El 12 de septiembre Galaxia Gutenberg publica los Diarios de Lord Byron, cuya traducción, introducción y notas ha estado a cargo del escritor Lorenzo Luengo (1974), colaborador de Zenda y autor de varias novelas y ensayos. Como recuerda Luengo en un exhaustivo artículo sobre Byron que Zenda publicará en breve, “…como buen hipocondríaco, Byron tendía a los pensamientos obsesivos, y éstos sólo desaparecían de su mente por medio de la “transacción poética”. “Rimar” era también una distracción, “el ocio de un lord” por el que se negaba a cobrar un solo chelín…”. Estas son las primeras páginas del libro.
Diario de Londres
(14 de noviembre, 1813–19 de abril, 1814)
14 de noviembre
¡Si esto lo hubiera empezado hace diez años, y lo hubiera seguido fielmente! ¡En fin! Demasiadas cosas hay ya que desearía no tener que recordar. Bien, he tenido lo mío de lo que se conoce como los placeres de esta vida, y he visto más del mundo europeo y asiático que buen uso he hecho de ello. Se dice que «la virtud no necesita recompensa»; la verdad es que debería estar bien pagada, por las molestias. A los veinticinco, cuando lo mejor de la vida ha quedado atrás, uno debiera ser algo. Y ¿qué soy yo? Nada sino estos veinticinco… y unos cuantos meses. ¿Qué he visto? Al mismo hombre por todo el mundo; ¡ay, y a la misma mujer! Prefiero a un musulmán, pues nunca hace preguntas, y a una mujer de la misma raza, que le ahorra a uno el esfuerzo de hacerlas. Pero de no ser por esa plaga (la fiebre amarilla) y el retraso con Newstead, a estas alturas ya tendría que estar por segunda vez cerca del Euxino. Si logro superar lo segundo, no es que vaya a importarme mucho pestilencia alguna; pero sea como sea la primavera habrá de verme allí… siempre y cuando no me case –ni descase a nadie– en el intervalo. Si deseara ser algo… ni yo sé lo que deseo. Resulta curioso que nunca me haya tomado en serio desear algo sin alcanzarlo, y arrepentirme por ello. Empiezo a creer, como los viejos magi, que uno sólo debe rezar por la nación y no por el individuo. Pero, según mis principios, esto no sería muy patriótico.
Basta de reflexiones. Veamos: anoche terminé Zuleika, mi segundo cuento turco. Estoy seguro de que componerlo es lo que me ha permitido seguir vivo, pues fue escrito para alejar mis pensamientos del recuerdo de
Nombre querido, sagrado, jamás seas revelado.
Al menos, incluso aquí mi mano temblaría al escribirlo. Esta tarde he quemado las escenas de una comedia que acababa de empezar. Se me ha pasado por la cabeza expectorar una novela, o mejor un cuento en prosa. Pero qué novela podría igualar a la realidad:
quaeque ipse… vidi,
et quorum pars magna fui.
Hoy ha venido a visitarme Henry Byron con mi primita Eliza. Esta niña va a convertirse en una belleza y un tormento; pero, entre tanto, ¡es una chiquilla de lo más bonita! Ojos oscuros y pestañas negras y largas como el ala de un cuervo. Creo que es incluso más bonita que mi sobrina Georgina, por más que me cueste admitirlo; y, aunque sea mayor, no es tan lista.
Dallas vino a casa antes de que me levantase, de modo que no nos vimos. También Lewis, que parece asqueado de todo. ¿Qué motivo tendrá? Si no está casado. ¿Habrá perdido a su amante, o a la esposa de otro? También vino Hodgson. Va a casarse, y es la clase de hombre que será más feliz así. Tiene talento, jovialidad, todo cuanto puede hacer de él una compañía agradable; y su futura es joven, bonita, etcétera. Pero no sé de nadie al que haya mejorado el matrimonio. Todos los emparejados de mi tiempo son calvos e infelices. Wordsworth y Southey se han quedado sin pelo y sin humor, y mira que Southey tenía en cantidad. Pero lo de menos es qué se desprende de las sienes de un hombre en tal estado.
Nota recordatorio: mañana he de comprar un juguete para Eliza y enviar el emblema para que nos hagan los sellos a mí y a Augusta. Nota recordatorio: visitar mañana, también, a la Staël y a lady Holland, y a Dallas, que me ha aconsejado (sin verlo, por cierto) no publicar Zuleika; creo que está en lo cierto, pero la experiencia tendría que haberle enseñado que no imprimir es físicamente imposible. Nadie lo ha visto salvo Hodgson y Mr. Gifford. Nunca en la vida leo una composición, excepto a Hodgson, pues él me paga con la misma moneda. Resulta horrible hacerlo con demasiada frecuencia. Mejor imprimir, y quienes así gusten leerán, y, si no les gusta, al menos a uno le queda la satisfacción de saber que han adquirido el derecho de decirlo.
He decidido no presentar la petición del deudor, harto como estoy de farsas parlamentarias. Tres veces he hablado desde la tribuna, pero dudo que me vaya a convertir en orador. Mi primera vez gustó; la segunda y la tercera… no sé decir si sirvieron de algo. De momento no me he entregado a ello con amore: uno debe reservarse algún pretexto que excuse su vagancia, su incapacidad o ambas cosas, y este es el mío. «La compañía, la mala compañía, ha sido mi ruina»: y, además, «he bebido pócimas», no para hacerme amar a otros, pero sí desde luego suficientes para odiarme a mí mismo.
Hace dos noches vi cenar a los tigres del Exeter ’Change. Salvo el león del bajá Veli en la Morea, que seguía al cuidador árabe igual que un perro, nada me ha divertido tanto como el cariño que la hiena profesaba a su cuidador. ¡Menuda tertulia! Había un hipopótamo clavadito a lord Liverpool, y el oso perezoso tenía la misma voz y los modales de mi criado. Pero el tigre hablaba demasiado. El elefante tomó mi dinero y me lo devolvió, me quitó el sombrero, abrió una puerta, hizo restallar un látigo con la trompa y se condujo tan bien que deseé fuese mi mayordomo. El más hermoso de los animales terrestres se encuentra entre las panteras; pero los pobres antílopes estaban muertos. Aborrecería ver uno aquí: la visión del camello me hizo suspirar otra vez por Asia Menor. «Oh quando te aspiciam?».
16 de noviembre
Anoche fui con Lewis a ver el estreno de Antonio y Cleopatra. Admirable puesta en escena y muy buena interpretación: una ensalada de Shakespeare y Dryden. A Cleopatra la veo como el epítome de su sexo: cariñosa, alegre, triste, tierna, socarrona, humilde, altiva, hermosa, ¡el diablo! Coqueta hasta el final, lo mismo con el áspid que con Antonio. Tras hacer todo lo posible para persuadirle a ello, ¿por qué, sin embargo, todos le injurian a él por cortar- le la cabeza a ese cobarde de Cicerón? ¿No le dijo Tulio a Bruto que había sido una lástima perdonarle la vida a Antonio? Y ¿acaso no pronunció las Filípicas? ¿Y no son las «palabras cosas»? ¿Y tales «palabras», «cosas» verdaderamente pestilentes, además? De haber tenido cien cabezas, habrían merecido (por parte de Antonio) un estrado (allí clavaron la suya) por barba, aunque, al fin y al cabo, también Antonio podría haberlo perdonado, por el crédito del asunto. Pero, resumiendo, Cleopatra, tras tenerlo ganado, dice: «No obstante, alejaos», «es por vuestro bien», etc. ¡Qué propio de su sexo! Y las preguntas acerca de Octavia, típicas de mujer.
Hoy recibí invitación de lord Jersey para visitar Middleton: ¡viajar sesenta millas para ver a Madame de Staël! Una vez hice tres mil para rodearme de gente silenciosa; y la susodicha señora escribe octavos y habla folios. He leído sus libros: la mayoría me gustan y el último me encanta. Así que no lo escucharé, además de leerlo.
Leo hoy a Burns. ¿Adónde habría llegado de ser un patricio? Nos habría deparado la misma cantidad de versos, si bien más pulcros –menos vigorosos–, aunque carentes de inmortalidad. Un divorcio y un duelo o dos, de haber sobrevivido a los cuales (y de haber sido sus libaciones menos alcohólicas) podría haber vivido tanto como Sheridan y malvivido tanto como el pobre Brinsley. ¡Qué ruina de hombre, este! Y todo por su mal pilotaje; pues nadie ha tenido jamás mejores vientos, aunque alguna vez hayan sido un tanto borrascosos. ¡Pobre y querido Sherry! Nunca olvidaré el día que él y Rogers y Moore y yo pasamos juntos; cuando él habló, y nosotros escuchamos, sin un bostezo, desde las seis hasta la una de la madrugada.
Ya tengo mis sellos […] Otra vez me he olvidado del juguete para ma petite cousine Eliza; pero mañana haré que traigan uno. Espero que Harry venga con ella. Remití a lord Holland las pruebas del último Giaour y La novia de Abydos. Este último no le va a gustar, y creo que en breve tampoco me gustará a mí. Lo escribí en cuatro noches para distraer mis sueños de Augusta. De no haber sido por eso ni lo habría escrito, y de no haber hecho algo entonces me habría vuelto loco de devorar mi propio corazón: horrible dieta. A Hodgson le gusta más que El Giaour, pero esto no le ocurrirá a nadie más, y a él nunca le agradó el fragmento. Estoy seguro de que jamás habría sido publicado de no ser por Murray, pues las circunstancias que le sirvieron de inspiración lo hacen […] ¡En fin!
Esta noche he visto a las dos hermanas de lady Frances Webster. ¡Dios! ¡La pequeña se le parece tanto! Pensé en largarme a la otra punta de la sala, y no puedo sino alegrarme de que no hubiera nadie conmigo en el palco de lady Holland. Aborrezco esos parecidos –el pajarraco, pero no el ruiseñor– tan cercanos que evocan, tan lejanos que duelen. Nos irritan por igual los rasgos que asemejan como los que diferencian.
17 de noviembre
Sin carta de ***; pero no debo quejarme. El respetable Job dice: «¿Por qué el mortal se queja?». La verdad es que no lo sé, a menos que sea porque el muerto ya no puede; y él –el mencionado patriarca– se quejó, dicho sea de paso, hasta hartar a sus amigos y hacer que su mujer le aconsejara aquel piadoso prólogo: «Maldice… y muere»; el único momento, supongo, en que uno puede encontrar poco alivio en maldecir. He recibido una carta muy amable de lord Holland a propósito de La novia de Abydos, que le gusta, y lo mismo a lady Holland. Es muy bondadoso por parte de ambos, pues no merezco de ellos ni un ápice de bondad. Sin embargo, por aquel entonces estaba seguro de que la animadversión que se me tenía se originaba en la casa Holland, y me alegra haberme equivocado, y quisiera no haber tenido tanta prisa con aquella condenada sátira, de la cual borraría hasta el recuerdo. Pero la gente, sobre todo ahora que no puede hacerse con ella, arma un escándalo, lo creo firmemente, sólo por discrepar.
George Ellis y Murray han estado hablando de Scott y de mí; George, con toda razón, a favor de Scoto. Si lo que pretenden es derrocarlo, confío al menos en que no me erijan en su contrincante. Aunque me dieran la oportunidad de elegir, preferiría ser el conde de Warwick antes que cualquiera de los reyes que este hizo. Jeffrey y Gifford son como hacedores de regentes en prosa y poesía. El British Critic, en su reseña del Rokeby, plantea una semejanza en la cual, a buen seguro, no han pensado mis amigos, y que los súbditos de W. Scott tienen la imprudencia de rebajarse a hacer. Me agrada el hombre y admiro sus obras hasta lo que Mr. Braham llama entusymusy. Este asunto sólo valdrá para irritarle y a mí no me aporta nada. Muchos odian sus ideas políticas (yo odio toda idea política); y aquí las ideas políticas de un hombre son como el alma de los griegos, un ειδωλον, independientemente de Dios sabe qué otra alma. Pero, por regla general, a ambas se las valora por igual.
Harry no ha venido con ma petite cousine. Quiero llevarla al teatro; no ha ido más que una vez. Otra notita desde Jersey, por la cual se nos invita a Rogers y a mí el 23. Esta noche debo ver a mi abogado. Me pregunto cuándo acabará el embrollo este de Newstead. Me costó lo que no está escrito separarme de ella, ¡y haberme deshecho de ella! ¿Qué le importa a ella lo que yo haga o lo que sea de mí? Pero dejad que recuerde el dicho de Job y me consuele por «ser mortal».
Me gustaría recuperar el hábito de la lectura. Mi vida es de lo más rutinaria y aun así irregular. Libro que cojo, libro del que enseguida me deshago. Empecé una comedia y la arrojé al fuego porque el escenario se parecía demasiado a la realidad; una novela, por la misma razón. En rima se me da mejor guardar las distancias respecto a los hechos; pero el pensamiento siempre ahonda, ahonda… sí, sí, ahonda. He recibido una carta de lady Melbourne: el mejor amigo que he tenido en la vida, y la más inteligente de las mujeres.
Ni una palabra de lady Frances Webster. ¿Se habrán marchado ya de **? ¿O es que mi preciosa última epístola ha caído en las fauces del león? Si es así (y este silencio se antoja de lo más sospechoso) tendré que encasquetarme «mi mohoso morrión» y «blandir el hierro». He perdido práctica, pero no voy a empezar ahora a visitar otra vez el Manton’s. Aparte, tampoco devolvería el tiro. Tiempo atrás fui un tirador de primera, pero en aquella época los matones de la sociedad lo hacían necesario. Tan pronto empecé a darme cuenta de que no defendía una buena causa, abandoné el ejercicio.
¡Qué noticias extrañas llegan del Anaq de la anarquía, Bonaparte! Desde que en Harrow defendí el busto que de él tenía de los sinvergüenzas y los oportunistas, tras estallar la guerra de 1803 Bonaparte ha sido para mí un héros de roman… en el continente; no lo quiero aquí. Lo que no me gusta es esa especie de huida, ese abandonar ejércitos, etc. etc. Seguro que cuando en el colegio luché en defensa de su busto no pensaba que fuera a renegar de sí mismo. Pero no me extrañaría nada que a estas alturas hubiera devuelto el golpe. Ser derrotado por hombres significaría algo; pero por tres estúpidos, tres bobos legitimados por una vieja dinastía de soberanos nacidos en cuna plebeya… ¡Ay del príncipe! ¡Ay del príncipe! Tiene que ser cosa, como dice Cobbet, de su unión con esa camada autrichienne de labios gruesos y cabezas grandes. Hubiera hecho mejor en mantener a su lado a la mantenida de Barras. Que yo sepa, nada bueno ha traído vuestra joven esposa –y adhesiones legales– salvo para vuestro «flemático muchacho» que «come pescado» y «no toca el vino». ¿No era suya toda la ópera? ¿Todo París? ¿Toda Francia? Pero una querida resulta igualmente desconcertante. Me refiero a una; dos o más de dos son manejables por repartición.
He comenzado, o había comenzado, una canción, y la he arrojado al fuego. Era en recuerdo de Mary Duff, la primera de mis llamas, antes de que la mayoría de la gente comience a arder. Me pregunto qué diablos pasa conmigo… No puedo hacer nada y… por suerte no hay nada que hacer. Últimamente me ha sido dado llevar a dos personas (y sus parientes) el bienestar, pro tempore, y hacer a una feliz, ex tempore; me felicito en particular por esta última, ya que se trata de un hombre excelente. Ojalá hubiera más inconvenientes y menos gratificación para mi amor propio en ello, pues así tendría más mérito. Todos somos egoístas, y yo creo –¡oh dioses de Epicuro!–, yo creo en Rochefoucauld acerca de los hombres, y en Lucrecio (no en la traducción de Busby) en lo que a vosotros respecta. Vuestro bardo os ha hecho muy despreocupados y dichosos; pero, dado que nos ha exonerado de toda condena, no envidio vuestra dicha demasiado; un poco, sin duda sí. Recuerdo que el año pasado, en Eywood, lady Oxford me dijo: «¿No hemos pasado nuestro último mes como los dioses de Lucrecio?». Y así fue. Conoce como nadie la versión original (que a mí también me gusta), y, cuando ese bobo de Busby le remitió un folleto publicitario sobre su traducción, se suscribió. Pero, urgido por el diablo a añadir un extracto, lady Oxford le transmitió de seguido una respuesta, diciendo que, «tras leerlo con atención, su conciencia no le permitiría que su nombre permaneciese en la lista de suscriptores».
Anoche, en casa de lord Holland: Mackintosh, los Ossulston, Puységur, etc. Traté de recordar una cita (creo yo) de la Staël, tomada de algún sofista teutón acerca de la arquitectura. «La arquitectura –afirma este macarrónico tudesco– me hace pensar en música congelada». Está en alguna parte, pero ¿dónde? El demonio de la confusión sabrá, aunque no lo dirá. Pregunté a Mackintosh y este aseguró que no se hallaba en la Staël; pero Puységur adujo que debía de ser suya: era tan propia de ella… H. rió, como se ríe de De l’Allemagne al completo, en lo cual, sin embargo, me parece que se pasa un poco. He oído que B. también lo desprecia. Pero tiene pasajes muy buenos y, después de todo, ¿qué es una obra –cualquier obra– sino un desierto con fuentes y, quizá, una arboleda o dos en el trayecto de cada jornada? Sin duda, lo que en Madame a menudo confundimos, «resollando por ello», con la «fría corriente», se revela como un «espejismo» (criticé verbosidad); pero llegamos, por fin, a algo parecido al templo de Júpiter Amón, y entonces el yermo que acabamos de cruzar sólo se recuerda para regocijarnos con el contraste.
Visita de C** para explicar […] Es muy hermosa, al menos para mi gusto; pues desde que regresé del extranjero no recuerdo haber sido capaz de mirar a otra mujer salvo ella: eran todas tan pálidas, tan insignificantes, tan rubias… Su tez oscura y la perfección de sus facciones me recordaban a mi «Jannat al Aden». Pero esa impresión desapareció, y ahora puedo mirar a cualquier pálida mujer sin suspirar por una hurí. Estaba de muy buen humor, y todo quedó explicado.
Gran noticia la de hoy: «Los holandeses han tomado Holanda»; lo cual, supongo, se verá seguido por la mismísima explosión del Támesis. Cinco provincias se han declarado a favor del joven Stadt, así que habrá inundación, conflagración, violación, consternación y toda clase de nación y naciones luchando a brazo partido, hundidas hasta las rodillas, en las deplorables ciénagas de este ilusorio nido de patanes. Se dice que Bernadotte también se cuenta entre ellos; y, dado que Orange no tardará en llegar allí, tendrán al (Coronado) Príncipe Cigüeña y al Rey Madero en su Leñera al mismo tiempo. ¡Dos contra uno por la nueva dinastía!
Mr. Murray me ha ofrecido mil guineas por El Giaour y La novia de Abydos. No voy a aceptar: es demasiado, aunque me siento poderosamente tentado, sobre todo por el qué dirán. No es mal precio para una quincena (a semana cada uno) de… ¿qué? Los dioses sabrán: fue hecho con la intención de que se le llamase poesía.
Hoy he cenado con normalidad, por primera vez desde el domingo pasado, siendo también sabbat. Los demás días, té y bizcochos: seis per diem. ¡Dios, ahora me arrepiento de haber cenado! Me da una pesadez mortal, somnolencia y sueños horribles; y encima no era más que pescado y una pinta de vino de Bucelas. La carne ni la toco, ni tomo demasiados vegetales. Preferiría estar en el campo para hacer ejercicio, y no que a falta de ello me vea obligado a conservarme mediante la abstinencia. No debería importarme tanto entrar un poco en carnes: mis huesos bien pueden sostenerlas. Pero lo peor es que el diablo no dejaría de rondarme, hasta que le quitase el hambre, y no seré el esclavo de ningún apetito. Si me equivoco, será mi corazón, al menos, quien guíe mi camino. Oh, mi cabeza, ¡qué dolor! ¡Los horrores de la digestión! Me pregunto cómo tratarán a Bonaparte sus cenas.
Nota recordatorio: mañana he de escribir al «Juez Shallow, que me debe mil libras», y parece, a juzgar por su carta, temer que se las pida. ¡Como si fuera a hacerlo! En primer lugar, no las necesito (ahora mismo, al menos); y aunque a menudo he precisado esa suma, jamás en mi vida he reclamado la devolución ni de diez libras a un amigo. Su pagaré no expirará este año, y le dije que cuando lo hiciera tampoco le obligaría a pagar. ¿Cuántas veces quiere que se lo repita?
Me equivoco: una vez pedí a Hobhouse que me devolviera cierta suma. Pero era en circunstancias que me exculpaban ante él como lo hubieran hecho ante cualquiera. No reclamé intereses ni exigí garantías. Me pagó muy pronto, o al menos su padre lo hizo. ¡Mi cabeza! Creo que me la dieron sólo para que me doliese. Buenas noches.
22 de noviembre
«¡Orange Boven!». Así pues, las abejas han alejado al oso que destrozó la colmena. Bueno… si es para tener nuevos De Witts y De Ruyters, ¡que Dios ampare a la pequeña república! Quisiera ver La Haya y el pueblo de Brock, donde ostentan tales hábitos primitivos. Aunque no sé: sus canales presentarían una estampa muy pobre frente al recuerdo del Bósforo; y el Zuiderzee parecerá un guiñapo comparado al Ak-Denizy. Qué más da: merecería la pena sólo por ver al populacho burgués soltando penachos de libertad por sus pequeñas pipas; aunque yo prefiero un cigarro, o el narguile, con el pétalo de rosa mezclado con la hierba más suave del Levante. Ignoro qué es la libertad, pues nunca la he visto, pero la riqueza equivale a poder en cualquier parte del mundo; y mientras el chelín haga las veces de la libra (y encima tengas sol y cielo y belleza a cambio de nada) en el Este, he aquí el país por excelencia. ¡Qué envidia me da Herodes Ático! Más que Pomponio. Y, con todo, un poco de tumulto de vez en cuando resulta un agradable avivador de sensaciones, ya sea una revolución, una batalla o una aventure de alegre tenor. Creo que habría preferido ser Bonneval, Ripperda, Alberoni, Jeireddín u Horuc Barbarroja, o incluso Wortley Montagu, antes que el mismísimo Mahoma.
¿Llegará pronto Rogers a la ciudad? El 23 es la fecha fijada para nuestra visita a Middleton. ¿Iré? Uf… En esta isla, donde uno no puede cabalgar un poco sin toparse con el mar, lo mismo da a dónde vas.
Recuerdo el efecto que obró en mí el primer Edinburgh Review. Supe de él con seis semanas de antelación; lo leí el día en que emitió su condena, cené y bebí tres botellas de vino blanco (con S.B. Davies, me parece), no comí ni dormí lo más mínimo, pero, en cualquier caso, tampoco fue fácil hacerlo hasta haber descargado mi cólera y mis rimas, en las mismas páginas, contra todo y contra todos. Como a George, en El vicario de Wakefield, «el destino de mis paradojas» me permitió comprobar que no hay ningún mérito en los otros. Sólo tuve que recordar la máxima de mi profesor de boxeo, que en mi juventud encontré útil para toda clase de jaleos: «Quien no está contigo está contra ti, ¡golpea a izquierda y derecha!», y eso hice. Al igual que Ismael, mi mano estaba contra todos los hombres, y las de todos los hombres me señalaban. Me asombré, por supuesto, de mi propio éxito: «Y maravilla que tanto ingenio sea suyo», como Hobhouse afirma con sarcasmo de alguien (no es improbable que sea yo, pues somos viejos amigos). Pero, si todo volviera a ocurrir, no actuaría igual. Alguna vez he vuelto a leer lo que motivó mis pareados y no es para tanto. C. me confesó la opinión generalizada de que había aludido al desorden nervioso del pobre lord Carlisle en uno de mis versos. Doy gracias al cielo de no haber sabido de ello; aunque ni lo habría hecho, ni habría sido capaz, de haberlo sabido. Debo ser por naturaleza la última persona que podría señalar los defectos o las enfermedades de nadie.
Rogers es callado y, según dicen, adusto. Sabe hablar cuando se decide a hacerlo; y, en cuestiones de gusto, su delicadeza de expresión es pura como su poesía. Cuando entras en su casa (su salón, su biblioteca) te dices a ti mismo: este no es el hogar de una mente común. No hay una joya, una moneda, un libro abandonado en el testero, en el sofá o en la mesa, que no manifieste la casi maniática elegancia de su propietario. Pero esa misma exquisitez habrá de ser el drama de su existencia. ¡La de contrariedades con que su sensibilidad se habrá topado en la vida!
A Southey no lo he tratado tanto. Su aspecto es épico, y es el único hombre enteramente de letras que existe. Los demás tienen algún otro propósito vinculado a la escritura. Sus modales son suaves, si bien no los de un hombre de mundo, y sus talentos de primer orden. Su prosa es perfecta. Sobre su poesía existen opiniones de lo más diversas: quizá haya en ella demasiado para la generación actual; la posteridad probablemente escogerá. Tiene pasajes que son de lo mejor. De momento posee partidarios, pero no un público, excepto en sus obras en prosa. La vida de Nelson es bellísima.
Sotheby es un littérateur, el Oráculo de la Camarilla Literaria de las hermanas Berry: Lydia White (la «Virgen Tory» de Sidney Smith), Mrs. Wilmot (esta, al cabo, es un cisne y podría frecuentar corrientes más puras), lady Beaumont y todos los blues, con lady Charlemont a la cabeza. Pero de ella no digo nada: «Mira su rostro y los olvidarás a todos», junto con todo lo demás. ¡Oh, ese rostro! Juro por «te, Diva potens Cypri» que, si esa mujer me amase, construiría e incendiaría otra Troya.
Hay un rasgo de rareza en el talento, o más bien talentos, de Moore: poesía, música, voz, todo lo hace suyo; y un estilo en cada uno de ellos que nunca fue ni será detentado por otros. Pero donde es capaz de volar más alto es en la poesía. Por cierto, ¡cuánto humor, cuánto… de todo hay en el Post- Bag! Si se lo propone en serio, no hay nada que Moore no pueda hacer. En sociedad es todo un caballero, gentil y tan encantador en general como ningún otro individuo que haya conocido. De su honor, principios e independencia, su conducta hacia *** habla «con voz de trompeta». Sólo tiene un defecto, y este me reconcome a diario: no está aquí.
23 de noviembre
Ward… Me gusta Ward. ¡Por Mahoma! ¡Empiezo a pensar que me gusta todo el mundo! Una inclinación que no conviene alentar, una suerte de glotonería social que engulle todo lo que le ponen delante. Pero me gusta Ward. Es piquant y, en mi opinión, llegará muy alto en la cámara, y en todas partes, si le pone constancia. Dicho sea de paso, mañana ceno con él, lo que puede haber influido en mi opinión. Por idéntico motivo es mejor no confiar en la gratitud de nadie después de una cena. He tenido que oír cómo más de un anfitrión era denostado por sus invitados cuando el aroma de su borgoña todavía brotaba de los maledicentes labios.
He adquirido el palco de lord Salisbury en el Covent Garden para la temporada; y ahora debo prepararme para ir a reunirme con lady Holland y compañía en el suyo del Drury Lane, questa sera.
Holland no cree que el hombre sea Junius; pero sí que el diario, aún inédito, arroja mucha luz sobre las tinieblas de esa parte del reinado de Jorge II. ¿En qué concierne eso al de Jorge III? No sé qué pensar. ¿Por qué dar por muerto a Junius? Si lo hubiera fulminado una apoplejía, ¿podría descansar en su tumba sin enviar a su ειδωλον a gritar en los oídos de la posteridad: «Junius fue el ilustre caballero X. Y. Z. y está enterrado en la parroquia de… Reparad su monumento, ¡oh sepultureros! Imprimid una nueva edición de sus cartas, ¡oh libreros!»? Imposible: el tipo ha de estar vivo y no va a morir sin desenmascararse. Me gusta: fue un buen odiador.
Vine a casa con algún malestar y me metí en la cama; sin demasiado sueño, como sería deseable.
Martes por la mañana
¡Me ha despertado un sueño! Bueno, ¿es que no he soñado antes? Pero ¡qué sueño! Aunque ella no ha podido conmigo. Me gustaría que los muertos descansasen, eso sí. ¡Ugh! Cómo se me ha helado la sangre, y no podía despertar… y… y… ¡en fin!
Las sombras de esta noche
han aterrorizado el alma de Ricardo
más de lo que podrían hacerlo diez mil ***s en carne y hueso
armados hasta los dientes, dirigidos por ese idiota ***.
No me gusta este sueño, aborrezco su «final cantado». Y ¿he de verme turbado por las sombras? Ay, cuando nos traen recuerdos de […] no importa; pero, si vuelvo a soñar así, comprobaré si todo sueño contiene visiones similares. Además, desde que me levanté, el cuerpo me ha estado doliendo considerablemente; pero ya pasó, y ahora, como lord Ogleby, tengo cuerda para el resto del día.
Una nota de Mountnorris: ceno con Ward. Estarán Canning, Frere y Sharp, quizá Gifford. Voy a ser uno de «los cinco» (o más bien seis), como lady *** dijo ayer con cierta socarronería. Siempre es agradable verlos, en especial a Canning y a Ward… cuando quiere. Ojalá me encuentre lo bastante bien para escuchar a todos estos intelectuales.
No he recibido ninguna carta en el día de hoy. Tanto mejor: así no hay respuestas. Tengo que dejar de soñar, amarga incluso la realidad. Saldré de casa, a ver qué puede hacer la niebla por mí. Jackson pasó por aquí: en general, el mundo del boxeo sigue como siempre, pero el Club prospera. Mañana ceno con Cribb. Me gusta la energía, incluso la energía animal, de todo tipo; y yo necesito tanto de la mental como de la corporal. Últimamente no he salido a cenar ni, de hecho, he cenado siquiera; no he escuchado música, no he visto a nadie. Ahora, a zambullirse: vida alta y vida baja. «Amant alterna Camoenae!».
He quemado mi roman –como ya hice con las primeras escenas y el guión de mi comedia– y, por lo que veo, el placer de quemar no es menos grande que el de imprimir. Ninguna de las dos habría funcionado. Me introduje en realidades más que nunca, y unas habrían sido reconocidas y otras adivinadas.
Leí el Ruminator, una antología de ensayos de un viejo extraño pero hábil (sir Egerton Brydges), y a un joven medio loco, autor de un poema sobre las Highlands titulado Childe Alarique. La palabra «sensibilidad» (siempre mi aversión) se repite como mil veces en dichos ensayos; y, por lo que parece, va camino de servir como excusa para todo tipo de descontento. Este joven nada puede saber de la vida; y, si persiste en ser la clase de persona que dejan ver sus escritos, llegará a ser un inútil, y tal vez ni siquiera poeta después de todo, algo que parece resuelto a ser. ¡Que Dios le ayude! Nadie que pueda llegar a ser algo mejor debería ser poeta. Y esto es lo que le irrita a uno: ver a Scott y Moore, a Campbell y Rogers, que podrían haber sido personas influyentes y líderes, como meros espectadores. Pues, aunque en principio posean otras aspiraciones, estas han quedado relegadas a un interés secundario. También ***, que malgasta su tiempo entre viudas potentadas y muchachas solteras. Si la cosa se concretara en algún affaire serio, ya le serviría de pretexto; pero con las solteras esa es una especulación arriesgada, y bastante fatigosa, además; y con las veteranas no merece la pena ni intentarlo, a no ser, tal vez, una entre mil.
Si tuviera algún proyecto en este país, probablemente sería en el parlamento. Pero no tengo ambición: y, de tenerla, sería «aut Caesar aut nihil». Mis esperanzas se limitan a dejar zanjados mis asuntos y establecerme en Italia o en Oriente (mejor esto último) y embeberme profundamente de los idiomas y literaturas de ambos. Algunas cosas del pasado me han dejado insensible, y lo único que ahora puedo hacer es convertir la vida en diversión y observar mientras otros actúan. Después de todo, ¿qué significa incluso ese teatro supremo de coronas y cetros? Vide los últimos doce meses de Napoleón. Ha puesto patas arriba mi concepto de fatalismo. Pensaba que si era vencido sólo caería cuando «fractus illabatur orbis», y no que le vería perderse poco a poco en la insignificancia; que todo esto no era un mero jeu de los dioses, sino un preludio de cambios más drásticos y sucesos más imponentes. Pero el hombre nunca da un paso más allá de cierto punto, y así nos va: retrocedemos hacia ese orden anticuado, embotado y estúpido, el equilibrio de Europa, poniendo palitos sobre las narices de los reyes en lugar de retorcérselas. Prefiero una república o la tiranía de un hombre antes que un gobierno híbrido de uno, dos, tres. ¡Una república! Examinemos la historia de la Tierra: Roma, Grecia, Venecia, Francia, Holanda, América, nuestra breve (eheu!) Commonwealth, y comparemos lo que hicieron cuando estaban gobernadas por tiranos. Los asiáticos no nacieron para ser republicanos, pero se sienten libres de acabar con los déspotas, que es lo más cercano a ello. Ser el primer hombre: no el dictador, ni el Sila, sino el Washington o el Arístides, el líder en talento y verdad, ¡es ser casi un Dios! Franklin, Penn, y al lado de estos o Bruto o Casio, incluso Mirabeau o Saint Just. Nunca seré algo, o más bien siempre seré nada. A lo máximo que puedo aspirar es a que alguien diga de mí: «Quizá podría, si él quisiera».
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Título: Diarios. Autor: Lord Byron. Traductor: Lorenzo Luengo. Editorial: Galaxia Gutenberg.
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