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Días de lluvia

Mi madre, aunque era buena como las demás madres, odiaba con toda su alma los días de lluvia. Pero a mí me sirvieron para convertirme en lector. Los odiaba porque para ella la limpieza era algo sagrado. Tener la casa limpia, las camas hechas, todo reluciente y ordenado era lo más importante. Mucho más que la comida del mediodía. Por eso no soportaba los días de lluvia, cuando volvíamos del colegio o de la calle con la ropa y los zapatos mojados, con barro hasta las cejas, y le poníamos perdido el suelo de la casa. De inmediato, iba a la carpintería del Gutiérrez y se traía medio saco de serrín que esparcía en abundancia.

No había libros en mi casa, pero a mí me apetecía ponerme en la cocina, donde hacía mejor temperatura, y leer algo entretenido, porque juegos, de esos que traían los Reyes Magos a todo el mundo, tampoco teníamos. Aunque siempre quedaba la posibilidad de escuchar la radio, que para mí era todo un descubrimiento. Mirábamos hacia lo alto, donde estaba colocado el aparato, como si nos susurrara la voz de Dios desde el cielo. Fue por entonces cuando empecé a pedir libros prestados. Una vecina, la Toñi, compraba todas las semanas un ejemplar de la colección RTVE, con títulos de Baroja, de Ana María Matute, de Ignacio Aldecoa… que fueron los primeros autores que leí, acurrucado en mi rincón favorito de la cocina, oliendo los guisos que hacía mi madre, en medio del humo del cigarrillo de mi padre, que apenas hablaba, pero que fumaba mientras pensaba cerca de mí.

"La lluvia, aunque muy apreciada entre los que tenían huertos de naranjos y limoneros, no es buena ni siquiera para hacer la guerra"

En mi pueblo no gustaban los días de lluvia. Porque por entonces los carriles de la huerta no estaban asfaltados, y la carretera que cruzaba de punta a punta estaba llena de baches que salpicaban a los que se atrevían a salir a la calle. Recuerdo lo triste que eran los entierros con lluvia. El cura, don Nicolás, echaba la bendición deprisa y corriendo al muerto, como si fueran a cerrar el cementerio antes de hora. En paz descanse y adiós, que está lloviendo. Los deudos, es decir, los familiares del difunto, se ponían al resguardo de la lluvia y recibían el pésame, con un ligero apretón de manos, con algún que otro beso, de los pocos que asistían al funeral, que luego iban a escape a sus casas, a abrigarse y ver llover desde la ventana, sin pensar —ni un mínimo recuerdo siquiera— en el que iba derecho al hoyo.

Y es que la lluvia, aunque muy apreciada entre los que tenían huertos de naranjos y limoneros, no es buena ni siquiera para hacer la guerra. Creo que fue Céline quien dijo aquello de que la guerra siempre es mala, pero si encima toca un día lluvioso se vuelve insoportable.

"Cantaban bajo la lluvia mientras nosotros la maldecíamos con los calcetines chorreando y el corazón helado. Llegué a pensar que, a veces, los ángeles se ponen del lado equivocado"

Pero la lluvia también tiene su punto lírico. A los vascos siempre les ha gustado la lluvia. Y si no, que se lo pregunten a Baroja, que situaba a sus personajes en un ambiente de lluvia fina, de esa que cae mansamente, sin molestar siquiera; de esa que nos acaricia como los dedos de una madre cuando alisa dulcemente el cabello de su hijo.

Unos años después, cuando iba al instituto y descubrí a Homero y a Verlaine supe del potencial literario que podía alcanzar la lluvia. En la Ilíada las naves zarpan al amanecer un día de lluvia camino de Troya. Y aprendí de memoria aquel poema del viejo fauno francés en el que se decía: “Llueve en mi corazón / como llueve sobre la ciudad”.

Pero la ciudad estaba muy lejos del pueblo, o así nos lo parecía. Y allí la gente tenía bonitos paraguas de colores vivos bajo los que se resguardaba, sin darle mayor importancia a la lluvia, sin tener la necesidad de mirar al suelo, porque no había charcos. Cantaban bajo la lluvia mientras nosotros la maldecíamos con los calcetines chorreando y el corazón helado. Llegué a pensar que, a veces, los ángeles se ponen del lado equivocado.

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