitaria a sus poemas, no solo para dotarlos de un mayor realismo, sino para subrayar al lector su indisoluble condición de partícipe: como soldado y como testigo. La utilización de su nombre adquiere matices antipoéticos —«Regresé de Vietnam. / Mi padre mandó hacer un cartel en la fundición: / BIENVENIDO A CASA BRUCE»—, o si se prefiere antirrománticos.

Bruce Weil, que seguramente no habrá leído a César Vallejo ni a Ángel González, cierra Canción de Napalm con una referencia que une su última «Elegía» al poema «Masa» de España, aparta de mí este cáliz, de César Vallejo —«Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo»— y al poema «El campo de batalla», de Sin esperanza con convencimiento, de Ángel González —«la suerte de los hombres que lucharon / muchos hasta morir, / otros / hasta seguir viviendo todavía»—; el norteamericano concluye así en «Elegía» su neblinosa experiencia bélica: «las balas atravesaron la hierba cortante / por lo que no dio tiempo a hablar. / Las palabras no se dejaron decir. Algunos de ellos murieron. A los otros no se les permitió morir». La magia y el diálogo secreto que tienen entre sí ciertos poemas y ciertos libros.

Nadie sale indemne de una guerra, de ella nunca se regresa, por muy grandes que sean los carteles luminosos que digan que ha terminado: siempre vuelve. En estos poemas resuenan amenazadoramente los turbios sones de las aspas de los helicópteros y los arpegios disonantes de las ametralladoras, surcando las sulfurosas nubes de napalm que mortifican y desvelan al poeta. Pero no nos engañemos: Weigl no busca solo una vía de expiación personal, sino, y sobre todo, una catarsis colectiva.

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